Un genio de la manipulación

Reservamos plazas en un vuelo a Miami. Luego conseguimos que Savannah se quedase a pasar la noche con unos amigos, la llamamos a la escuela y le contamos las novedades. Una hora después estábamos en el aeropuerto.

No habíamos tenido problemas para reservar pasajes de última hora, y tampoco esperábamos tenerlos. Hacía un mes y pico que unos terroristas habían estrellado varios aviones contra el Word Trade Center, y muchos viajeros habían optado por no volar en cielos tan poco amistosos, si podían evitarlo. Habíamos llegado temprano, sabiendo que pasar por seguridad no constituiría un proceso rápido, como lo había sido en el pasado.

El guardia abrió la bolsa de Lucas, hurgó en ella y sacó un tubo de cartón. Lo pasó por el detector de metales y luego, cautelosamente, le quitó la tapa y examinó el interior.

– Papel -le dijo a su colega.

– Es un manuscrito -dijo Lucas.

Los dos hombres lo miraron fijamente, como si la palabra pudiese ser una nueva denominación callejera de un rifle automático.

– Una hoja de papel que lleva escrito un texto antiguo -explicó Lucas.

Uno de los guardias lo sacó y lo desplegó. El papel era nuevo, de un blanco brillante, y estaba cubierto con rasgos de caligrafía precisos y delicados. El guardia frunció el ceño.

– ¿Qué es lo que dice? -preguntó.

– No tengo ni idea. Está en hebreo. Se lo llevo a un cliente.

Se lo devolvieron, sin enrollar y arrugado. Mientras revisaban mi ordenador portátil y mi bolsa, Lucas volvió a enrollar el papel y lo guardó. Cuando terminaron, Lucas levantó ambas bolsas y nos dirigimos a la zona de embarque.

– ¿Qué es eso? -susurré-. ¿Mi hechizo?

– Pensé que podrías necesitar una distracción después de un día como hoy.

Le sonreí.

– Gracias. ¿Qué es lo que hace?

– Elijo la opción dos.

Recordé el juego de las opciones y reí.

– Demasiado tarde, Cortez. El trato era si me lo decías anoche. Ahora ya has vuelto, de modo que el rollo es mío, sin opciones.

– Habría elegido una opción si no me hubieras distraído de mi propósito.

– ¿Cómo? ¿El hecho de que te ofreciera una lista de opciones te impidió elegir una?

– Y con mucha eficacia. Opción dos.

– Entrégamelo, Cortez.

Con un movimiento brusco depositó el rollo en mi mano extendida y dijo:

– Me han robado.

– Bueno, hay una solución. Podrías conseguirme otro hechizo.

– Avariciosa -dijo, llevándome a un lugar tranquilo junto a la pared-. Tienes una sed inagotable de hechizos. Eso no presagia nada bueno para nuestra relación.

– ¿Por qué? ¿Porque eres tan malo como yo?

Con dos rápidos pasos, Lucas se puso frente a mí y me miró a los ojos. Arqueó una ceja.

– ¿Yo? -preguntó-. De ninguna manera. Yo soy un lanzador de hechizos disciplinado y cauteloso, bien consciente de mis limitaciones y sin deseo alguno de sobrepasarlas.

– ¿Y eres capaz de decirlo sin inmutarte?

– Puedo decir cualquier cosa sin inmutarme, lo cual me convierte en un mentiroso nato.

– Entonces, ¿cuántas veces has intentado formular el hechizo?

– ¿Tratar de formular el hechizo? Eso no estaría bien. Sería una falta de tacto imperdonable, además de una grosería, como si uno leyera una novela antes de envolverla como regalo de Navidad.

– ¿Dos veces?

– Tres veces. Me habría detenido en la segunda, pero tuve un poco de suerte en la segunda tentativa, de modo que lo intenté otra vez. Pero, lamentablemente, el tercer intento no me fue propicio.

– Vamos a trabajar en ese tema. ¿Pero qué es lo que hace?

– Opción dos.

Le di un puñetazo en el brazo y empecé a desenrollar el hechizo.

