En el momento en que puse un pie en la escalera, mi visión se nubló durante unos instantes, como una especie de tartamudeo mental.
– Viene alguien -susurré en dirección al agujero-. Mi hechizo perimetral acaba de romperse. Había echado uno delante de la propiedad.
Cassandra parpadeó, como sorprendida por esta muestra de previsión. Me hizo un gesto para indicarme que bajara y me escondiera, pero negué con la cabeza, me apresuré a ir a la puerta, la abrí y miré a hurtadillas lo que ocurría fuera. Un hombre joven venía hacia la cabaña. Le resultaba tan difícil andar con la cantidad de cosas que cargaba, que apenas veía por dónde iba, mucho menos a mí. Cuando Cassandra echó una ojeada por encima de mi hombro, le señalé un sendero que se dirigía hacia la parte trasera de la cabaña, por su lado izquierdo, detrás de los crecidos arbustos.
Cassandra tomó la delantera, como solía ocurrir. Esta vez, sin embargo, tenía sentido que lo hiciese. La capacidad de un vampiro de pasar inadvertido es en parte preternatural y en parte resultado de la experiencia de la caza. Siguiendo sus pisadas yo podía avanzar casi tan silenciosamente como ella.
Detrás de la cabaña, la tierra se presentaba como un mosaico de montes y prados. En el monte alternaban hileras de árboles tanto de hoja perenne como de hoja caduca. Hasta el prado parecía inseguro sobre qué forma adoptar, con zonas de pastos altos intercalados con matorrales y zarzas.
– ¿Esperamos a que se vaya o volvemos más tarde? -susurré cuando nos hubimos alejado lo suficiente.
– Esperamos a que se vaya.
– Entonces llamaré a Lucas. Lo más seguro es que esté preguntándose dónde estamos.
Resultó que Lucas y Aaron no nos necesitaban. Tras una rápida inspección, comprobaron que no había nada de interés en la casa. Cuando le conté lo que habíamos encontrado nosotras, Lucas prometió darse prisa en venir en nuestra ayuda.
En el momento en que yo cortaba, Cassandra salía de detrás de unos árboles. Yo no había advertido que se había alejado.
– Esto no va a funcionar -dijo-. Va a quedarse un tiempo. Es un artista.
– ¿Un artista?
– Se ha instalado delante de la cabaña con un cuadro de la misma a medio pintar, aunque no imagino por qué alguien iba a querer colgarlo en la sala de estar de su casa.
– Maravilloso. Bueno, ya que parece que no se va a ir por propia voluntad, tendremos que darle un empujón sobrenatural. ¿Tú crees que una tormenta de granizo lo persuadiría de que suspendiera su tarea?
– Yo me encargo de eso. Espérame aquí.
Cassandra se alejó sin esperar respuesta, lo cual me convenía, porque no tenía intenciones de quedarme atrás. Por muy eficiente que fuera Cassandra, a todos nos viene bien un refuerzo. De modo que esperé a tenerla fuera de mi vista para rodear la cabaña por el otro lado.
El plan de acción obvio era hechizar al artista. Como la mayoría de los poderes de los vampiros, la capacidad de hechizar es una destreza funcional, otra adaptación que los convierte en cazadores expertos. En su aspecto más elemental, la capacidad de hechizar no es otra cosa que un carisma extremo. Le permite a un vampiro aproximarse a la chica más espabilada de las que se encuentran en un bar y, en pocos minutos, lograr que ella le diga: «Humm, sí, creo que me agradaría seguirte por esa callejuela oscura».
Para cuando me acercara lo suficiente como para ver desde el otro lado de la cabaña, probablemente Cassandra habría terminado de persuadir al artista para que se fuera. Pero si algo no marchaba bien, yo estaría lo bastante cerca como para ayudar. Cuando llegué a la esquina delantera de la cabaña, preparé un hechizo de ocultación que me permitiría mantenerme oculta siempre que no me moviera. Cuando tenía el hechizo medio echado, me incliné hacia fuera y terminé el encantamiento al mismo tiempo, de manera que pudiera ver sin ser vista.
Cassandra no estaba allí. Podía ver al artista, un hombre cercano a la treintena, con una calvicie prematura, que se hallaba sentado en un asiento plegable de camping, concentrada su atención en el lienzo que reposaba en su caballete portátil. Un arbusto que estaba a pocos metros detrás del hombre se agitó, como si lo moviera una brisa repentina. ¿Cassandra? ¿Por qué estaba allí? Ah, probablemente aproximándose a él desde el camino para que no pudiera imaginarse de dónde venía.
La falda verde de Cassandra brilló entre dos arbustos, ahora a menos de un metro detrás del artista. «Bueno, deja de jugar y hazte visible antes de que al pobre chico le dé un infarto», pensé.
Como si me hubiese oído, Cassandra salió de su escondite. Quedó de pie entre el arbusto y el hombre, con sus brillantes ojos entrecerrados. Inclinó la cabeza, con la mirada fija en la parte posterior de la del artista. Entonces sonrió. Abrió los labios, y asomó la punta de la lengua entre los dientes.
Mierda.
Me escondí detrás de la cabaña justo en el momento en que ella se abalanzaba. Se oyó una aspiración, mitad suspiro, mitad jadeo. Luego, silencio. Me ceñí el pecho con los brazos y me esforcé en no pensar sobre lo que estaba ocurriendo a unos tres metros de distancia, lo cual, por supuesto, me hizo pensar en ello mucho más. No iba a matarlo. Eso lo sabía. Sólo estaba… alimentándose.
