A la mañana siguiente, salté de la cama, dispuesta a comerme el mundo. Habría sido ésta una señal positiva si no hubiera hecho lo mismo todas las mañanas durante las últimas dos semanas. Me levantaba, fresca, decidida a que ése sería el día en que saldría del pozo. Prepararía el desayuno para Savannah. Dejaría un optimista mensaje de ánimo en el móvil de Lucas. Correría tres kilómetros. Me sumergiría en los proyectos de mi página web con renovado empeño e imaginación. Por la tarde haría un hueco para buscar tomates maduros en el mercado. Cocinaría una cacerola de salsa para tallarines tan grande que llenaría nuestra pequeña nevera. La lista seguía. Por lo general todo se estropeaba en algún punto entre dejarle el mensaje a Lucas y comenzar mi trabajo diario…, aproximadamente alrededor de las nueve de la mañana.
Esa mañana salí a correr todavía animada. Sabía que no iba a llegar a los tres kilómetros, teniendo en cuenta que nunca había superado el kilómetro y medio en toda mi carrera de deportista, que andaba en su quinta semana. A lo largo de los últimos dieciocho meses había advertido, en múltiples ocasiones, que mi estado físico dejaba mucho que desear. Con anterioridad, una buena partida de billar era la máxima actividad que realizaba. Si tuviera que correr para salvar la vida, seguro que me daba un infarto.
Puesto que estaba reinventándome a mí misma, me propuse hacer un poco de ejercicio todos los días. Y ya que Lucas corría, me pareció que ésa era la elección lógica. Todavía no se lo había dicho. No se lo diría hasta alcanzar la marca de los tres kilómetros. Entonces le diría: «Oh, a propósito, he empezado a correr hace unos días». Dios me libre de aceptar que no puedo conseguir cualquier cosa a la primera.
Esa mañana, rebasé finalmente el límite del kilómetro y medio. Es cierto que lo pasé por unos diez metros, más o menos, pero de cualquier modo era mi máximo logro personal, de modo que me di el capricho de un helado de regreso a casa.
Al doblar la última esquina, advertí dos figuras sospechosas que se encontraban de pie delante de mi edificio. Ambos llevaban trajes, lo que en mi barrio era muy sospechoso. Me fijé en si llevaban Biblias o enciclopedias, pero tenían las manos vacías. Uno contemplaba atentamente el edificio, esperando tal vez que se transformara en la sede de una gran corporación.
Saqué las llaves del bolsillo. Mientras los miraba, dos niñas pasaron a su lado. Me pregunté por qué no estaban en el colegio -tonta pregunta en nuestro barrio, pero aún me hallaba en proceso de adaptación- y entonces me di cuenta de que las «niñas» tenían cuarenta años por lo menos. Mi error había surgido de la diferencia de tamaño. Los dos hombres sacaban a las mujeres unos treinta centímetros.
Ambos tenían pelo corto y oscuro, y un rostro de rasgos marcados bien afeitado. Ambos llevaban gafas Ray Ban. Ambos eran altos como secoyas. Si no hubiera habido entre ellos una diferencia de altura de dos o tres centímetros, habría jurado que eran gemelos idénticos. Aparte de eso, mi único modo de distinguirlos era por el color de las corbatas. Uno lucía una corbata roja; el otro, verde jade.
Cuando me acerqué, los dos se volvieron hacia mí.
– ¿Paige Winterbourne? -preguntó Corbata Roja.
Acorté el paso y mentalmente preparé un hechizo.
– Estamos buscando a Lucas Cortez -dijo Corbata Verde-. Nos envía su padre.
Mi corazón comenzó a latir a doble velocidad, y parpadeé para disimular mi sorpresa.
– ¿Su pa…? ¿Benicio?
– El mismo -respondió Corbata Roja.
Esbocé una sonrisa.
– Lo lamento, pero Lucas está en el tribunal hoy.
– Entonces, el señor Cortez desearía hablar con usted.
Se volvió a medias, orientando mi mirada hacia un enorme coche negro aparcado en la esquina, en la zona de estacionamiento prohibido. De modo que esos dos no eran mensajeros solamente; eran sus semidemonios guardaespaldas personales.
– ¿Benicio quiere hablar conmigo? -pregunté-. Muy honrada. Díganle que suba. Voy a preparar la tetera.
La boca de Corbata Roja se contrajo.
– Él no va a subir. Usted va a ir hasta el coche.
– ¿En serio? Vaya, usted debe de ser uno de esos semidemonios médiums. Nunca me había topado con ninguno.
– El señor Cortez quiere que usted…
Levanté una mano para interrumpirlo. Mi mano apenas le llegaba a la altura del ombligo. Es algo que asusta si uno lo piensa. Por fortuna, yo no lo pensé.
– Verán -dije-. ¿Que Benicio quiere hablar conmigo? Muy bien, pero dado que yo no he solicitado esta audiencia, será él quien venga a donde estoy yo.
Las cejas de Corbata Verde se alzaron por encima de sus gafas.
– Eso no es… -comenzó a decir Corbata Roja.
– Ustedes son mensajeros. Les he dado un mensaje. Ahora entréguenlo.
Como ninguno de los dos se movía, lancé un hechizo en silencio y moví mis dedos hacia ellos indicándoles que se alejaran.
