El pecado paga muy bien

En el interior el ascensor parecía construido con madera de ébano. Ni una sola huella digital empañaba el brillo de las negras paredes y los detalles de plata. El suelo era de mármol negro con vetas blancas. ¿Cuánto dinero debe ganar una empresa para empezar a instalar suelos de mármol en los ascensores?

Se produjo un leve zumbido y en lo que parecía una pared de una sola pieza se abrió una puerta que reveló un panel de ordenador y una pequeña pantalla. Los dedos de Lucas volaron sobre el teclado. Presionó la pantalla con el pulgar. Se produjo un campaneo, el panel se desplazó y se cerró, y el ascensor comenzó a subir.


* * *

Salimos en el último piso. La planta de los ejecutivos. Para no mostrar lo impresionada que estaba, me abstendré de describir el entorno. Baste con decir que era exquisito. Sencillo y sin nada llamativo, pero cada superficie y cada material era lo mejor que se puede comprar con dinero.

En medio del vestíbulo se levantaba un escritorio con paneles de mármol, como si surgiese del suelo del mismo material. Un hombre corpulento vestido de traje estaba sentado tras un panel de pantallas de televisión. Cuando el campaneo del ascensor anunció nuestra llegada, miró con atención. Salimos y Lucas me llevó hacia el lado izquierdo del salón de entrada. Se abrió repentinamente una sólida puerta de madera de ese lado del vestíbulo. Lucas miró al guardia, lo saludó con la cabeza y me hizo pasar por la puerta.

Entramos en un largo pasillo. Cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, caminé con más lentitud, sintiéndome de algún modo fuera de lugar. Me llevó unos instantes darme cuenta del motivo. Era el silencio. Ni música ambiental, ni voces, ni siquiera el golpeteo de teclados. Y no sólo eso; el salón mismo se diferenciaba de todos los pasillos de oficina que había visto en mi vida. No había puertas en ninguno de los lados. Sólo un largo corredor que se bifurcaba en el medio y terminaba en un par de puertas de vidrio de grandes dimensiones.

Cuando pasamos por la intersección del medio, eché una mirada a ambos lados. Había dos corredores en diagonal que salían de cada lado, cada uno de los cuales terminaba en una puerta de vidrio. A través de cada una de las cuatro puertas de vidrio se divisaba un escritorio de recepción y al personal de secretaría.

– La oficina de Héctor está a la izquierda -murmuró Lucas-. El mayor de mis hermanos. A la derecha las oficinas de William y de Carlos.

– ¿A quién pertenece la otra oficina? -pregunté-. La que está al lado de la de Héctor. -En cuanto dije esas palabras, supe la respuesta y deseé no haber formulado la pregunta.

– Es la mía -respondió Lucas-. Aunque nunca he trabajado ni siquiera una hora en ella. Un absurdo gasto de mobiliario de primera clase, pero mi padre la mantiene dotada de personal y de todo cuanto se requiere, porque cree que en cualquier momento entraré en razón.

Trataba de mantener un tono ligero, pero yo percibía de qué manera latía la tensión en sus palabras.

– Y si eso ocurre alguna vez, ¿qué oficina será la mía? -pregunté-. Porque como sabes, no voy a ser una de esas esposas que son socias silenciosas. Quiero un sillón en la junta directiva y una oficina con buena vista.

Lucas sonrió.

– Entonces te daré ésta.

Habíamos llegado al final del vestíbulo. A través de la puerta de vidrio vi un área de recepción tres veces más grande que las que había atisbado en las salidas laterales. Aunque eran ya pasadas las seis de la tarde, la oficina estaba ocupada por un escuadrón de secretarias y empleados.

Al igual que la otra puerta, ésta era automática y, como la vez anterior, alguien la abrió antes de que llegáramos a una distancia de tres metros. Al abrirse las puertas, el mar de empleados se apartó para abrirnos camino a un escritorio de recepción. Las secretarias más jóvenes anunciaron nuestra llegada abriendo la boca, incapaces de disimular, y apresurándose a formular saludos entrecortados. Las de mayor edad nos dieron la bienvenida con sonrisas contenidas antes de volver aceleradamente a su trabajo.

