Percibo una presencia masculina -murmuró Jaime, arreglándoselas de alguna manera para andar y hablar con los ojos cerrados. Se dirigió hacia la parte trasera del teatro-. Un hombre de unos cincuenta años, puede que de sesenta y pocos o de cuarenta y muchos. Su nombre empieza por M. Es pariente de alguien que se encuentra en este rincón.
Hizo un amplio movimiento con el brazo, abarcando el tercio posterior izquierdo de la sala, y por lo menos a un centenar de personas. Me mordí la lengua para contener un gruñido. Durante la última hora, lo había hecho tan a menudo que probablemente no podría comer durante una semana. Más de una docena de personas del «rincón» al que Jaime había aludido comenzaron a agitar los brazos, y cinco de ellas saltaron poniéndose de pie y bailando en el lugar a causa de su excitación. Maldición, estaba segura de que cualquier persona del público que se esforzara en buscar en sus recuerdos, encontraría a un Mark, o a un Mike, o a un Miguel en su familia que hubiese muerto a mediana edad.
Jaime dirigió la vista al sector que presentaba la concentración mayor de agitadores de manos.
– Su nombre es Michael, pero dice que nadie lo llamó nunca así. Siempre fue Mike, excepto de niño, cuando algunos lo llamaban Mikey.
De repente una anciana dio un grito y se encorvó, pillada a traición por la pena.
– Mikey. Ése es mi Mikey. Mi niño. Yo siempre lo llamaba así.
Una vez más aparté la mirada, llenos los ojos con lágrimas de rabia mientras Jaime se abalanzaba sobre ella como un tiburón que había olido la sangre.
– ¿Es mi Mikey? -preguntó la mujer, a quien apenas se la entendía a causa de las lágrimas.
– Creo que es él -dijo Jaime en voz baja-. Espere…, sí. Dice que es su hijo. Le pide que deje usted de llorar. Está en un buen lugar y es feliz. Quiere que usted lo sepa.
La mujer se secó las lágrimas que corrían por sus mejillas y trató de sonreír.
– Eso es -dijo Jaime-. Ahora quiere que le mencione una fotografía. Dice que usted tiene una fotografía de él a la vista en su casa. ¿Es así?
– Yo… tengo unas cuantas.
– Ah, pero él habla de una determinada. Dice que es la que a él siempre le disgustó. ¿Sabe usted a cuál se refiere?
La anciana sonrió y afirmó con la cabeza.
– Mikey está riéndose -siguió Jaime-. Quiere que la regañe por exhibir esa foto. Quiere que usted la quite y ponga la de él en la boda. ¿Tiene eso sentido para usted?
– Probablemente se refiere a la boda de su sobrina -dijo la mujer-. Ella se casó poco antes de que él muriera.
Jaime miró al espacio con una mirada vaga en los ojos, con la cabeza ligeramente inclinada, como si estuviese escuchando algo que nadie más podía oír. Luego sacudió la cabeza.
– No, se trata de otra fotografía de una boda. Una más antigua. Dice que la busque usted en el álbum y que la encontrará. Ahora, hablando de bodas…
Y así seguía la cosa, de una persona a otra, mientras Jaime manejaba a la multitud, lanzando información «personal» que podía aplicarse prácticamente a cualquier vida: ¿qué padres no exhiben fotografías de sus hijos? ¿Qué persona no tiene fotos que no le agradan? ¿Quién no tiene fotos de bodas en sus álbumes?
Aun en los casos en que se equivocaba, era lo suficientemente perceptiva como para leer la confusión en el rostro de la persona a la que hablaba antes de que pudiese decir nada, y entonces retrocedía y «se corregía». En las escasísimas ocasiones en que la pifiaba por completo, le decía a la persona en cuestión «Váyase a casa y reflexione sobre ello; seguro que le viene a la cabeza», como si fuese la memoria de ella la que fallaba y no la suya.
Esta Jaime podía ser verdaderamente una nigromante, pero no estaba usando sus capacidades en ese momento. Como yo ya le había dicho a Savannah, nadie -ni siquiera un nigromante- podía «llamar a los muertos» así como así. Lo que Jaime Vegas hacía era un engaño psicológico, no muy diferente del que hacen los falsos médiums que les dicen a las muchachas jóvenes: «Veo campanas de boda en tu futuro». Como yo había perdido a mi madre el año anterior comprendía por qué estaban allí todas aquellas personas, el vacío que pugnaban por llenar. Que un nigromante sacara provecho de esa pena con falsos mensajes del más allá…, bueno, era algo que no convertía a Jaime Vegas en alguien con quien yo quisiese trabajar.
El camerino olía a funeraria. Era lo apropiado, supongo. Busqué dónde sentarme y encontré una silla debajo de un ramo de dos docenas de rosas negras. No sabía que hubiera rosas negras.
J. D. me había escoltado hasta ese lugar después de que me rescatara su asistente, que había estado murmurando algo acerca de un hombre que se negaba a abandonar su asiento hasta que Jaime estableciera contacto con su madre muerta.