– Ya lo han oído. ¡Fuera!
Al mover yo los dedos, ellos retrocedieron tambaleándose. Las cejas de Corbata Verde se enarcaron más aún. Corbata Roja recuperó el equilibrio y me dedicó una mirada furibunda, como si quisiera lanzarme una bola de fuego, o lo que fuese su especialidad demoníaca. Antes de que pudiese actuar, Corbata Verde le miró e hizo una seña con el mentón en dirección al coche. Corbata Roja se conformó con lanzarme otra mirada furiosa y echó a andar dando zancadas.
Alargué el brazo para agarrar el picaporte. Al abrirse la puerta, una mano me cogió la cabeza. Miré hacia arriba y vi al guardaespaldas que llevaba la corbata verde. Supuse que iba a mantener la puerta cerrada para que yo no pudiese escaparme, pero en cambio la abrió y la mantuvo abierta para que yo pasara. Entré. Él me siguió. A esas alturas, cualquier mujer en su sano juicio habría salido corriendo. Por lo menos, habría girado sobre sus talones y regresado a la calle, a un lugar público. Pero yo estaba hastiada y el hastío tiene un efecto negativo sobre mi sensatez.
Abrí la segunda puerta. Esta vez, la mantuve abierta para que él pasara. Caminamos en silencio hacia el ascensor.
– ¿Sube? -pregunté.
Él apretó el botón. Cuando se oyó el sonido que producía el movimiento del ascensor, flaqueé en mi resolución. Iba a meterme en un lugar pequeño y cerrado con un semidemonio que era literalmente dos veces mi tamaño. Había visto demasiadas películas para no saber cómo podía terminar aquello.
¿Pero qué otras alternativas tenía? Si echaba a correr, sería exactamente lo que ellos esperaban: una tímida bruja asustadiza. Nada que pudiera hacer en el futuro podría borrar eso jamás. Por otro lado, podía entrar en el ascensor y no salir nunca caminando de él. ¿Muerte o deshonor? Para ciertas personas, realmente no hay elección.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, entré en él.
El semidemonio me siguió. Al cerrarse las puertas, se quitó las gafas de sol. Sus ojos eran de un azul tan frío que hicieron que se me erizara el vello de los brazos. El apretó el botón de «stop». El ascensor hizo un ruido y se detuvo.
– ¿Ha visto usted alguna vez esta escena en alguna película? -preguntó.
Miré a mi alrededor.
– Ahora que lo menciona, creo que sí.
– ¿Sabe lo que ocurre a continuación?
Dije que sí con la cabeza.
– El grandote malo ataca a la indefensa y joven heroína, que repentinamente revela poderes inimaginables hasta ese momento, que ella utiliza no sólo para mantener a raya a su agresor, sino para dejarlo convertido en un guiñapo sangriento. Entonces ella escapa -moví la cabeza hacia atrás- por ese oportuno hueco y trepa por los cables. El malo recobra la conciencia y ataca, tras lo cual ella se ve forzada, contra su propio código moral, a cortar el cable con una bola de fuego y a enviarlo a él a una muerte segura.
– ¿Eso es lo que ocurre?
– Seguro. ¿No ha visto usted esta?
Los labios del hombre esbozaron una sonrisa, descongelando su mirada de hielo.
– Sí, puede que la haya visto. -Se apoyó en la pared-. Bueno, ¿qué tal está Robert Vasic?
Parpadeé, sobresaltada.
– Eeeh, bien…, muy bien.
– ¿Sigue dando clase en Stanford?
– Esto…, sí. Media jornada.
– Un semidemonio profesor de demonología. Siempre me ha gustado eso -dijo con una sonrisa-. Aunque me gustaba más cuando era un sacerdote semidemonio. Ya no quedan muchos. La próxima vez que vea a Robert dígale que Troy Morgan le manda saludos.
– Se…, se los daré.
– La última vez que vi a Robert, Adam era todavía un niño. Jugaba al béisbol en el patio de atrás. Cuando me enteré de con quién salía Lucas, pensé: ésa es la chica de los Winterbourne. La amiga de Adam. Entonces me dije, vaya, ¿qué edad tendrá ella, diecisiete, dieciocho?
– Veintitrés.
– Vaya, me estoy haciendo viejo. -Troy movió la cabeza de un lado al otro. Luego me miró a los ojos-. El señor Cortez no se va a ir hasta que usted hable con él, Paige.
– ¿Qué es lo que quiere?
Troy arqueó las cejas.
– ¿Cree usted que me lo diría? Si Benicio Cortez quiere entregar un mensaje en persona, entonces es personal. De lo contrario, se ahorraría el viaje y enviaría a algún lacayo hechicero. En cualquier caso los guardaespaldas semidemonios no se enteran. Lo único que sé es que realmente quiere hablar con usted, hasta el punto de que si usted insiste en invitarlo a subir, vendrá. La pregunta es: ¿usted está de acuerdo? No hay riesgo. Yo puedo subir y quedarme de guardia, si usted quiere, pero si usted se siente más cómoda en un lugar público, se lo diré.
– No, está bien -dije-. Lo veré si sube al apartamento.
Troy asintió.
– Subirá.