Antes de llevar a Savannah al aeropuerto, los guardias de la Camarilla la habían acompañado a nuestro apartamento para que recogiera más ropa. Benicio le había pedido también que nos hiciera las maletas a Lucas y a mí, puesto que habíamos llegado a Miami con lo puesto. Una actitud considerada de su parte, tengo que reconocer. Yo estaba demasiado preocupada por Savannah como para pensar en eso. El único aspecto negativo de eso fue que Savannah recogió lo que ella creía que debíamos ponernos.
Lucas se había llevado su maleta al jet sin abrirla, probablemente porque temía que la expresión de su rostro al ver el contenido pudiera hacerle sentir a Savannah que sus esfuerzos no eran apreciados. A pesar de que Lucas tenía muy poca ropa informal, yo sospechaba que absolutamente toda estaría en aquella maleta, y ninguna prenda adecuada para vestir en los tribunales. Pero confiaba en que se le hubiera ocurrido incluir algunos calcetines y algo de ropa interior.
Cuando deshice mi maleta, comprobé que la falta de ropa interior no sería un problema para mí.
– ¿Qué es lo que hiciste?, ¿volcar en la maleta todo el cajón de mi ropa interior? -pregunté, tratando de desenredar una maraña de sujetadores.
– Por supuesto que no. No creo que se fabriquen maletas tan grandes como para eso. -Tiró de un par de ligas que estaban enredadas con los sujetadores-. ¿De verdad usas estas cosas? ¿O son solamente para el sexo?
Le quité las ligas de las manos.
– Claro que las utilizo.
Por supuesto que cuando me las ponía era sólo porque aumentaban la ventaja sexual de las faldas, ventaja que es muy difícil de aprovechar si se llevan pantys. Sin embargo, ésa era una información que no estaba dispuesta a compartir con cualquiera, bueno, aparte de Lucas, aunque él, obviamente, ya la conocía.
– Me prometiste que yo tendría cosas de éstas cuando estuviera en secundaria -dijo, levantando un par de medias de seda.
– Yo nunca prometí tal cosa.
– Bueno, yo te lo mencioné y tú no dijiste que no. Es lo mismo que prometer. ¿Sabes la vergüenza que da cambiarse en un vestuario y que las chicas me vean usar esas bragas de algodón como las de las abuelas?
– Más razón para que sigas usándolas. Si te da vergüenza que las vean las chicas, más vergüenza te daría que las viesen los chicos. Son el cinturón de castidad de los tiempos que corren.
– Cuánto te odio. -Se tiró hacia atrás despatarrada sobre la cama, y luego levantó la cabeza-. ¿Sabes una cosa? Si no me las compras, podría engañarte y comprármelas yo misma. Eso sí que estaría mal.
– ¿Vas a hacer la colada también?
– ¡De ninguna manera!
– Entonces no me preocupo.
Alguien golpeó la puerta. Savannah saltó de la cama y salió de la habitación antes de que me diera tiempo de guardar toda mi lencería en un cajón. Oí el grito de bienvenida de Savannah y supe de quién se trataba.
– Paige está en el dormitorio guardando su ropa interior -dijo Savannah-. Le llevará un buen rato.
Cogí otro montón.
– ¡Mierda! -dijo una voz a mis espaldas-. No era broma. ¿Qué has hecho?, ¿has asaltado una tienda de lencería?
Ante mí se encontraba la única mujer loba del mundo, una denominación que más parecía describir un fenómeno de circo que a la mujer rubia que se hallaba de pie en el umbral. Alta y delgada, Elena Michaels tenía la constitución típicamente atlética de los hombres y mujeres lobos, y la saludable belleza que hace que los hombres digan cosas como: «¡Guau! ¡Si se arreglara un poco, dejaría a todo el mundo sin sentido!». Aunque si alguien se atreviera a decir algo así, acabaría, efectivamente, sin sentido.