– Señor Cortez -dijo la recepcionista cuando nos aproximamos al escritorio-. Es un placer verlo, señor.

– Gracias. ¿Está mi padre?

– Sí, señor. Permítame…

– Está en una reunión. -Un hombre corpulento se acercó caminando desde un salón interior y se dirigió a una hilera de archivos-. Tendrías que haber llamado.

– Lo haré llamar, señor -dijo la recepcionista-. Ha dado órdenes de que siempre se le notifique su llegada inmediatamente.

El hombre que estaba a cierta distancia movió sus papeles ruidosamente como para llamar nuestra atención.

– Está ocupado. No puedes llegar sin anunciarte y sacarlo de una reunión. Esto es una empresa.

– Hola, William. Tienes un aspecto estupendo.

William Cortez. El hermano del medio. Podía perdonárseme no haber alcanzado antes esa conclusión. El hombre guardaba escaso parecido tanto con Lucas como con Benicio. Tenía una altura media y unos treinta y tantos kilos de más, con rasgos que en algún momento debieron de tener una belleza femenina pero que se habían vuelto blandos como una masa de pastel. William se giró por primera vez hacia nosotros, clavando los ojos en Lucas con una mirada que mostraba irritación y enojo. Sus ojos pasaron por encima de mí con un solo movimiento de cabeza.

– No llame a mi padre, Dorinda -dijo William-. Lucas puede esperar como los demás.

Ella miró a sus compañeras como pidiendo ayuda, pero siguieron trabajando con mayor diligencia si cabía, fingiendo no advertir que ella estaba cayendo en las arenas movedizas de los conflictos de autoridad.

– Quizás deberíamos establecer la naturaleza exacta de su petición -dijo Lucas-. ¿Mi padre dijo que podía ser notificado o que debía ser notificado?

– Que debía, señor -respondió-. Fue muy claro en eso. -Dirigió una mirada de soslayo a William-. Muy claro.

– Entonces estoy seguro de que ni William ni yo queremos crearle a usted ningún problema. Por favor, comuníquele que he llegado, pero dígale que no estoy aquí por ningún asunto de urgencia, de modo que puedo esperar hasta que termine la reunión.

La recepcionista suspiró con alivio, dijo que sí con la cabeza y levantó el teléfono. Mientras ella llamaba, Lucas me llevó hasta William, que estaba todavía junto al archivador.

– William -dijo Lucas, bajando la voz-. Me gustaría presentarte…

William cerró el cajón de golpe, interrumpiendo sus palabras. Cogió un montón de carpetas y se las puso bajo el brazo.

– Estoy ocupado, Lucas. Aquí algunos trabajamos.

Giró sobre sus talones y salió a grandes pasos por la puerta principal.

– ¿Señor Cortez? -dijo la recepcionista desde su escritorio-. Su padre saldrá enseguida. Desea que le espere en su oficina.

Lucas le dio las gracias y me condujo por el salón hasta las puertas dobles de vidrio oscurecido que se hallaban en el extremo. Antes de que llegáramos a ellas, se abrió una puerta a nuestra izquierda y tres hombres vestidos con trajes propios de los niveles ejecutivos intermedios salieron por ella y enseguida se detuvieron para contemplar con asombro a Lucas. Recuperando rápidamente la compostura, ofrecieron bienvenidas y apretones de mano al príncipe de la corona, con saludos que estaban a un pelo de caer en la reverencia. Con disimulo, le eché una mirada a Lucas. Para alguien que normalmente pasaba desapercibido por la vida, ¿cómo se sentía allí al ser reconocido por todo el mundo, y encontrarse con vicepresidentes que lo doblaban en edad y que caían casi de rodillas para presentarle sus respetos?