– Es un raro hechizo de hielo para hechiceros de grado gamma -explicó-. Cuando se lanza sobre un objeto, actúa de modo muy similar a un hechizo de hielo de nivel beta, congelándolo. En cambio, si se lanza sobre una persona provoca una hipotermia temporal, dejando inconsciente al sujeto. Había cuatro opciones, ¿no?

– Tres…, no, con la película son cuatro.

– Cuatro opciones. Ergo, si yo te proporciono cuatro hechizos…

– ¿Y quién es ahora el avaricioso?

– Yo sólo pregunto si la promesa implícita de un hechizo por una opción podría ser traducida razonablemente de modo que significara que cuatro hechizos me proporcionarían…

– ¡Por Dios, elige ya una opción! Como si no supieras que las conseguirías todas en cuanto quisieras.

– Es verdad -respondió-. Pero me agrada el desafío adicional de luchar por ellas. Cuatro hechizos por cuatro opciones.

– Eso no ha sido…

– Ahí esta nuestro vuelo.

Recogió nuestras cosas y se dirigió a la zona de embarque antes de que yo pueda decir una palabra más.


* * *

La visita oficial de «presentación a los padres». ¿Ha existido alguna vez una tortura más grande en la historia del noviazgo? Hablo de oídas, no por experiencia. Sin duda, me han presentado, hablando en sentido estricto, a muchos progenitores de ex novios, pero nunca de manera formal. Más bien tropezándome con ellos al salir de la casa. La típica presentación consistente en: «Mamá, papá, ésta es Paige. Chao, nos vamos».

Yo ya conocía a la madre de Lucas, pero no había habido presentación. Ella apareció un día a la puerta, con las manos llenas de regalos para la casa. Si yo hubiera sabido que vendría, habría estado aterrorizada. ¿Me desaprobaría porque yo no era latina? ¿Porque no era católica? ¿Porque estaba viviendo con su único hijo después de exactamente cero semanas de noviazgo? Nada importó. Si Lucas era feliz, María también lo era.

Los Cortez eran otro asunto. Benicio tenía cuatro hijos, de los que Lucas era el menor. Los tres mayores trabajaban para la Camarilla, como era tradicional en todos los miembros de la familia principal. De modo que Lucas era el bicho raro. A su situación no ayudaba el hecho de que Benicio y María no se hubiesen casado nunca, probablemente porque Benicio aún estaba casado con su esposa en el momento en que Lucas fue concebido, lo que lo convertía… en el miembro no precisamente más popular de las reuniones familiares.

En la familia central de una Camarilla, como en cualquier familia «real», las cuestiones de sucesión son de suma importancia. Se da por sentado que un hijo del CEO, por lo general el mayor, heredará el negocio. No ocurría así en el caso de Benicio. Mientras que sus tres hijos mayores se afanaban, desde que se habían convertido en adultos, por aumentar la fortuna familiar, ¿a quién había designado Benicio como heredero? Al hijo menor ilegítimo que había consagrado su vida de adulto a destruir el negocio familiar, o por lo menos a perjudicarlo cuanto podía. ¿Tiene esto algún sentido para alguien, aparte de Benicio? Por supuesto que no. O bien el hombre es un genio de la manipulación familiar, o bien está totalmente mal de la cabeza. No uso a menudo esta expresión, pero en ciertos casos es completamente apropiada.


* * *

Tomamos un taxi desde el aeropuerto hasta el centro. Lucas hizo que el conductor nos dejara frente a un café, donde sugirió que nos detuviéramos para tomar algo fresco porque la temperatura era de treinta y tantos grados y, con el sol cayendo de plano sobre nosotros, parecían casi cuarenta, en especial después del frío del otoño de Oregón. Yo le aseguré que me encontraba bien, pero él insistió. Lucas trataba de postergar el encuentro. Casi no podía creérmelo, pero después de llevar veinte minutos sentados en la terraza del café, fingiendo tomar nuestros cafés helados, supe que era verdad.

Lucas hablaba de la ciudad, de lo bueno, lo malo y lo feo de Miami, pero las palabras le salían apuradas, casi frenéticas, llevado por la desesperación de llenar el tiempo. Cuando bebió un trago, acto reflejo más que intención, las mejillas se le pusieron pálidas y por un momento dio la impresión de que estaba a punto de vomitar.

