De la hora siguiente sólo recuerdo imágenes entrecortadas que me pasaban por la mente más rápido que un tren de alta velocidad. Lucas conteniendo la sangre de mis heridas. Adam cruzando la habitación a zancadas detrás de nosotros. El jefe del grupo de choque vociferando órdenes. Un hombre que examina mis heridas. Adam lanzando preguntas. Lucas confortándome. Una opresión en el pecho que se hace cada vez mayor. Ahogo y jadeo. Lucas dando órdenes a gritos. Una puerta que se golpea. Un camino que ruge bajo los neumáticos.
Cuando volví a despertar, estaba acostada en algo parecido a una cama que vibraba y se desplazaba ligeramente de uno a otro lado. Me esforcé por abrir los ojos, pero apenas podía mover los párpados para mirar por un resquicio. Al inhalar, el aire parecía metálico y punzante. Sentí una ligera presión en torno a la boca. Una máscara de oxígeno. Una oleada de pánico hizo que me doliera la cabeza. Me hundí otra vez en la inconsciencia y otra vez logré salir de ella.
Una suave sacudida y cesaron las vibraciones.
– Al fin.
La voz de Lucas, distante y apagada. Un apretón en mí antebrazo. Sentí la tibieza de sus dedos, que descansaban allí. Entonces su aliento me rozó la oreja.
– Ya estamos aquí -dijo, sonando todavía como si estuviese lejos de mí. Tuve que concentrarme para encontrarles sentido a las palabras-. ¿Me oyes?
Una campanada, y luego el sonido de una puerta que se abre, con lo que la luz tenue se convierte en la de un claro mediodía. Los dedos de Lucas se cierran sobre mi brazo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó con voz fría.
Respondió otra voz. Conocida… Benicio…
– He venido con el equipo. Nuestro equipo. El que pediste. ¿Cómo está?
Un alboroto, y el suave murmullo de otras voces. Mi cama se sacudió. Los dedos de Lucas acariciaron mi frente mientras la cama se elevaba. Una sacudida, una disculpa en voz baja, y repentinamente me encuentro bajo la luz del día. Unos cuantos saltos, luego el chirrido de las ruedas y la sensación del aire que pasa a mi lado. La mano de Lucas busca la mía y la aferra mientras nos movemos.
– Estás alterado -dijo Benicio, en voz baja.
Logré abrir los ojos lo suficiente como para ver a Lucas a mi lado, caminando con rapidez, y a Benicio junto a él, inclinándose para hablarle sin que otros oyeran.
– ¿Y eso te sorprende? -preguntó Lucas con palabras que cortaban el aire y una frialdad en la voz que nunca le había oído.
– No te culpo por estar enfadado, pero sabes que no he tenido nada que ver con esto.
– Todo fue un malentendido. O una coincidencia. ¿Ya has decidido cuál de las dos cosas? En caso contrario, ¿puedo sugerir que elijas malentendido? La palabra facilita el equívoco.
Benicio alargó una mano hacia el brazo libre de Lucas.
– Lucas, yo…
Lucas apartó la mano de su padre con un manotazo, echándolo hacia atrás. Los ojos de Benicio se agrandaron por el asombro. Lucas contrajo el rostro y se giró para decir algo, pero al hacerlo advirtió mis ojos semiabiertos y se detuvo en la mitad del movimiento. Se inclinó sobre mí, casi tropezando mientras se esforzaba por mantenerse a la par de la camilla.
– ¿Paige? ¿Me oyes?
Traté de mover la cabeza para decir que sí, pero tuve que conformarme con mover los párpados. Me apretó la mano.
– Estás bien -dijo-. Estás en un hospital, en un hospital privado. Se ha encargado Robert. Tienen que…
Volví a caer en la inconsciencia.