Temblaba, y me abracé a mí misma con más fuerza. No era una idea tan mala, me dije. Más allá de los efectos obviamente debilitadores de la pérdida de sangre, la mordedura inicial de un vampiro, si se hace debidamente, deja inconsciente a la víctima, para que la sangre fluya con mayor facilidad. La mordedura de Cassandra garantizaría que el pintor permaneciera inconsciente durante unas horas. Y ella tenía verdadera necesidad de alimentarse. Pero aun así…
– Te dije que te quedases donde estabas, Paige.
– Me di la vuelta y vi a Cassandra en una esquina de la cabaña. No había en sus labios ninguna mancha de sangre, pero estaba sonrosada y los ojos habían perdido su brillo habitual, los párpados semicerrados, con el aspecto sereno y satisfecho de quien acaba de hacer una muy buena comida… o de tener una maravillosa experiencia sexual.
– Yo… quería… ayudarte -logré balbucear.
– Bueno, te lo agradezco, pero tendrías que haberme escuchado. Ahora, sigamos. Tenemos que examinar ese sótano.
En lugar de marcharse y tomar la delantera, me empujó para que yo avanzara. Cuando di la vuelta a la esquina, vi al pintor tendido en el suelo. No pude evitar un estremecimiento.
– Se pondrá bien, Paige -dijo Cassandra con un tono más agradable de lo habitual.
– Ya lo sé.
– Puede no gustarte, pero yo podría argumentar que algunas personas sentirían lo mismo respecto del pollo que cenaste anoche.
– Lo sé.
Una risa sofocada.
– ¿No vas a discutírmelo? Quelle surprise. -Me acarició la espalda-. Vamos a esa habitación secreta. Estoy deseando ver qué hay ahí escondido.
Antes de entrar nuevamente en la cabaña, lancé otro hechizo perimetral. Si alguien llegaba antes que Lucas y Aaron, necesitábamos estar advertidas de antemano con suficiente tiempo como para trasladar al pintor inconsciente. Podría haberse pensado que era más sensato trasladarlo inmediatamente, pero cuando muerde un vampiro, la forma más segura de ocultar lo ocurrido consiste en no ocultarlo en absoluto. Era mejor que el pintor se despertase en el suelo, junto a su silla, pensando que había sufrido un desvanecimiento.
Con Cassandra detrás de mí, bajé la escalera. Al llegar abajo desplacé mi bola de luz por las cuatro paredes, en cada una de las cuales había una estantería como las que se usan para guardar conservas. Las estanterías iban del techo al suelo. Todos los estantes estaban vacíos.
Desanimada, me apoyé en la escalera.
– Hace mucho frío aquí.
– No seas tan impaciente -dijo Cassandra, moviendo las manos por la estantería más alejada de la escalera-. Mira, ésta parece estar un poco más suelta que las otras. Agarra por el otro extremo.
Aferré la estantería y, a la cuenta de tres, tiré. No se movió. Me dirigí a la estantería que tenía más cerca y empecé a examinarla. La primera oleada de desaliento había dejado paso a la resolución. Tal vez me había equivocado con respecto a esa habitación, pero no iba a darme por vencida hasta no estar segura de ello.
Toqueteé y tiré de los estantes, pero nada se movió. Pasé a otra estantería.
– Ésta está muy firme -dijo Cassandra mientras inspeccionaba la estantería que quedaba-. No se mueve nada de nada.
Dejé de tirar de la estantería y en lugar de eso fui pasando los dedos por ambos lados, por donde estaba sujeta a la pared. Estaba tan pegada a la pared que ni siquiera podía meter una uña en el resquicio. Me agaché para examinar el reverso de los estantes inferiores.
En el segundo estante empezando por abajo, vi que sobresalía un clavo cerca de la esquina. Lo apreté. El clavo se desplazó hacia dentro de la madera y el estante se abrió de golpe contra mis manos.
– Un pestillo -dijo Cassandra-. Has vuelto a acertar. -Antes de que pudiera correrlo y examinar lo que había encontrado, se me nubló la vista.
– ¡Otra vez no! -murmuré-. Mi hechizo perimetral, con impecable precisión.
Cassandra miró el reloj.
– Aaron y Lucas.
– Eso espero. Pero voy a ver. Sigue tú.
Me apresuré a subir la escalera y a salir de la cabaña. Lucas y Aaron se acercaban, abriéndose camino entre las zarzas. Los saludé con un grito.
– Parece que has encontrado el escondite de Edward -dijo Aaron cuando estuvo más cerca-. Vayamos por ahí.
– Todavía no hemos tenido la oportunidad de mirar dentro del escondite -dije-. Se presentaron algunas complicaciones.
Cuando estuvieron junto a mí, Lucas me acarició la mano y luego la apretó.
– ¡Vaya! ¿No será ésa una de tus complicaciones? -preguntó Aaron, señalando con la barbilla al pintor en el suelo-. ¿O no es más que un tentempié vespertino?
– Ambas cosas, creo -dije.
– ¿Está ahora de mejor talante?
– A decir verdad, ahora que lo pienso, de mucho mejor talante.
La risa de Aaron resonó en el prado silencioso.
– Sí, la misma Cassandra de siempre. Ya pensaba yo que ahí radicaba el problema. Se vuelve realmente insoportable cuando no ha comido. Ése es el gran inconveniente de la relación con los que no son vampiros. Nadie quiere oírnos decir: «Voy a tomar algo por ahí». Si se pone más insoportable de lo habitual, ése es el momento de mandarla a que se tome el último café de la noche. Es la mejor forma de levantarle el ánimo. -Sonrió-. Bueno, hay otras maneras, pero es mejor que no te enteres.
Pasamos junto al pintor y entramos en la cabaña.