Elena llevaba una camiseta, unos pantalones vaqueros cortados y zapatillas, con su largo cabello rubio plateado recogido con una goma elástica y quizá, sólo quizá, brillo de labios…, y tenía un aspecto infinitamente mejor del que yo conseguía después de estar varias horas acicalándome. No es que tuviera envidia, ni nada parecido. ¿Ah, he mencionado ya que tenía treinta y dos pero aparentaba veintitantos? ¿Qué puede zamparse un filete de cuatrocientos gramos y no engordar ni siquiera cincuenta? Los hombres y mujeres lobos tienen todas las ventajas: larga juventud, metabolismo extremo, sentidos acusados y una fuerza extraordinaria, y, sí, le tengo envidia.
De cualquier manera, ya que no puedo tener los dones de una mujer loba, tendré de amiga a una mujer loba. El hecho de que sean mitad lobas las hace sumamente leales y protectoras…, motivo por el cual Elena era la única persona a quien yo podía confiar a Savannah.
Elena observó el desorden de ropa interior que había encima de la cama.
– Ni siquiera estoy segura de dónde se pone una la mitad de esas cosas.
Savannah pasó corriendo junto a Elena, saltó sobre la cama, cogió un sujetador, y se lo puso sobre el pecho.
– Éste para mí-dijo Savannah, sonriendo-. ¿A que sí?
Elena se echó a reír.
– Tal vez dentro de unos años.
Savannah resopló.
– Al paso que voy, me llevará unos cuantos años y unos cuantos pares de calcetines. Soy la única chica de noveno grado que lleva sujetadores de deporte.
– Yo aún los usaba en décimo grado, así que me llevas ventaja. -Elena se inclinó para recoger un negligé que se me había caído-. Por lo que veo esperas pasar mucho tiempo a solas con Lucas.
– ¡Qué más quisiera yo! -respondí-. Va de camino a Chicago. Fue Savannah quien hizo la maleta, y confío en que metiera en ella algo de ropa.
– En el fondo -aseguró Savannah.
Guardé el resto de la lencería en un cajón, luego guardé la maleta medio vacía en el armario y me volví hacia Elena. Hice un esfuerzo para no responder al impulso de abrazarla. Elena no era de la clase de personas que gusta de abrazos y besos. Hasta el contacto físico superficial, como los apretones de mano, le producían cierta incomodidad, aunque esa incomodidad no pudiese compararse ni de lejos con la que experimentaba en esos casos otra persona…, pensamiento que hizo que cayera en la cuenta de que faltaba alguien en la reunión.
– ¿Dónde está Clay? -pregunté-. ¿Esperando en el coche? ¿Para, de ese modo, no tener que saludarme?
– Hola, Paige -me llegó un acento sureño desde la sala.
– Hola, Clayton.
Asomé la cabeza por la puerta del dormitorio. El compañero de Elena, Clayton Danvers, estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a mí, y seguro que el gesto no era inconsciente. Como Elena, Clay era rubio, de ojos azules y de constitución robusta. Al igual que Elena, Clay tenía esa belleza que hace que se pare el tráfico…, y todo el encanto de una víbora.
La primera vez que nos vimos, Clay me tiró una bolsa que contenía una cabeza humana, y desde aquel momento las cosas no hicieron sino empeorar. Yo no lo entiendo a él, él no me entiende a mí, y lo único que tenemos en común es Elena, lo cual provoca más problemas de los que resuelve.
Finalmente se dignó mirarme a la cara.
– ¿Has dicho que Lucas no está aquí?
– Tuvo que regresar a Chicago por el caso que lleva en los tribunales.
Clay asintió con la cabeza, claramente decepcionado. Podría argumentarse que esperaba encontrarse con alguien con quien conversar para evitar tener que hacerlo conmigo, pero la verdad era que a Clay parecía gustarle Lucas realmente, cosa que me provocaba sumo disgusto. No porque Lucas no fuera una persona capaz de inspirar simpatía. Sino porque a Clay, bueno, a Clay no le gustaba mucho nadie. Su reacción habitual hacia cualquiera que no perteneciera a su Grupo iba desde la semitolerancia a la aversión manifiesta. Yo había caído en el extremo más remoto posible de la escala, aunque poco a poco me iba alejando del límite.
– ¿Estás lista? -preguntó Clay, mirando a Elena, que estaba detrás de mí.
– Acabo de llegar -respondió ella.
