Llamé a Cassandra desde el teléfono de la habitación del hotel. Esto resultaba un poco indiscreto, y normalmente habría sido más cauta, pero llamar desde el hotel era la mejor manera de asegurar que contestara. Cassandra era una deesas personas que usan una especie de pantalla telefónica, y no se contentaba con hacer oídos sordos a las llamadas de personas desconocidas. Casi siempre dejaba que el aparato registrara la llamada, y luego llamaba ella si le parecía bien. La única manera de persuadirla para que contestara era picándole la curiosidad. Y eso era lo que podía hacer una llamada desde un hotel de Miami.
Cassandra respondió al segundo tono.
– Soy Paige -dije.
La línea permaneció en silencio y yo percibía a través de ella el disgusto de Cassandra. Pero, salvo desconectar accidentalmente el cable telefónico, poco era lo que podía hacer. Bueno, podía colgar pero eso habría sido grosero, y Cassandra nunca quería ser grosera.
– ¿Qué problema hay, Paige? -preguntó, con una voz de la que se desprendían trocitos de hielo.
– Quería hacerte una pregunta…
– Oh, por supuesto. ¿Por qué otro motivo ibas a llamar? ¿Para charlar, para saludar? Seguro que no. Bastante presuntuoso de tu parte, Paige, venir a pedir favores después de lo que me has hecho con Elena.
– Yo no he hecho…
– No sé lo que le habrás dicho de mí, pero te aseguro que voy a aclarar las cosas con ella. Comprendo que te sientas amenazada en tu amistad con ella, pero…
– Cassandra -dije con voz seca-. No le he dicho nada a Elena sobre ti. ¿Por qué habría de hacerlo? Si no contesta tus llamadas, te sugiero que le preguntes por qué no lo hace. O, mejor, que te lo preguntes a ti misma.
– ¿Qué se supone que…
– No tiene nada que ver conmigo, eso es lo único que te digo. Créeme, tengo cosas mejores que hacer que sabotear tus amistades. Los mundos de los demás no giran alrededor del tuyo, Cassandra.
– ¿Me has llamado para insultarme, Paige?
– No, he llamado para saber cómo estás.
– Muy gracioso.
– No, te lo digo en serio. Estoy en medio de una investigación de asesinato y ha surgido tu nombre…
– Ah, y tú sospechas de mí, ¿no es cierto? Qué… atenta.
– No, no sospecho de ti. -Lo dije apretando los dientes. A veces, mantener una conversación con Cassandra era como remar contracorriente en medio de un huracán-. Las víctimas tenían toda la sangre y estoy segura de que tú no despreciarías una comida gratis. Te llamo porque ha aparecido tu nombre, de modo que me preocupé. ¿No ha habido nada anormal por ahí?
– ¿Estás diciendo que estoy en peligro? ¿Cuánto tiempo has tardado en dignarte a llamarme desde que lo sabes?
– Dos minutos aproximadamente.
Se produjo una pausa, mientras se le ocurría algún modo de transformar mi preocupación en desdén.
– ¿Qué está pasando? -preguntó.
– Una investigación de asesinato, como te he dicho. Ha habido varias muertes…
– ¿Y no se lo has notificado al Consejo?
Conté hasta tres. Al lado de la habitación, Lucas me señaló el minibar. Levanté los ojos hacia arriba.
– No es asunto del Consejo -respondí-. Son asuntos de las camarillas…
– Bueno, entonces es algo que no me concierne, ¿verdad? Las camarillas no tienen nada que ver con los vampiros, de modo que, obviamente, no soy ni sospechosa ni víctima potencial.
– Supongo que no -dije-. Debe de ser un error. Te veré en el próximo Consejo…
– No me despaches con eso, Paige. Si mi nombre ha aparecido en esa investigación, quiero saber más sobre el asunto. ¿Qué es lo que está ocurriendo?
Cerré los ojos con fuerza. Había despertado su curiosidad y ahora no me dejaría retirarme del teléfono sin una explicación completa. Y no tenía tiempo para eso.
– Como tú misma has dicho, debe de ser un error… -empecé a decir.
– No he dicho eso.
– Discúlpame por haberte molestado. Si oigo alguna otra cosa, te lo haré saber. Gracias. Adiós. -Colgué el auricular y me desplomé en el sofá.
