Estábamos en la acera, delante de la casa de John. Cassandra la miró y suspiró.
– No esperarías un chalecito de ladrillo, ¿verdad? -dije-. Al menos no está tan mal como el Rampart. -Escudriñé a través de la reja de hierro forjado-. ¡Oh, no había visto eso… ni eso! ¿Es eso lo que creo que…? ¡Oh! -Retrocedí-. A lo mejor prefieres esperar fuera.
Cassandra volvió a suspirar, esta vez de manera más audible y profunda.
A ver, no tengo nada contra la arquitectura victoriana, puesto que pasé la infancia en una hermosa casita de esa época, pero el lugar donde vivía John tenía todo lo que le da mal nombre a ese estilo, más una buena dosis de gótico sureño.
Parecía la quintaesencia de la casa embrujada, cubierta de hiedras y con la pintura desconchada, las ventanas cerradas y las cúpulas herrumbrosas. Al mirar con mayor detenimiento, se veía que los aspectos ruinosos eran sólo superficiales: el porche no estaba hundido, la madera no estaba podrida, y hasta el camino parecía haberse estropeado de manera artificiosa, pues las piedras estaban lo bastante firmes para que uno no tropezara en ellas. El jardín parecía abandonado, pero hasta un jardinero novato se habría dado cuenta de que la mayoría de las malezas eran en realidad plantas perennes que tenían aspecto de silvestres.
– Esto le ponía los pelos de punta a mi madre -dije señalando el césped-. Que la gente pagara para que su jardín pareciera un terreno baldío. No es de extrañar que los vecinos hayan levantado muros altos. Pero tiene unas gárgolas muy bonitas. He de reconocer que nunca las había visto con esa precisión anatómica.
Cassandra siguió mi mirada, y se estremeció.
– Seguro que está muy oscuro ahí dentro -dije-. ¿Esas persianas son totalmente opacas? No, espera. Es pintura. Ha pintado de negro todas las ventanas. Nunca se tiene suficiente cuidado con esos fatales rayos de sol.
– Este hombre es idiota, Paige. Si todavía te quedaba alguna duda anoche, esta casa no debería dejarte ninguna. Estamos perdiendo el tiempo.
– Ah, pero es muy divertido. Nunca había visto la casa de un verdadero vampiro. ¿Cómo es que su reja no tiene murciélagos de hierro fundido? -Agarré la verja y la abrí de golpe…, y me quedé de piedra-. ¡Ah, no las había visto! Olvídate de los murciélagos. Eso es lo que necesitas en el jardín de tu casa.
Cassandra entró también, miró y profirió una grosería.
– No sabía que tenías esa palabra en tu vocabulario -dije-. Me parece que ahora sabemos por qué los vecinos han puesto muros tan altos.
Allí, a ambos lados del camino, había un par de fuentes elevadas. La base de cada una era una construcción cóncava con la forma de una ostra llena de agua y lirios acuáticos. De pie en cada una de las ostras se hallaba una versión masculina de la famosa pintura de Botticelli El nacimiento de Venus. El hombre se hallaba de pie en la misma pose que Venus, con la mano izquierda pudorosamente levantada para cubrir el pecho, y la derecha sobre los genitales, pero en lugar de cubrirlos, sostenía su pene, de proporciones optimistas, apuntándolo hacia arriba. El agua salía de cada pene y cruzaba el camino para caer en la fuente de la estatua melliza opuesta. Pero el agua no fluía en forma uniforme. Salía a chorros.
– Por favor, dime que la presión del agua no funciona bien -dijo Cassandra.
– No, yo creo que es un efecto buscado. -Seguí el recorrido del agua por encima del camino-. Entonces, ¿se supone que debemos agacharnos o pasar corriendo cuando se interrumpen los chorros?
Cassandra eludió la estatua izquierda, pasando tras ella y siguiendo un sendero que indudablemente había sido creado por el paso de incontables repartidores.
– ¡Vaya! -dije mientras pasaba agachándome entre las estatuas-. Eso me resulta familiar.
Cassandra me miró toda seria.
– No -dije-. Eso no. La cara. Fíjate en las caras de las estatuas. Es John, ¿no es cierto? Hizo que le tomaran a él de modelo.
Cassandra bajó la mirada.
– No en todos los detalles.
Me sonreí.
– Cassandra, ¿tú y John…? Dime que no.
– Ojalá no esté nunca tan desesperada. Quería decir que si estuviese dotado así de bien, seguramente me habría enterado. La comunidad de los vampiros no es muy grande.
– Y, al parecer, tampoco John.
Subimos al porche, y ambas nos quedamos mirando la aldaba, una cabeza de vampiro estilo Nosferatu, mostrando los dientes.