Después de desplazar las rosas, traté de llamar nuevamente a Lucas. Seguía sin haber respuesta. Sospeché que evitaba mis llamadas. Maldito identificador de llamadas. Estaba llamando a casa para ver si había mensajes cuando se abrió la puerta e hizo su entrada Jaime.
– Paige, ¿verdad?-dijo, tragando aire. Habían desaparecido las gafas, y los rizos sueltos que en el escenario se veían tan cuidadosamente dispuestos, le colgaban ahora empapados de sudor por el cuello y la cara-. Por favor, dime que eres Paige.
– Eeeh, sí…
– ¡Oh, gracias a Dios! Venía corriendo para aquí y de repente pensé: ¿y si no era ella? ¿Y si había estado guiñándole el ojo a una desconocida e invitándola a encontrarse conmigo en el camerino, que es justamente lo que me hace falta? Yo ya tengo un lugar asegurado en los periódicos sensacionalistas sin necesidad de eso. De modo que Paige…
Se detuvo y miró a su alrededor; luego abrió la puerta y gritó:
– ¡Hola! ¿No había pedido…?
De detrás de la puerta apareció, flotando en el aire, una bandeja. Cabía presumir que había algún lacayo que la sostenía, o por lo menos así lo esperaba. Con los nigromantes nunca se puede estar seguro.
Cogió la bandeja y levantó después la botella de whisky.
– ¿Pero qué me están haciendo? He dicho que nada de alcohol esta noche. Tengo un compromiso. Ni alcohol ni cafeína. Como si no estuviera ya dándome contra las paredes. -Miró la botella con deseo, luego cerró los ojos y alargando el brazo la sacó por la puerta-. Llévatela, por favor.
La botella desapareció detrás de la puerta.
– Y trae más Gatorade. El azul. Nada de esa porquería de color naranja. -Cerró la puerta, cogió una toalla y se secó la cara-. Muy bien, ¿dónde estábamos?
– Yo…
– Ah, sí. Así que estaba pensando ¿y si no era ella? Yo esperaba a la bruja. Bueno, quizás no la esperaba, pero deseaba que llegara, ¿sabes? Lucas me llamó y me dijo que enviaba a alguien, a una mujer, y yo pensé: «¡Oh, Dios mío, a lo mejor es la bruja!».
– ¿La…?
– ¿No conoces esa historia? -continuó Jaime, con la voz alterada por el vestido que estaba quitándose por la cabeza-. ¿Sobre Lucas y la bruja? Personalmente, no lo veo.
– ¿Te refieres a que Lucas salga con una bruja? Bueno…
– No, a que Lucas salga con alguien. Punto. -Jaime se quitó el sujetador-. No pretendo ofenderlo, de verdad. Es un tipo estupendo. Pero se trata de una de esas personas de las que uno no imagina que tengan vida social. Como los maestros del colegio. Los ves fuera de la clase, y alucinas.
Una vez quitadas las medias, Jaime procedió a extenderse crema limpiadora en la cara, mientras continuaba hablando.
– He oído que es una obsesa de los ordenadores. Probablemente se trata de una muchacha flaca, con grandes gafas y dientes salientes que se asusta de su propia sombra. Una típica bruja. Me imagino a Lucas liándose con una chica como…
– Yo soy la bruja -dije.
Jaime dejó de limpiarse la cara y me miró.
– ¿Qué…?
– La bruja. La novia de Lucas. Que soy yo.
Ella dio un respingo.
– Oh, mierda.
La puerta se entreabrió y se oyó la voz de J. D.
– Tengo un incendio que apagar, Jaime. Requiere tu toque especial.
– Aguárdame un momento, ¿vale? -me dijo, poniéndose una bata-. Vuelvo enseguida.
– Hola, soy yo -dije, pasándome el móvil a la otra oreja-. ¿Está tu padre?
– Paige, qué alegría oírte -respondió Adam-. Estoy estupendamente. Me fue muy bien en los exámenes cuatrimestrales. Gracias por preguntar.
– Perdóname -me disculpé-. Pero es que estoy en un apuro…
Se oyó el chirrido de un taladro fuera del camerino.
– ¡Madre mía! ¿A quién estás matando?
– Creo que están desmantelando el escenario -contesté-. ¿Está Robert…?
– Ha salido con mamá. ¿Qué escenario? ¿Dónde estás?
– En Miami. Y, antes de que me preguntes, estoy aquí buscando a un nigromante. He encontrado a una, pero no es completamente… adecuada, de modo que tenía la esperanza de que Robert pudiera ponerme en contacto con algún otro de esta zona.
– ¿Para qué quieres a un nigromante? -Hubo una pausa, y luego su voz bajó de tono-. ¿No estarás pensando en…, bueno…, con tu madre? No creo que te convenga, Paige. Sé que todavía estás…
– Ten un poco más de confianza en mí. No estoy tratando de llamar a mi madre. Es para un caso.