– No es preciso que hagamos esto -dije.

– Sí lo es. Tengo que hacer la presentación. Hay procedimientos que deben llevarse a cabo, formularios que rellenar. Tiene que ser oficial. Tú no estarás segura si no lo es. -Levantó la mirada de la mesa-. Hay otra razón por la que te he traído aquí, algo más que me preocupa.

Se detuvo.

– Me gusta la sinceridad -dije yo.

– Lo sé. Pero me temo que si añado una desventaja más para que estés conmigo, regresarás gritando a Portland y cambiarás la cerradura.

– No puedo -respondí-. Guardaste mi billete de vuelta en tu bolsa.

Lucas dejó escapar una ligera risa.

– Una acción subconsciente de lo más significativa, estoy seguro. Es posible que al final del día quieras que te lo devuelva. -Se tomó el café-. A mi padre, como ya imaginábamos, no le hace muy feliz nuestra relación. No lo he mencionado antes porque me parecía que no había ninguna razón para confirmar tus sospechas.

– Era un dato conocido, no una sospecha. Lo que sí me resultaría sospechoso es que estuviera encantado de que su hijo tuviese una relación con una bruja. ¿Se queja en voz alta?

– Mi padre nunca va más allá del susurro a la hora de formular sus objeciones, pero es un susurro insidioso, constante. En este momento, sólo expresa sus «preocupaciones». Sin embargo, mi preocupación es que con su viaje a Portland parece estar sopesando tu influencia sobre mí. Si decide que tu influencia afectará negativamente a su relación conmigo o a la probabilidad de que yo sea su heredero…

– ¿Temes que yo esté en peligro si tu padre cree que estoy interponiéndome entre vosotros?

Lucas se quedó callado.

– Sinceridad ante todo, ¿recuerdas? -dije.

Me miró directamente a los ojos.

– Sí, me preocupa. El truco está en no dejarle creer que eso es lo que va a suceder. Y sería incluso mejor si consiguiéramos convencerlo de que mi felicidad contigo le será beneficiosa. De que la firmeza de nuestra relación no destruiría sino que reforzaría las demás relaciones de mi vida.

Hice un gesto de asentimiento, como si entendiera, pero no entendía. Nada en la vida me había preparado para comprender una relación entre padres e hijos en la que una simple visita a casa tuviera que ser planificada con la astucia estratégica de un enfrentamiento militar.

– Espero que esto no signifique que estás pensando en aceptar este caso -dije.

– No. Mi intención no es otra que la de no negarme con la vehemencia con que lo hago normalmente, porque entonces te echará la culpa a ti, por muy ilógico que parezca este razonamiento. Oiré todo lo que tenga que decirme, y me esforzaré por mostrarme más receptivo a sus atenciones paternales de lo que acostumbro.

– ¡Ajá!

Lucas sonrió.

– En otras palabras, me portaré bien. -Empujó su vaso medio vacío hacia el centro de la mesa-. Aún tenemos unas cuantas calles por delante. Sé que hace calor. Podríamos llamar a un taxi…

– Andar es bueno -dije-. Aunque me imagino cómo se me habrá puesto el pelo con la humedad. Voy a presentarme ante tu familia con el aspecto de un perro lanudo al que le han conectado un cable eléctrico en el trasero.

– Estás muy guapa.

Lo dijo con tanta sinceridad que estoy segura de que me ruboricé. Le agarré la mano e hice que se pusiera de pie.

– Terminemos con esto. Nos reunimos con la familia. Rellenamos los formularios. Buscamos un hotel, compramos una botella de champán y veremos si soy capaz de poner en práctica ese hechizo.

¿Tú lo pondrás en práctica?

– No te ofendas, Cortez, pero tu hebreo hace agua. Probablemente estás pronunciando mal la mitad de las palabras.

– O bien eso o bien que cuando lanzo un hechizo sencillamente carezco de tu experta eficacia.

– Yo no he dicho eso. Bueno, hoy no. Hoy estoy tratando de ser buena contigo.