– ¿Sabes? -dije-. Puede que no estemos reconociendo plenamente los méritos de John. Todo esto podría ser un ejemplo de psicología invertida. Nadie sospecharía nunca que un verdadero vampiro fuera tan estúpido como para vivir de esta manera.
– Sería de esperar que nadie fuera tan estúpido como para vivir de esta manera.
Levantó la aldaba.
– Un momento -dije adelantando la mano para detenerla-. ¿Realmente es buena idea?
– No -dijo, volviéndose y dirigiéndose hacia los escalones-. No lo es. He visto una estupenda boutique a la vuelta de la esquina. ¿Por qué no vamos a hacer algunas compras, esperamos que Aaron nos conteste la llamada y…?
– Me refería a que tal vez no sería prudente que nos anunciemos. Si escapó de nosotros anoche, hoy podría hacer lo mismo.
– No tendremos esa suerte.
– Creo que deberíamos entrar directamente.
– Posiblemente eso sea lo único que podría hacer aún más insoportable esta excursión. Si tenemos que arrastrarnos para pasar a través de la ventana rota de un sótano, me agradaría mencionar en este momento que estos pantalones sólo pueden lavarse en la tintorería, no he traído más ropa y ciertamente no voy a…
Terminé de murmurar un hechizo de apertura y abrí la puerta. Dentro, todo estaba oscuro y silencioso.
– Es de día -murmuró Cassandra-. Estará durmiendo.
Supongo que debería haberlo sabido. Tendría que poner al día mis conocimientos sobre los vampiros.
La casa estaba fresca, casi fría comparada con el cálido día otoñal del exterior. Se podría atribuir el descenso de temperatura al frío ultramundano, puesto que habíamos entrado en la morada de los no muertos, pero sospechaba que en realidad John había puesto el aire acondicionado demasiado alto.
Eché un hechizo de iluminación y miré a mi alrededor. Las paredes estaban cubiertas de papel aterciopelado y con relieves de color carmesí, y decoradas con pinturas que probablemente habrían violado los códigos de obscenidad en una docena de estados.
– Yo no sabía que los carneros podían hacer eso -dije, dirigiendo la luz sobre una de las pinturas-. Y tampoco estoy segura de por qué querrían hacerlo.
– ¿Podrías ajustar esa luz y hacerla más tenue? -dijo Cassandra-. ¿Por favor?
– Lo lamento, no se pueden alterar los vatios de este hechizo -respondí-. Pero podría vendarte los ojos. Ehh, mira, hay una caperuza de cuero allí en el perchero. ¡Ooohh! Fíjate en el azote con nueve ramales. ¿Crees que John se dará cuenta si me lo llevo?
– Estás disfrutando demasiado con todo esto.
– Resulta alentador ver a un vampiro que abraza por completo su herencia cultural. -Impulsé con la mano mi bola de luz hacia las escaleras-. ¿Vamos a ver si podemos despertar a los no muertos?
Cassandra me lanzó una mirada que decía que estaba replanteándose seriamente su política de treinta y tantos años. La miré con una sonrisa y me dirigí hacia las escaleras.
Arriba encontramos más papel aterciopelado rojo, más pinturas de mérito artístico cuestionable, más chucherías con temas de sexo y sangre, pero no encontramos a John. Había cuatro dormitorios. Dos estaban amueblados como tales, pero parecía que sólo se los usaba como vestuarios. Al tercero podría describírselo como un museo de fetiches de vampiros, y es mejor no describirlos con detalle. La cuarta puerta estaba cerrada con llave.
– Éste debe de ser el suyo -le susurré a Cassandra-. O bien eso, o lo que guarda allí es aun peor que lo que hemos visto en la última habitación.
– Dudo que eso sea posible -dijo Cassandra mientras señalaba con los ojos la habitación de los fetiches-. Aunque, tal vez, yo debería esperar en el vestíbulo. Por si regresa John.
Sonreí.
– Es un buen plan.
Lancé un hechizo de apertura simple, suponiendo que se tratara de una cerradura sencilla, de las que se pueden abrir con una horquilla. Como falló, utilicé el hechizo que le seguía en intensidad, y después el siguiente. Finalmente, la puerta se abrió.
– Maldición -murmuré-. Sea lo que sea lo que tiene aquí, realmente no quiere que nadie lo vea.
Abrí la puerta, guiada por mi bola de luz, y me encontré dentro de… una oficina. Una oficina doméstica, moderna, corriente, una alfombra gris, paredes pintadas de azul, luz fluorescente, un escritorio de metal, dos ordenadores y un fax. Una pizarra blanca sujeta a la pared más alejada contenía la lista de las obligaciones de John: recoger la ropa limpia en la lavandería, pagar los impuestos de la propiedad, renovar el contrato de limpieza, alquilar un lavavajillas nuevo. Ni una sola mención a cosas tales como chupar sangre, violar a las vírgenes locales, convertir a los vecinos en adictos a los no muertos. No era de sorprender que John no quisiera que nadie entrara en esta habitación. Una rápida mirada habría bastado para que se fueran al traste todos sus esfuerzos por construirse una imagen.
