Cuando Lucas abrió la puerta que llevaba a la sala de espera, nos envolvió una oleada de conversaciones apropiadamente discreta. De repente se interrumpió, y todas las cabezas se giraron para vernos entrar. Había por lo menos una docena de hombres, de edades que iban desde la adolescencia hasta la más que mediana edad, todos vestidos con trajes que habrían pagado el alquiler de nuestro apartamento por lo menos durante tres meses, y todos ellos hechiceros. Me recordó el día en que yo entré en el club de informática del instituto, que hasta entonces había estado integrado únicamente por varones. Bastó un solo paso por esa puerta para que las gélidas miradas casi me dejaran congelada en el sitio.
Lucas, que ahora se sentía más en su salsa, echó un simple vistazo a la sala, inclinó la cabeza para saludar una o dos veces, después me rodeó la cintura y me condujo a través del grupo.
Un hombre erguido y de cabello plateado que parecía tener ya más de setenta años nos salió al paso. Me fijé en el brazalete negro que llevaba en una de las mangas de su traje.
– ¿Qué crees que estás haciendo? -preguntó entre dientes-. ¿Cómo te atreves a traerla aquí?
– Paige, Thomas Nast, CEO de la Camarilla Nast. Thomas, Paige Winterbourne.
Thomas Nast. Volví a mirar el brazalete que llevaba en la manga. Era por su hijo Kristof. Ese hombre era el abuelo de Savannah.
– Sé perfectamente quién es, tú… -Se tragó la palabra con un audible golpe de los dientes-. Esto es una bofetada en el rostro de mi familia y no voy a tolerarlo.
Lucas sostuvo la mirada irritada del anciano con firmeza.
– Si usted se refiere a los acontecimientos que condujeron a la muerte de su hijo, permítame señalarle que fue su familia la que instigó el asunto. Al tratar de asegurarse la custodia de una manera tan poco convencional, Kristof infringió las normas de las camarillas.
– Mi hijo está muerto. No te atrevas a sugerir…
– No estoy sugiriendo nada. Estoy mencionando hechos. La escalada de acontecimientos que condujo a la muerte de Kristof fue provocada enteramente por él mismo. En cuanto a su muerte propiamente dicha, Paige no desempeñó en ella papel alguno. Si hubiese habido cualquier prueba de lo contrario, usted la habría sacado a luz en la investigación que se hizo este verano. Ahora, si nos disculpa…
– No va a sentarse en nuestro tribunal…
– Si no fuera por ella, ninguno de nosotros se sentaría en este tribunal. Buenos días, señor.
Lucas me guió, rodeando a Nast, y cruzamos el siguiente conjunto de puertas.
La sala del tribunal tenía capacidad para que asistieran unas cincuenta personas, las más eminentes, y estaba medio llena cuando entramos. Cuando Lucas buscaba unos buenos asientos, se abrió una puerta que se hallaba al frente de la sala y por ella apareció Benicio, caminando hacia nosotros. Lo oportuno del hecho era demasiado perfecto como para que se tratase de una coincidencia. Había estado esperándonos. ¿Por qué, entonces, no se reunió con nosotros en la otra sala para escoltarnos por el camino espinoso de las camarillas? Porque sabía lo que hacía. Lucas no habría apreciado que su padre lo protegiera de Thomas Nast y los otros, por la misma razón por la que Lucas se negó a entrar solapadamente por la puerta trasera. Lucas elegía su camino, muy literalmente, y aceptaba las consecuencias de esa elección.
Benicio captó la mirada de Lucas y le hizo una seña indicándole una fila vacía que estaba justamente detrás del banco de la parte acusadora. Cuando Lucas aceptó con un movimiento de cabeza, un destello de sorpresa cruzó el rostro de Benicio. Se detuvo en el extremo del pasillo, como si no estuviese del todo seguro de que Lucas fuera realmente a sentarse junto a él. Caminamos hasta el frente y yo pasé primero, dejando que Lucas me siguiera, para que pudiese sentarse junto a su padre.
– Me alegro de verte, Paige -dijo Benicio, inclinándose ante Lucas mientras nos sentábamos-. Y de que puedas estar con nosotros. Da la impresión de que estás recuperándote rápidamente.
– No tanto como a ella le gustaría -dijo Lucas-. Pero está bien.
– El día puede ser largo -dijo Benicio, y yo me preparé para la considerada «sugerencia» de que evitara el juicio-. Si necesitas algo, un cojín, una bebida fresca, no tienes más que hacérmelo saber.
En el momento en que yo movía la cabeza para expresar mi agradecimiento, se abrieron nuevamente las puertas del frente y entró Griffin, acompañado por Troy y un hombre a quien no reconocí, aunque sospeché, por su tamaño, que era otro guardia. Troy condujo a Griffin a nuestra fila, donde Benicio se puso de pie y le dejó paso para que se sentara con nosotros. Troy y el otro guardia tomaron asiento en los extremos opuestos de nuestra fila.