– Jesús -dijo Jaime-. Parece un trabajo pesado.
– La próxima vez que tengamos que ponernos en contacto con ella haré un pacto contigo -dije-. Tu espectro por mi vampiro.
– Me parece que me quedaré con mi espectro. Así que parece que quizás el acoso del espíritu no está relacionado con el caso, después de todo. Este espíritu me vio contigo la semana pasada, tú conoces a Cassandra, y él quiere transmitirle un mensaje a ella. Aunque, por lo que he oído, no imagino quién puede querer hablar con ella.
– No es tan mala -dije-. Simplemente no nos llevamos bien.
– Tal vez, pero es una mujer vampiro. Debe de haber un montón de espectros en el otro mundo por su culpa, esperando la hora propicia, esperando a que aparezca. Tal vez sea ése el mensaje: cuando mueras, te vamos a matar…, o algo así. Por supuesto, tendrán que esperar un tiempo muy pero que muy largo.
– No por Cassandra -dije-. Es muy vieja. Probablemente no le queden más de cincuenta años de su garantía de casi inmortalidad.
– Pero eso no importa, ¿no es cierto? Quienesquiera que la estén esperando del otro lado se llevarán una desilusión porque allí no van los vampiros.
Lucas y yo la miramos.
– ¿Ah, no?
– ¡Oh-la-lá, miren eso! La nigromante sabe algo que los chicos listos no saben. Los vampiros ya están muertos, ¿os acordáis? De modo que ¿adónde van los muertos cuando mueren? Buena pregunta. Yo lo único que sé es que no hay vampiros muertos en el mundo de los fantasmas. ¿Mi opinión? Esta es su vida después de la vida. Cuando su tarjeta de tiempo se les agota, ¡puf!, desaparecen. Y ésa es vuestra lección de hoy sobre los no muertos. Ahora ha llegado el momento de volver al trabajo. ¿O me tomo primero un descanso? No hemos almorzado y ya es casi la hora de cenar.
– Vosotros tenéis llamadas que hacer -dije-. Mis únicos contactos son miembros del Consejo, que no saben casi nada sobre los asuntos de las camarillas, de modo que me ocuparé de la cena. ¿Qué os apetece?
– Lo que yo quiero es que te tomes un descanso -dijo Lucas-. Has estado…
– Estoy bien.
– Cuando te vi corriendo por la librería, Paige, estabas tan pálida que bien podrías haber sido el fantasma de Jaime. Y, aunque te parezca que lo estás ocultando muy bien, no creas que no he advertido que te encoges cada vez que te sientas o te pones de pie. En cuanto a la cena… -Cogió su teléfono móvil-. Servicio de habitaciones. Maravillosa invención. Ve a acostarte, por favor.
– Pero yo…
– Paige…
– Las carpetas sobre Joey y Matthew -dije-. Todavía no las hemos leído…
Me dio las carpetas.
– Léelas en la cama, entonces.
Vacilé un momento, y luego cogí las carpetas y los dejé con sus llamadas telefónicas.
Me dormí leyendo las carpetas y no me desperté hasta pasadas las nueve. Lucas, que había sospechado que iba a quedarme dormida, me había pedido un sandwich y una ensalada un poco antes de que me despertara. También me había desnudado, suponiendo probablemente que no iba a despertarme hasta el día siguiente. Cuando me levanté, pensé en volver a vestirme, pero me pareció un esfuerzo innecesario, de modo que me puse tan sólo mi kimono, que es bastante decoroso. Al fin y al cabo a Jaime la había visto con menos ropa.
Jaime había reservado la habitación contigua, y estaba en ella terminando de hacer sus llamadas, pero cuando me desperté, pasó a la nuestra para informarme. Tanto ella como Lucas habían sondeado a sus contactos y no habían encontrado a nadie que hubiese oído ni el más vago rumor siquiera acerca de un sobrenatural que viviese en Ohio y que hubiese tenido relación o problemas con las camarillas recientemente. Ni siquiera Raoul había sido de ayuda. Lucas estaba decepcionado, pero no sorprendido. Cuando se vive tan lejos de la red de las camarillas, era improbable que se tuviese la oportunidad de coincidir con ellas.