Salí y cerré la puerta tras de mí.
– No entres allí -dije.
– ¿Es muy malo?
– Lo peor. -Recorrí el vestíbulo con la mirada-. Así pues, no está, y da la impresión de que no ha dormido aquí desde hace un tiempo. ¿Dónde duerme un vampiro fiel a su cultura? No habrás visto un mausoleo fuera, en la parte de atrás, ¿verdad?
– No, gracias a Dios. Parece haber tenido el sentido común de trazar allí la línea.
– Probablemente porque no pudo obtener el permiso de construcción. Bueno, vale… -La miré-. Ayúdame a salir del atolladero. No entiendo muy bien los estereotipos de los vampiros.
Se detuvo un momento, como si le costara responder, y luego suspiró.
– El sótano.
Estábamos de pie en mitad del sótano. Mi bola de luz permanecía en el aire sobre el único objeto de la habitación, un sarcófago grande, de caoba negra, brillante, con adornos de plata.
– Justo cuando pensabas que no podíamos encontrar nada peor, ¿no es cierto? -dije-. Por lo menos no es un mausoleo.
– Está durmiendo en una caja, Paige. Ni mejor ni peor que eso. Un mausoleo por lo menos se puede reparar, añadirle algunas luces, quizás una bonita cama de plumas con sábanas de algodón egipcio…
– Aquí también puede tener sábanas de algodón egipcio -dije-. Ah, y, ¿sabes?, no es preciso que sea tan malo como tú piensas. Tal vez no duerma aquí. Tal vez sea sólo para su actividad sexual.
Cassandra me miró con ojos severos.
– Gracias, Paige. Si esas pinturas de la planta alta no hubieran bastado para contaminar mi vida sexual para varias semanas, esa imagen ciertamente lo hará.
– Bueno, por lo menos sabemos que no está realizando actividades sexuales allí dentro en este momento. Pienso que sería necesario abrirlo para eso. Bueno, ¿cuál es el ceremonial para hacer que un vampiro se levante de su sarcófago? ¿Deberíamos llamar primero?
Cassandra asió la tapa del cajón y estaba a punto de abrirlo cuando levantó la cabeza.
– ¡Paige…! -gritó.
Eso fue lo único que oí antes de que un cuerpo chocara contra el mío. Al inclinarme hacia delante, sentí un dolor agudo en los desgarrados músculos de mi estómago. Volví la cabeza y capté un atisbo de un muslo desnudo y el movimiento de un cabello rubio y largo. Inmediatamente una mano me agarró desde atrás y una cabeza se me acercó al cuello.
Reaccioné instintivamente, no con un hechizo, sino con un movimiento casi olvidado de las clases de defensa personal. Alcé el codo y golpeé a mi agresor en el pecho, y a continuación le aplasté la nariz con la palma de la otra mano.
Un grito de dolor y mi atacante cayó hacia atrás. Me di la vuelta, preparando un hechizo de inmovilización, y vi a Brigid encogida en el suelo, desnuda y agarrándose la nariz con ambas manos.
– ¡Zorra! Creo que me has roto la nariz.
– Deja de lloriquear -dijo Cassandra, alargando la mano para ayudarme a levantarme-. Se te habrá curado en menos tiempo del que te lleva vestirte. -Movió la cabeza de lado a lado-. Dos vampiros derrotados en dos días por una bruja de veintidós años. Me avergüenzo de mi raza.
Yo podría haber dicho que tenía veintitrés, pero no merecía la pena sacarla de su error. Por lo menos Cassandra tenía una vaga idea de mi edad. La mayoría de las veces había que felicitarla si se molestaba en recordar los nombres de las personas.
Detrás de nosotros el sarcófago se abrió con un chirrido.
– ¿Qué diablos está…? -protestó John, quitándose un antifaz de los ojos-. ¿Cassandra? -gruñó-. ¿Qué es lo que he hecho ahora?
– Han entrado sin permiso, Hans -dijo Brigid-. Estaban merodeando por todos lados, mirándolo todo…
– No estábamos merodeando -dijo Cassandra-. Y estábamos esforzándonos para no mirarlo todo. Ahora sal de ese cajón, John. No puedo hablar contigo cuando estás en esa cosa.