Cuando se marcharon, nos dirigimos a través de las puertas dobles a una habitación pequeña de recepción y a través de otro par de puertas dobles, hasta que llegamos al santuario de Benicio. Si con anterioridad hubiese visto una fotografía de su oficina, me habría sentido tremendamente impresionada. Ahora, tras haber visto el resto del edificio, esa oficina era exactamente lo que hubiera esperado. Sencilla, nada pretenciosa, no más grande que la oficina de cualquier vicepresidente de una corporación. La única cosa notable que tenía era la vista, que resultaba aún más espectacular por la ventana misma, construida con una sola hoja de vidrio que se extendía desde el suelo hasta el techo a lo largo de toda la pared. El vidrio no tenía una sola mancha y la iluminación de la habitación había sido dispuesta de tal modo que no echaba ningún reflejo sobre el mismo, con lo que resultaba que lo que se veía no era una ventana, sino una habitación que parecía abrirse directamente al brillante cielo azul de Miami.

Lucas se dirigió al ordenador de su padre y tecleó en él una contraseña. La pantalla se iluminó.

– Voy a imprimir una copia de los formularios de seguridad mientras esperamos -dijo.

Mientras lo hacía, observé las fotos que había en el escritorio de Benicio. La primera que atrajo mi atención fue la de un niño pequeño, de no más de cinco años, en la playa, que contemplaba la cámara con una seriedad impropia de un niño de cinco años en la playa. Una mirada a aquella expresión y supe que era Lucas. Junto a él, una mujer hacía un gesto, tratando de hacerlo sonreír, pero consiguiendo sólo reírse ella misma. La amplia sonrisa infundía en su rostro algo muy próximo a la belleza. María. Su sonrisa era tan inconfundible como la mirada firme y sobria de Lucas.

¿Qué pensaban los otros hijos de Benicio cuando veían la fotografía de la ex amante de su padre expuesta de modo tan prominente, mientras que no había allí ninguna de su propia madre, la esposa legal de Benicio? Y no sólo eso, sino del hecho de que de las tres fotografías que se hallaban en el escritorio de Benicio, dos eran de Lucas, mientras que ellos tres compartían un retrato en grupo. ¿Qué pasó por la cabeza de Benicio al hacer una cosa así? ¿Simplemente no le preocupaba lo que pensaran los demás? ¿Estaba en juego un motivo más profundo?, ¿el de alimentar intencionalmente las llamas que ardían entre sus hijos legítimos y el «heredero bastardo»?

– Lucas.

Benicio apareció por la puerta, con una amplia sonrisa que le iluminaba el rostro. Lucas se adelantó y alargó la mano. Benicio cruzó la habitación con tres zancadas y lo abrazó. Los dos guardaespaldas que habían acompañado a Benicio a Portland entraron en el cuarto con sorprendente discreción, teniendo en cuenta su tamaño, y se colocaron contra la pared. Sonreí a Troy, que me devolvió el gesto con un guiño.

– ¡Qué alegría verte, muchacho! -dijo Benicio-. ¡Qué sorpresa! ¿Cuándo has llegado?

Lucas se desprendió del abrazo de su padre mientras respondía. Benicio no había acusado aún mi presencia. En un primer momento, pensé que se trataba de un acto intencionado, pero según lo veía conversar con Lucas, me di cuenta de que Benicio ni siquiera había advertido que yo estaba allí. A juzgar por la expresión de su rostro, dudé que hubiese visto a un gorila furioso de haber estado en la misma habitación que Lucas. Le observé el rostro con detenimiento, su actitud, buscando alguna señal de que estuviese fingiendo, representando una escena de afecto paternal, pero no vi nada de eso. Algo que hacía todo mucho más inexplicable.

Lucas retrocedió poniéndose junto a mí.

– Creo que ya conoces a Paige.