Mientras Lucas y yo hablábamos con Griffin, ambas puertas del frente se abrieron casi simultáneamente. Por una de ellas, Weber entró dando traspiés, parpadeando ante la vista del poblado salón del tribunal. Iba vestido con camisa y pantalones corrientes. Aunque no estaba esposado ni encadenado llevaba una mordaza en la boca. Esto puede parecer cruel, pero el poder de un druida estriba en la capacidad para invocar a sus deidades, de modo que la mordaza era una precaución comprensible.
Mientras los guardias llevaban a Weber a su asiento, tres hombres de unos sesenta y tantos años entraron por la otra puerta del frente. Los jueces. La noche anterior Lucas me había explicado los aspectos básicos del sistema de justicia de las camarillas. Los casos no se presentan ante un único juez, ni ante un jurado, sino ante un panel de tres jueces, y el voto de la mayoría es el que prevalece. Los jueces ejercen durante un período de cinco años y las cuatro camarillas utilizan al mismo grupo de tres, como si se tratara de un tribunal superior. Los jueces -siempre hechiceros, y por consiguiente, siempre varones- son seleccionados por una comisión intracamarillas. Son abogados que se acercan al final de sus carreras, y se les paga con generosidad durante el término de su ejercicio, lo que significa que pueden retirarse al finalizar el mismo, de modo que no dependen de las camarillas para empleos posteriores. El cincuenta por ciento de sus honorarios se retiene hasta que completan su período, y cualquier juez a quien se encuentre culpable de aceptar sobornos o de comprometer de alguna otra manera su cargo, pierde esa porción. Todo esto apunta a hacer que los jueces sean todo lo imparciales que sea posible. ¿Es un sistema perfecto? Por supuesto que no. Pero para reconocerles a las camarillas sus méritos, es preciso decir que han adoptado pasos razonables para asegurar un sistema equitativo de justicia.
Para que los juicios sean breves, se atienen, en todos los aspectos, a lo esencial. Las argumentaciones de apertura y cierre se limitan a diez minutos cada una. La carencia de un jurado significa que hay menor necesidad de explicar en detalle cada paso que se sigue. Los testigos expertos se permiten sólo cuando es necesario: por ejemplo, no se permiten doctores mercenarios a los que se paga para que expliquen que la identificación por ADN es científicamente dudosa. Y ni siquiera los testigos corrientes necesitan pasar por el banquillo. Los que no son esenciales, como Jaime, registran sus declaraciones de antemano y responden después a las preguntas planteadas por cada una de las partes.
Las interrupciones son tan breves como la sesión misma, con un solo receso matutino de quince minutos. Para entonces yo estaba sintiendo ya los efectos de mi apurada recuperación. Lucas insistía en que tomara calmantes, y tuve que darle la razón. Sin ellos a mediodía ya habría estado fuera de combate. Incluso con ellos, digamos que no fue la mañana más cómoda que he pasado en mi vida. Para llegar al final me concentré en prestar atención y en tomar abundantes notas. Lucas y yo compartimos un bloc de estenografía, que pasaba de una mano a la otra y en el que registrábamos los puntos pertinentes, comentando las notas de cada uno e intercambiando comentarios escritos sobre el avance del juicio.
A la hora del almuerzo, un servicio de comidas distribuyó bandejas con sandwiches y dispusimos de treinta minutos para comer de pie en el vestíbulo. Benicio comió con nosotros, y los tres nos arreglamos para mantener una conversación razonablemente normal. Benicio sólo cometió un error, cuando sugirió que lo acompañáramos a la hora de la cena la noche siguiente…, cena en la que también estarían tres prominentes accionistas extranjeros que casualmente se hallaban en la ciudad. Lucas recibió la propuesta con la amable advertencia de que, al ritmo al que avanzaba el juicio, probablemente estaríamos ocupados preparando la apelación de Weber.
Después del almuerzo Lucas llamó al hotel en el que nos habíamos hospedado anteriormente. La habitación que habíamos ocupado se hallaba todavía libre y el gerente nos la ofreció al mismo precio. Cuando Benicio oyó nuestros planes llamó por teléfono a la clínica Marsh y dispuso que todas nuestras pertenencias fuesen trasladadas al hotel, de modo que yo pudiera ir directamente a éste y descansar después del juicio. Una actitud considerada, por otra parte tan sólo la última entre tantas otras, cosa que me llevó a admitir que tal vez Lucas hubiera heredado de Benicio algo más que su natural talento para la mentira.