Sabiendo que la conexión Cincinnati podía ser una pista falsa, Lucas y Jaime habían ampliado el círculo a cualquier sobrenatural que hubiese estado en el punto de mira de las camarillas durante los últimos dos años. Eso condujo a una lista de veinte nombres, más una docena de promesas de volver a llamar con más información. Entre esos nombres, sin embargo, ninguno de nosotros veía a nadie cuya frustración con las camarillas fuese tan grande como para lanzarse a una serie de asesinatos. Las quejas más frecuentes se referían a que las camarillas les habían negado un empleo o a que habían sido molestados porque ellos habían rehusado empleos ofrecidos por las camarillas. Nadie mataría a adolescentes por algo así. Esperábamos que cuando los otros contactos llamaran con sus listas, viéramos posibilidades más verosímiles.
– ¿Y hasta entonces? -pregunté-. No he visto mucho en las carpetas sobre el escenario de los crímenes, pero probablemente deberíamos revisarlas juntos. Voy a buscar…
Lucas me puso una mano en la rodilla, para contenerme.
– Mañana. Por hoy, ya hemos hecho suficiente y creo que nos hemos ganado una o dos horas de respiro.
– Podríamos pedir una película -dijo Jaime.
No dije nada, pero Lucas captó mi expresión de escaso entusiasmo. Se puso de pie, cruzó la habitación y sacó de su maleta el tubo que contenía el rollo. Cuando me miró, sonreí. Me volví hacia Jaime.
– ¿Te molestaría que no viéramos la película? Tengo el cerebro un poco adormilado todavía, y realmente necesito una distracción más activa. Lucas y yo tenemos un hechizo que estamos ansiosos de practicar.
– ¿Practicar un hechizo? -dijo-. A mí eso me suena a trabajo.
Sonreí.
– En absoluto, y menos cuando se trata de un hechizo nuevo. Nunca se tienen demasiados hechizos.
Jaime se echó a reír.
– Pero qué aplicados sois. Y qué listos. ¿Qué es entonces lo que hace vuestro nuevo hechizo?
– Baja cinco o seis grados la temperatura corporal del objetivo, induciendo una hipotermia moderada.
Jaime miró a Lucas, y luego a mí.
– Ajá. Muy bien, pero tengo que preguntaros: ¿para qué demonios necesitáis semejante hechizo?
– Ambos tenemos un número limitado de hechizos letales.
– ¿Y… qué hay de malo en ello?
– Puede ser. No te preocupes. Ambos somos muy responsables. Nunca usaríamos mal nuestro poder. Ah, oye, si no te molesta quedarte un poco más, podríamos trabajar con un objetivo.
– ¿Un objetivo?
– Bueno, sin un objetivo no podemos saber con seguridad si el hechizo funciona bien.
Jaime se puso de pie.
– Creo que me llama mi televisor. Que os lo paséis bien.
– Lo haremos.
Lucas esperó que Jaime se retirara, y luego se sentó junto a mí.
– Al fin solos -murmuró.
Le saqué el rollo, lo desenrollé y lo leí.
– Bueno, ¿cómo vamos a hacerlo? ¿Lanzamos directamente el hechizo? ¿O nos divertimos y jugamos?
– ¿Hace falta que lo preguntes? Pero la decisión debería ser tuya, en realidad. Si estás muy cansada, o dolorida…
– Oh, me siento muy bien. -Sonreí-. Lo bastante bien, en cualquier caso. ¿Lanzamiento de hechizos con desnudo te parece bien?
– Más que bien. -Miró mi kimono-. Aunque da la impresión de que partes con desventaja.
– ¿Alguna objeción por tu parte?
Sonrió lentamente mientras me atraía hacia sí.
– En absoluto.
No conseguimos que funcionara el hechizo, porque agotamos nuestra reserva de energía -la mía, al menos- antes de lograr un lanzamiento exitoso. No nos importó. Antes sí que nos importaba. El éxito o el fracaso en la práctica de un hechizo solía importarnos mucho, a ambos, y los dos reconocíamos que tras un fracaso experimentábamos horas e incluso días de frustración. Pero ahora que casi siempre practicábamos juntos, se había convertido en un juego más que en una prueba. Y, tuviéramos o no éxito con un hechizo nuevo, la práctica conjunta tenía sin duda una ventaja manifiesta: que nunca terminábamos una sesión sintiéndonos frustrados.