– ¿Estás trabajando en un caso y no me has llamado?
– Acabo de hacerlo.
Otro alarido mecánico de los que taladran el oído, seguido de gritos y rechiflas.
– Suena como una fiesta -dijo Adam-. ¿Has mencionado un escenario? ¿Dónde estás? ¿En un club de striptease?
– Algo parecido, en realidad. Acabo de ver una actuación de strip. Aunque del género equivocado. Ahora, dime…
– Oh, oh, no vas largar eso del striptease sin una explicación. ¿Qué demonios estás haciendo, buscando a un nigromante en un club de strippers?
– No es un club de strippers, es un teatro. ¿Has oído hablar de Jaime Vegas?
– La… -Soltó una carcajada-. ¿Hablas en serio? ¿Jaime Vegas es una nigromante? No puedo creer que la gente vea esa mierda. ¿Así que es real?
– En… cierto modo.
– Ay, Dios. Es muy mala, ¿no?
– Digamos que el espectáculo le sienta bien.
– Eh, vamos, no te hagas la buena. No estás hablando con Lucas. ¿Cómo es?
– Está más loca que una cabra.
Otra ruidosa carcajada.
– Vaya, ojalá estuviera allí. Bueno, acerca de ese caso… ¿Has cambiado de opinión sobre trabajar con Lucas?
– Yo nunca dije que no fuera a trabajar…
– Claro que lo dijiste. Cuando estuve en Portland el mes pasado. Lucas estaba hablando sobre el caso de ese Igneus, y yo insinué que tal vez tú podrías ayudarlo, y dijiste…
– Esto es sólo temporal. Él está ocupado, así que lo sustituyo.
Jaime entró en la habitación. Levanté un dedo. Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza, tomó un Gatorade, y se apoyó en el borde del tocador.
Adam continuó:
– Si está ocupado, eso significa que necesitas un socio, yo podría…
– Estoy bien. Tú tienes tus estudios.
– No, durante los próximos cuatro días, no -se apresuró a contestar Adam-. No tengo clases hasta el martes. No tengo más que…
– Quédate. Si te necesito, te llamaré. Mientras tanto ¿puedes preguntarle a Robert sobre algún ni… -eché una mirada a Jaime-…esa lista? Es bastante urgente.
– Lo haré si me prometes que me volverás a llamar para darme todos los detalles.
– Te llamaré mañana a primera hora. A la hora en que te despiertas. ¿Digamos a mediodía?
– Muy graciosa. Me levanto a las diez. Llámame esta noche. Aquí son sólo las siete, acuérdate.
Le dije que sí, colgué y me volví hacia Jaime.
– Discúlpame. No sabía cuánto tardarías. -Guardé el móvil en el bolso y me lo colgué en el hombro-. Mira, estoy segura de que el momento es inoportuno para ti, justo después de una función agotadora, y todo eso. Aprecio mucho que te hayas tomado tiempo para verme, y el show fue… muy bueno. Pero no tienes por qué molestarte conmigo. Cualquiera que sea el favor que le debes a Lucas considéralo devuelto. -Caminé de espaldas hacia la puerta y agarré el picaporte-. De cualquier manera, me ha encantado conocerte, Jaime, y te deseo lo mejor…
– Siento mucho lo que dije. Sé que he metido la pata. Después de cada función me quedo tan trastornada, que sencillamente… no acierto a pensar.
– No pasa nada. Yo…
– Quiero decir que, mierda, no puedo creer que no me diera cuenta de quién eras en el minuto mismo en que Lucas me dijo tu nombre. Yo conocía a tu madre. No personalmente, pero sabía quién era, y luego supe de ti y de la hija de Eve la primavera pasada, de modo que realmente tendría que haber sumado dos más dos, pero cuando hago una función, mi mente se pierde y… -Una sonrisa amarga-. Y hablo y hablo, sin sentido, te habrás dado cuenta, ¿verdad?
– Está bien. Es obvio que estás ocupada y que no te viene bien esto, de modo que no te preocupes. Tengo otros nigromantes a quienes puedo llamar.
Comenzó a cepillarse el pelo.
– Mejores nigromantes.
– No tengo idea de si son mejores. Nunca he trabajado contigo.
Me miró, como si la hubiera sorprendido que no le hubiese hecho una falsa alabanza.
Continué:
– Digo simplemente que es probable que el momento no sea…
– Me necesitas para entrar en contacto con una niña en coma. Así de sencillo. Son las diez de la noche, y no vas a encontrar a nadie que lo haga antes de mañana. Bien podrías darme una oportunidad, permitirme que le devuelva a Lucas su favor.
¿Qué podía responder a eso? Pasar las dos horas siguientes con la Diva de los Muertos no era exactamente la idea que yo tenía de la diversión, pero ya parecía más tranquila, como si la excitación de la función se le hubiese pasado. Tal vez las cosas no salieran tan mal después de todo, o eso me decía a mí misma mientras ella se quitaba la bata y buscaba algo que ponerse.