El juicio no marchaba bien. A Weber lo defendía su propio abogado. Cuando me enteré de ello, me sentí aliviada. No obstante, a medida que el juicio avanzaba, pensé que ojalá hubiese permitido que las camarillas le asignaran un abogado. Por más que me desagradara otorgarles crédito, no veía nada gravemente injusto en su sistema, y si ellas le hubiesen proporcionado a Weber su defensa, estoy segura de que habría tenido una representación competente, mejor que la que tenía ahora.
Había dos modos de llevar este caso. Uno: acentuar la naturaleza circunstancial de la prueba. Dos: aducir demencia. El abogado de Weber eligió ambas vías. Y esto planteaba un problema. La primera posición dice que Weber no lo hizo. La segunda dice que lo hizo, pero que no es posible responsabilizarlo de ello. La utilización de ambas argumentaciones dice que efectivamente asesinó a esos adolescentes, pero que no es posible probarlo, y que, en cualquier caso, estaba loco, pero no lo suficiente como para dejar pruebas de peso.
A las seis de la tarde, los abogados presentaron sus alegatos finales. A las seis y veinte los jueces se retiraron para deliberar. A las seis y treinta volvieron con un veredicto.
Culpable.
La sentencia: muerte.
A Weber, aunque no lo sorprendió, le entró el pánico, y hubo que sacarlo de la sala a la fuerza, mientras gritaba invocaciones confusas a través de su mordaza.
Mientras unos de los jueces decía algunas palabras finales, tomé el bloc y dibujé un signo de interrogación, ante lo cual Lucas escribió «Nada cambia». No habíamos oído prueba alguna que sirviera para condenar o eximir a Weber, y ninguna de nuestras dudas había sido eliminada. De modo que seguiríamos adelante con la apelación.
El juez dio las gracias a los testigos y a los abogados y se levantó la sesión. Benicio se inclinó, susurró que volvería enseguida y nos pidió que esperáramos. Acompañó entonces a Griffin al frente de la sala del tribunal. Los otros guardias lo siguieron, pero Troy permaneció en su puesto en nuestra fila. Benicio, Griffin y el otro guardia caminaron hacia la puerta a través de la cual Weber acababa de ser retirado. Griffin antes de atravesarla se dio la vuelta, captó nuestra atención, y formuló con los gestos de la boca un «Gracias». Y desaparecieron.
– Debes de estar agotada -dijo Lucas, entregándome el bolso, que acababa de levantar del suelo.
– Estoy bien -respondí-. ¿Es necesario que planteemos la apelación hoy mismo?
Lucas negó con la cabeza.
– Le diré a mi padre que nos proponemos continuar y él les transmitirá el mensaje a las camarillas. Hoy descansaremos y trataremos de olvidarnos del asunto.
Levanté la vista y vi a Benicio, que entraba nuevamente en la sala del tribunal, acompañado por su nuevo guardia.
– Allí está -dije-. Ha sido rápido.
– Bien -dijo Lucas-. Antes se ofreció para llevarnos al hotel, y si no te parece mal, me agradaría aceptarlo. Así podemos comunicarle nuestros planes de apelación por el camino, en lugar de retrasar nuestra partida haciéndolo ahora.
– Si de esa manera llego más pronto a una cama, no tengo objeciones.
Lucas levantó los ojos hacia Benicio mientras éste se aproximaba por el pasillo.
– Paige y yo querríamos… -se interrumpió-. ¿Qué es lo que pasa, papá?
Benicio movió la cabeza de lado a lado.
– Nada. ¿Decías?
Lucas observó el rostro de su padre. En un principio, no vi señal alguna de que algo marchara mal. Y entonces, lo advertí, la ligera inclinación de la cabeza de Benicio que hacía que no mirara directamente a los ojos de Lucas mientras le hablaba.
– Estoy seguro de que Paige está deseando salir de aquí -dijo Benicio-. ¿Por qué no…?
Una tos. Miramos en esa dirección y vimos a William y a Carlos, que estaban de pie a mi otro lado.
– Thomas Nast quiere hablar contigo, padre -dijo William.
Benicio, con un movimiento de la mano, le indicó que se fuera. William frunció los labios.
– Te esperamos en el coche, papá -dijo Lucas-. Podemos discutir la apelación en el camino.
– ¿Apelación? -preguntó Carlos-. ¿Para quién?
– Para Everett Weber, por supuesto.
Carlos se echó a reír.
– Vaya, hermanito, no sabía que te dedicaras a la nigromancia.
Los ojos de Lucas se dirigieron, cortantes, a su padre. Benicio se pasó la mano por la boca.
– No lo saben, ¿verdad? -dijo William, mientras sus labios se abrían en una sonrisa presuntuosa.
– ¿Saber qué? -preguntó Lucas, con la mirada siempre fija en los ojos de Benicio.
– Lo de la sentencia de muerte -respondió Carlos-. Firmada, cerrada y ejecutada.
Parpadeé.
– ¿Queréis decir…?