Se rió, me rozó la frente con sus labios y me siguió fuera de la terraza del café.


* * *

Nunca había estado en Miami, y el recorrido en taxi hasta el centro no me había impresionado. Digamos que si al taxi se le hubiese pinchado una rueda, yo no habría bajado del vehículo, ni siquiera armada con un montón de hechizos que me permitieran lanzar bolas de fuego. Luego echamos a andar por el sector sudeste del centro mismo de la ciudad, a lo largo de una impresionante serie de rascacielos de acero y vidrio espejado que daban a las aguas increíblemente azules de Biscayne Bay. Daba la impresión de que acababan de limpiar las calles, flanqueadas de árboles, y las únicas personas que permanecían en las veredas estaban tomando cafés de cinco dólares en lujosas cafeterías. Hasta los vendedores de perritos calientes llevaban elegantes uniformes.

Yo me había figurado que Lucas me llevaría a algún sórdido sector de la ciudad donde las oficinas de la Corporación Cortez se encontrarían hábilmente ocultas en un destartalado almacén. En cambio, nos detuvimos frente a un rascacielos que parecía un monolito de hierro surgido de la tierra, con torres de ventanas espejadas dispuestas para recibir el sol y reflejarlo en un halo de esplendor. En la base del edificio, las puertas, retiradas de la acera, se abrían a un oasis con bancos de madera, bonsáis, helechos colgantes y una cascada circular rodeada de piedras musgosas. En lo alto de la cascada había un par de letras C grabadas en granito. Por encima de las puertas de vidrio de doble grosor una placa de bronce proclamaba con una simplicidad casi humilde: «Corporación Cortez».

– ¡Dios mío! -exclamé.

Lucas sonrió.

– ¿Estás reconsiderando la promesa de no ser nunca la esposa del CEO?

– Nunca. Pero ser CoCEO…, eso sí podría reconsiderarlo.

Entramos. En el momento en que se cerraron las puertas, desapareció el ruido de la calle. Una música suave flotaba en una brisa de aire acondicionado. Cuando me volví, el mundo exterior se había desvanecido, bloqueado por el oscuro vidrio espejado.

Miré a mi alrededor, esforzándome en no quedarme boquiabierta. Aunque no habría estado fuera de lugar. Justo delante de nosotros un grupo de turistas movía el cuello en todas las direcciones mirando asombrados los acuarios tropicales de cuatro metros de altura que cubrían dos de las paredes. Un hombre de traje oscuro bien cortado se aproximó al grupo y me puse tensa, segura de que iba a despedirlo. En lugar de ello, saludó al guía del tour y a los turistas les hizo una seña para que se acercaran a una mesa donde una empleada servía agua fría.

– ¿Grupos de turistas? -susurré.

– Hay un observatorio en el piso diecinueve. Está abierto al público.

– Estoy tratando de no impresionarme -dije.

– No olvides de dónde viene todo esto. Eso ayuda.

Sin duda ayudaba, porque mi admiración se disolvió como si alguien me hubiese volcado en la cabeza aquella jarra de agua helada.

Cuando nos acercábamos al mostrador de la entrada, un hombre treintañero con una sonrisa de oreja a oreja a punto estuvo de tropezar con otro empleado con la prisa por salir de detrás del escritorio. Corrió hacia nosotros como si hubiéramos infringido las normas de seguridad, cosa que probablemente habíamos hecho.

– Señor Cortez -dijo cerrándonos el paso-. Bienvenido, señor. Es un placer verlo.

Lucas murmuró un saludo y me indicó con el codo que me echara hacia la izquierda. El hombre se afanó detrás de nosotros.

– ¿Puedo llamar a alguien, señor?

– No, gracias -dijo Lucas, caminando todavía.

– Voy a llamar al ascensor. Está lento hoy. ¿Puedo traerles un vaso de agua con hielo mientras esperan?

– No, gracias.

El hombre corrió delante de nosotros hacia un ascensor identificado con la leyenda «PRIVADO». Cuando Lucas alcanzó el panel de números, el empleado se le adelantó y tecleó un código. El ascensor llegó y entramos en él.

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