Él suspiró, se apoyó a ambos lados del cajón y salió. A diferencia de Brigid, no estaba, afortunadamente, desnudo, porque si así hubiera sido yo no habría podido resistir la tentación de hacer ciertas comparaciones entre él y las estatuas que se hallaban en el jardín delantero. Aunque John no llevaba camisa, sí vestía un par de ondulantes pantalones de seda negra, ceñidos a la cintura. Me imaginé que él suponía que le daban un aire gallardo, pero yo no podía evitar que me recordara a MC Hammer.
– Necesitamos cierta información -dijo Cassandra-. La otra noche no fuimos del todo claras por razones de seguridad. Pero, después de hablar contigo, me resultó obvio que podía haber subestimado tu… estatus en el mundo de los vampiros.
– Suele ocurrir -dijo John.
– Sí, bueno, ésta es la situación. Un vampiro ha estado asesinando a los hijos de las camarillas…, a los hijos adolescentes de los empleados de las camarillas.
– ¿Desde cuándo? -dijo John, y luego tosió-. Quiero decir que me han llegado noticias, por supuesto.
– Por supuesto. De momento, las camarillas no se han dado cuenta de que están persiguiendo a un vampiro. El Consejo Interracial desearía mantener la situación de esa manera, para poder apresar al responsable sin mayor alharaca. Sabemos que a las camarillas no les agradan los vampiros. No queremos darles una excusa para que nos persigan.
– Déjalos que lo hagan -dijo Brigid, avanzando hacia nosotros-. Si quieren guerra, se la daremos…
John la hizo callar con un gesto de la mano. Cuando nos miró, me di cuenta de que, como yo había supuesto, Cassandra realmente lo había subestimado. El hecho de que se hiciera el tonto no significaba que lo fuera.
– Si lo atrapan, ¿qué es lo que van a hacer con él? -preguntó John-. No voy a ayudarte a encontrar a un vampiro para que puedas matarlo. Hasta podría argumentar que nos está haciendo un favor.
– No, si las camarillas lo encuentran.
John hizo una pausa, y después dijo que sí con la cabeza.
– De modo que supongo que quieres saber quién tiene tanta inquina a las camarillas.
– ¿No deberías saberlo ya? -dijo Brigid, lanzándole a Cassandra una mirada-. Ese es su trabajo, como representante nuestro, ¿no es así? Saber quién se ha portado mal y quién bien.
Cassandra respondió a la burla de Brigid con un solemne movimiento de la cabeza que indicaba asentimiento.
– Sí, lo es, y si he sido remisa en el cumplimiento de mis obligaciones, pido disculpas. Desde ahora en adelante, aseguraos de que lo hago, y si no, pedid al Consejo que me despida. Asimismo, podríais pensar en buscar un co-delegado.
– Te lo agradecemos, Cassandra -dijo John-. Todos hemos hablado de eso. Nos gustaría tener un segundo delegado en el Consejo. Yo estoy dispuesto, por supuesto.
– Yo… te agradezco el ofrecimiento -dijo Cassandra-. Pero, en este mismo momento, lo que necesitamos es resolver otro asunto más apremiante. Si conoces a alguien que haya tenido algún problema con las camarillas…
– En primer lugar, quiero que me des tu palabra de que quienquiera que sea el responsable no será ejecutado.
– No puedo hacerlo. La ley del Consejo…
– Al demonio con la ley del Consejo.
Cassandra me miró. Negué con la cabeza. No podíamos hacer eso. Las dos sabíamos que el asesino tenía que ser entregado a las camarillas. Si se obraba de otra manera se correría el riesgo de que las camarillas se volviesen contra ambos, los vampiros y el Consejo. Lo único que podíamos hacer ahora era negociar con ellas para reducir el conflicto a su mínima expresión.
– No podemos prometer la absolución -respondió Cassandra-. Pero nos aseguraremos de que se haga justicia…
– No hay trato.
– Puede que no entiendas la importancia que tiene esto. Cuantos más chicos mate el vampiro, más empeorará la situación. Tenemos que detenerlo…
– Entonces detenlo tú -dijo Brigid-. No deberías necesitarnos, y no creo que nos necesites. Creo que todo esto es una pequeña comedia que haces ante tus compinches del Consejo, para que no se enteren de la verdad.
Cassandra aguzó los ojos.
– ¿Qué verdad?
– Que sabías exactamente lo que estaba ocurriendo. Sabías lo graves que eran las cosas. Ahora quieres que nosotros se lo contemos a tu amiguita la pequeña bruja para que tú puedas fingir que no sabías nada. Bueno, no es posible que estés tan al margen…
– Me temo que sí -dijo una voz de hombre a nuestras espaldas.
Giramos sobre nuestros talones y vimos que Aaron entraba en el sótano, seguido de Lucas.
– Cassandra no sabe lo que ha estado ocurriendo -dijo Aaron-. Pero yo sí.