– Everett Weber ya está muerto -dijo William-. Si tenía que hacerse justicia, había que hacerla con rapidez. Nuestro padre y los otros CEOs llegaron a este acuerdo antes de que comenzara el juicio.
Lucas se volvió hacia Benicio.
– ¿Antes de que comenzara el juicio…?
– Por supuesto -replicó William-. ¿Crees acaso que te permitiría ponernos a todos en ridículo tratando de liberar a un asesino de criaturas? Nunca puedes dejarnos en paz, ¿verdad, Lucas? Salvar a los inocentes, salvar a los culpables, qué más da, mientras te sirva para atacar a las camarillas. Gracias a Dios nuestro padre no les dijo, antes del juicio, que querías una audiencia, o sabe Dios la que se habría armado.
Lucas miró a su padre, esperando que negara algo de todo aquello. Benicio bajó la vista. Me puse de pie. Lucas miró a Benicio por última vez, y luego me siguió por el pasillo.
Fuimos pasando entre grupos de hechiceros y nos dirigimos al aparcamiento. Allí había otros grupos de hombres de las camarillas, fumando un cigarrillo o tomando un poco del sol de Miami antes de volar a sus lugares de origen. Mientras pasábamos junto a un grupo, un hombre joven atrajo mi mirada. Alcancé a ver un par de grandes ojos azules y tuve la sensación de que lo conocía. Acorté el paso, pero Lucas no lo hizo, puesta su atención en otra parte, y yo me apresuré a seguirlo.
Cruzamos, en silencio, el aparcamiento, lleno de gente. Según íbamos andando, yo trataba de salir de mi estupor y pensar con claridad. Era probable que Weber fuese culpable, de modo que su ejecución, si bien innecesariamente rápida, podía estar justificada. Tal vez aún podríamos hablar con él, a través de un nigromante, y asegurarnos de que realmente era el asesino. Mientras yo me preguntaba si debía o no mencionarle ya a Lucas todo esto, una voz nos detuvo.
– ¿Lucas? Espera un momento.
Me puse tensa y, al darme la vuelta, vi que un hombre joven se dirigía a largos pasos hacia nosotros. Alto y delgaducho, uno o dos años más joven que yo, de pelo rubio atado atrás con una banda elástica y con unos maravillosos ojazos azules. Al ver esos ojos mi corazón dio un brinco. Era un hechicero, sin duda, pero era más que eso. Éste era el mismo joven cuya mirada se había encontrado con la mía hacía apenas un momento, y que ahora advertía que no había reconocido, aunque debería haberlo hecho. Entonces me fijé en el brazalete negro y comprendí. Me recordaba a Kristof Nast. Los ojos de Kristof. Los ojos de Savannah.
Unos pocos pasos detrás de él se hallaba otro joven, de dieciocho o diecinueve años, que también llevaba un brazalete. Me miró con el ceño fruncido y luego desvió la mirada.
– Hola, Lucas. -El primer joven se detuvo y alargó la mano-. Me alegra verte.
– Sean, hola -dijo Lucas distraído, con la mirada en otra parte.
– Hiciste un buen trabajo capturando a ese loco. Por supuesto nadie va a mandarte una tarjeta de agradecimiento, pero la mayoría de nosotros lo valoramos.
– Sí, bueno…
Lucas se volvió hacia la calle, claramente ansioso por marcharse, pero el joven no se retiró. Sus ojos se dirigieron a mí y luego miraron otra vez a Lucas. Lucas siguió el camino de sus miradas y después pestañeó.
– Ah, sí, claro. Paige, te presento a Sean Nast. El hijo de Kristof.
– Y ése… -Sean se volvió hacia su renuente compañero y le hizo un gesto para que se acercara, pero el muchacho más joven mantuvo el entrecejo fruncido y se puso a arrastrar los zapatos en el pavimento-. Mi hermano, Bryce.
Éstos eran los hermanastros de Savannah. Con rapidez alargué la mano. Sean me la estrechó.
– Éste no es el mejor lugar -dijo-. Y sé que tenéis prisa, pero vamos a estar en la ciudad algunos días más y hemos pensado que quizás…
– ¿Sean?
Sean echó una mirada en dirección a su hermano.
– Vale, vale, yo había pensado que tal vez…
– ¡Sean!
– ¿Qué? -Sean giró sobre sus talones y enseguida abrió los ojos de par en par.
Cuando me di la vuelta, vi la chaqueta de un traje tirada sobre el capó de un automóvil. Alguien ansioso por despojarse de las vestimentas formales. Entonces vi pantalones, y zapatos, y una mano que salía de la manga de la chaqueta. Gotas rojas goteaban de los dedos estirados y sobre el foco izquierdo del coche, dejando una huella brillante antes de caer en el pequeño charco de sangre que allí abajo se formaba.