– Tenemos un largo viaje…
– Y todo el tiempo del mundo para hacerlo. -Elena salió del dormitorio y me miró-. Hemos alquilado un coche, de modo que podremos volver a Nueva York en automóvil, tomarnos nuestro tiempo, contemplar el paisaje, convertir el viaje en unas vacaciones. Si alguien está detrás de Savannah, Jeremy pensó que sería prudente que nos moviéramos de un lado a otro durante unos días en lugar de volver volando a casa.
– Buena idea. Dale las gracias de mi parte.
Sonrió.
– Tenernos fuera de su vista durante unos días es todo el agradecimiento que necesita.
– ¿Podemos hacer una parada en Orlando?
– ¿Quieres ir a Disney World? -preguntó Elena.
Savannah levantó los ojos al cielo.
– ¡Ni hablar!
Le dije algo con los labios a Elena. Ella sonrió.
– Ah, a los estudios Universal, entonces. Perdón. Yo creía que Disney World era una buena idea, pero podríamos ir a los estudios Universal, si a Paige le parece bien.
– Pasadlo bien -dije-. He transferido dinero a la cuenta de Savannah, de modo que aseguraos de que pague sus gastos.
Por el movimiento de cabeza de Elena, supe que el dinero de Savannah no se gastaría en ninguna cosa que no fuera comida basura y souvenirs, tal como ocurrió cuando le di dinero para la semana que pasó con ellos en verano.
Supe que no tenía que discutir. Su Alfa, Jeremy Danvers, estaba en muy buena posición, y los tres compartían todo, incluyendo las cuentas bancarias. Si yo insistía en pagar, estaría insultando a Jeremy. Si él se daba el gusto de obrar a su manera, Savannah no usaría su propio dinero ni siquiera para golosinas y camisetas.
– ¿Ya tienes lista la mochila? -le preguntó Clay a Savannah.
– No he llegado a deshacerla.
– Bueno. Cógela y nos vamos.
– Que tengáis buen viaje, vosotros dos -dijo Elena, echándose en el sofá-. Yo he venido a ver a Paige.
Clay hizo un ruido con la garganta.
– Deja de gruñir -dijo Elena-. Ya que estoy aquí, quiero pasar un rato con Paige antes de que nos vayamos. A menos que prefiráis me quede aquí. ¿Sabéis? Puede que no sea mala idea. Podría quedarme, ayudarla…
– No.
– ¿Es una orden?
– Savannah -interrumpí-, hay un Starbucks a unas calles de distancia. ¿Por qué no le muestras a Clay donde está, y nos traéis unos cafés? -Miré a Clay-. Para cuando volváis, probablemente sea ya hora de iros. Benicio vendrá enseguida, y dio a entender que se llevaría a Savannah para protegerla, así que preferiría que no estuviese aquí cuando él llegue.
Clay dijo que sí con la cabeza, caminó hasta la puerta y la mantuvo abierta para que pasara Savannah. Cuando se cerró tras ellos, Elena me miró.
– Ya veo que, desde que vives con Lucas, estás aprendiendo a hacer de intermediaria. Lamento lo ocurrido. Sé que tienes cosas mejores que hacer que oírnos discutir. -Movió la cabeza de un lado al otro-. Hemos llegado a acuerdos sobre muchas cosas, pero todavía tiene problemas con la idea de que necesito guardarme un rincón de mi vida para mí misma, un rincón que no lo incluye a él.
Me senté en la silla que estaba frente a ella.
– No le agrado. Y lo entiendo.
– No, no eres tú. -Captó mi mirada escéptica-. En serio. Sencillamente, no le gusta que tenga amigos. Vaya, eso no suena nada bien, ¿verdad? A veces me oigo decir esas cosas, que tienen perfecto sentido para mí, y pienso cómo deben de sonar en oídos ajenos… -se interrumpió-. Bueno, háblame de este caso.
– ¡Caray! ¡Menuda manera de cambiar de tema!
Elena se echó a reír.
– Ha sido muy evidente, ¿no?
– En lo que se refiere a que Clay no quiere que tengas amigos, sé que él es así, y sé por qué, de modo que no tienes que preocuparte por eso. No voy a mandarte emails con folletos sobre refugios para mujeres. Reconozco que hubo un tiempo en que estaba un poco preocupada. No es que pensara que pudiera maltratarte, ni nada de eso, pero es que… se preocupa en extremo…
– Hasta la obsesión.