– Sí, claro, ¿cómo estás, Paige? -Benicio me extendió la mano y sonrió con una sonrisa casi tan luminosa como la que le había ofrecido a su hijo. Al parecer Lucas no era el único Cortez que podía ser encantador.

– Paige me ha dicho que querías hablar conmigo -dijo Lucas-. Si bien podríamos haberlo hecho fácilmente, por supuesto, por teléfono, pensé que tal vez podría ser ésta una buena ocasión para traerla a Miami y asegurarnos de que se completen los formularios de autorización y seguridad adecuados, de modo que no haya malos entendidos respecto a nuestra relación.

– No hay necesidad de eso -replicó Benicio-. Ya he enviado sus datos personales a todas las oficinas regionales. Su protección ha estado asegurada desde el momento en que me informaste de vuestra… relación.

– Entonces no resta más que dejarlo en claro con los papeles del caso, para complacer al departamento de seguros. Ahora bien, sé que estás ocupado, padre. ¿Cuál sería el mejor momento para discutir los detalles de este caso? -Hizo una pausa y luego añadió-: Tal vez, si no tienes otros planes, podríamos cenar juntos los tres.

Benicio parpadeó. Una reacción mínima, pero en ese parpadeo y en el momento de silencio que lo siguió, percibí el impacto que le había producido, y supuse que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que Lucas había compartido de buen grado una comida con su padre, para no hablar de invitarlo él mismo.

Benicio dio a Lucas una palmada en la espalda.

– Perfecto. Haré los arreglos necesarios. Y en cuanto a hablar sobre esos ataques…, hagamos de la cena una reunión social. Seguro que estáis ansiosos por saber más…

Un ruido en la puerta lo interrumpió. Entró William, con la mirada fija en su padre, probablemente para no darse por enterado de nuestra presencia.

– Perdón, señor -dijo William-. Al entrar para dejarle el informe Wang, no he podido evitar oír el ofrecimiento de Lucas, y quería recordarle que tiene un compromiso para cenar con el gobernador.

– Héctor puede ocupar mi lugar.

– Héctor está en Nueva York. Lleva allí desde el lunes.

– Entonces, cámbialo para otro día. Llama a la oficina del gobernador y diles que ha surgido algo importante.

William torció los labios.

– Espera -dijo Lucas-. Por favor, no alteres tu agenda por mí. Paige y yo pasaremos la noche en Miami. Podemos desayunar juntos.

Benicio guardó silencio durante unos instantes y luego asintió.

– Desayuno mañana, entonces, y unas copas esta noche si termino temprano con el gobernador. En cuanto a ese otro asunto…

– Señor -dijo William-, a propósito del desayuno… Mañana tiene una reunión a primera hora de la mañana.

– Cámbiala -respondió Benicio con voz tensa. Cuando William se dio la vuelta para retirarse, lo detuvo-. William, antes de que te vayas, me gustaría que conocieras a Paige…

– La bruja. Ya nos conocemos.

Ni siquiera miró en mi dirección. Benicio arrugó el ceño y dijo algo en castellano. Mi castellano es bastante bueno y Lucas me ha ayudado a mejorarlo -entre otras cosas para que podamos hablar sin que nos entienda Savannah-, pero pronunció las palabras con demasiada rapidez para mis habilidades de traducción. No necesité un intérprete, sin embargo, para saber que estaba reconviniendo a William por su descortesía.

– ¿Y dónde está Carlos? -inquirió Benicio, volviendo al inglés-. Tendría que estar aquí para ver a su hermano y saludar a Paige.

– ¿Ya son pasadas las cuatro? -preguntó William.

– Por supuesto que sí.

– Entonces Carlos no está aquí. Si me disculpan…

Benicio giró sobre sus talones y nos miró, como si William ya se hubiera ido.

– ¿Dónde estábamos? Sí. El otro asunto. He convocado una reunión en veinte minutos para proporcionaros todos los detalles. Sirvámosle a Paige una bebida fresca y luego vayamos a la sala de juntas.

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