– No quería decirlo.
Se rió y se recostó en el sofá, con los pies sobre la mesa de centro.
– No te preocupes, yo lo digo constantemente. Por lo general, se lo digo a él. A veces hasta se lo grito. En algunas ocasiones, acompañado de un objeto volador. Pero estamos trabajando en el tema. Va aprendiendo a dejarme un poco de espacio, y yo a que él nunca va a sentirse contento con esa situación. ¡Ah! Le conté esa idea que teníamos de ir a esquiar este invierno. Explotó. Entonces le aclaré que la idea era ir los cuatro, no sólo tú y yo, y se tranquilizó, e incluso dijo que le parecía bien. Ésa es la forma, me parece. Sugerir algo que le parezca inadmisible, y ofrecer después una alternativa menos dolorosa.
– Si eso no funciona, recuérdale, la próxima vez que discutáis sobre mí, que podrías hacerte amiga de Cassandra.
Elena contuvo una risa.
– ¡Oh, eso sí que le daría miedo…! Aunque probablemente no me creería. Hablando de creer, ¿me creerías si te dijera que ella me sigue llamando?
– ¿En serio?
– De algún modo ha conseguido el número de mi móvil.
– Yo no…
– Ya sé que tú no, y por eso no te lo pregunté. El problema reside en que ahora tengo que hablar con ella, por lo menos para decirle que no quiero hablar con ella. Cuando llamaba al teléfono de casa, Jeremy le decía que yo no estaba y Clay…, bueno, Clay nunca la dejaba pasar del «hola». -Elena bajó los pies de la mesa y se giró para sentarse en el otro extremo del sofá, frente a mí-. Odio tener que reconocerlo, pero estoy harta. Quiero decir, no puede querer que seamos amigas, no después de lo que hizo, así que ¿qué es lo que de verdad quiere?
– ¿Quieres que te sea sincera? Lo más seguro es que no tenga ningún otro motivo. Pienso que realmente quiere conocerte mejor, y no ve conflicto alguno entre eso y tratar de robarte a tu amante o convencer al Consejo de que te dé por muerta. -Me encogí de hombros-. Es una mujer vampiro. Son diferentes. ¿Qué te puedo decir?
– Dos palabras: psicoterapia profunda.
Me sonreí.
– Bueno, vamos a medias, y para Navidad le mandamos de regalo un certificado sobre su estado de salud.
Elena estaba a punto de responder cuando se abrió la puerta. Entró Savannah, llevando en una mano mi tarjeta llave y en la otra una taza humeante. Estaba segura de que fuera lo que fuese lo que hubiera en esa taza, no era chocolate caliente, y probablemente tampoco café descafeinado, pero no dije nada. Dudaba de que Clay comprendiera que Savannah era demasiado pequeña para tomar café. Confiaba en que Elena interviniese cuando llegara el turno del vino y del whisky.
Savannah mantuvo la puerta abierta para que pasara Clay, que entró con tres tazas.
– ¡Qué rapidez! -exclamó Elena-. Demasiada. ¿Qué habéis hecho? ¿Echar una carrera? ¿O habéis ido en coche?
– Estaba muy cerquita.
– Ajá.
– Tiene razón -dijo Savannah-. Estaba más cerca de lo que creía Paige, pero nosotros os dejamos con vuestras bebidas y nos vamos a ver los embarcaderos mientras habláis.
Elena le echó una mirada a Clay, tensa, como esperando que se la rebatiera. Cuando él abrió la boca, los dedos de Elena apretaron el almohadón del sofá.
– Antes vamos a llevar tu maleta al automóvil -dijo Clay a Savannah. Se dirigió después a Elena y le entregó su taza de café-. Cuando hayas terminado, baja y búscanos.
Ella le sonrió.
– Gracias. No tardaré.
Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza y me entregó una taza.
– Té -dijo, y miró luego a Savannah-. ¿Correcto?
– Chai -respondió ella.
Tomé la taza al tiempo que le daba las gracias, la dejé sobre la mesa y ayudé a Savannah a prepararse.