Los cortes que tenía en el cuello resultaron ser la menor de mis heridas. La hoja sólo había dejado desgarros superficiales que no requirieron más que una rápida limpieza y pequeños vendajes. Había sufrido otras dos heridas: una seria pero relativamente indolora, la otra de menor importancia pero que dolía atrozmente. La herida del pecho había cortado el pulmón, provocando su colapso. Los médicos habían insertado un tubo en el tórax, extraído la sangre, y vuelto a inflar el pulmón, que parecía estar bien ahora, aunque tenían que mantener la sonda torácica uno o dos días. El corte del abdomen sólo había afectado el músculo…, bueno, sí, es verdad, sin duda más grasa que músculo, pero los médicos dijeron «músculo», de modo que me atengo a su versión. Aunque la herida era superficial, cada vez que me movía tenía la sensación de que volvían a herirme.
A la mañana siguiente abrí los ojos y vi a Adam inclinado sobre un texto de psicología, resaltador en mano. Intenté pasarme la mano por la cara y estuve a punto de derramar sobre la cama la solución intravenosa. Adam la cogió justo a tiempo.
– Mierda -dijo-. Logro finalmente convencer a Lucas de que no corres ningún riesgo aunque te deje durante unos minutos, y vas tú y te despiertas. Si vuelve, cierra los ojos, ¿vale?
Logré esbozar una débil sonrisa y abrí la boca para hablar, luego hice una mueca. Apunté al agua. Adam me sirvió un vaso. Intentó ponerle una paja, pero yo cogí el vaso con la mano y bebí un trago. El agua golpeó en mi garganta reseca y rebotó, saliéndoseme de la boca.
– Muy bonito -dijo, alcanzando un papel absorbente.
Se lo quité de la mano antes de que pudiera hacer algo tan humillante como limpiarme la cara. Él sacó algo del armario.
– Te he traído una cosa. -Me entregó un osito de peluche vestido con el sombrero y la ropa de una bruja negra-. ¿Te acuerdas?
– ¡Hummm…! -Me esforcé por centrar la mirada en el objeto, todavía aturdida-. Sí. Las muñecas. -Una sonrisa complacida, al surgir el recuerdo-. Solías… -Me mojé los labios y lo intenté otra vez-. Solías comprármelas. Tus regalos.
Sonrió.
– Todas las brujas de juguete feas y con caras granujientas que podía encontrar. Porque sabía cuánto te gustaban.
– Las odiaba, y tú lo sabías. Yo solía darte conferencias sobre la sensibilidad y el estereotipo. -Sacudí lentamente la cabeza-. ¡Dios mío, a veces era insufrible!
– ¿Sólo a veces?
Le di un golpecito con la mano abierta mientras me reía, pero enseguida me quedé sin aliento por el dolor que me perforó el estómago. Adam se dispuso a apretar el botón de llamada, pero levanté la mano para detenerlo.
– Estoy bien -dije.
Asintió con la cabeza y se sentó en el borde de la cama.
– Nos tenías muy preocupados. Allá en la casa todo parecía ir bien, pero de pronto, ¡pum!, perdiste el conocimiento y te bajó la tensión. -Movió la cabeza de lado a lado-. Te aseguro que fue horrible. Casi me vuelvo loco, y lo mismo le ocurrió a Lucas, lo cual me puso aún peor, porque pensé que él no se asusta fácilmente, y si eso lo asustaba, debía de haber razones para asustarse… -Otro movimiento de cabeza-. Fue horrible.
– Paige.
Alcé la vista y vi una figura en la entrada. Por la voz me parecía Lucas, pero tuve que parpadear para confirmarlo. Pálido y sin afeitarse, estaba todavía vestido con el traje que había usado para el ardid de los misioneros en casa de Weber, pero la chaqueta y la corbata habían desaparecido. Una manga de la camisa estaba chamuscada en el antebrazo, y los vendajes se veían a través del agujero. Ése era el inconveniente de trabajar con Adam: cuando se enfurecía, había que apartarse de su camino o, si no, pagar las consecuencias con quemaduras de segundo grado.
– Esperaré fuera -dijo Adam.
Se retiró silenciosamente. Cuando Lucas se acercó, vi que las manchas de su camisa no eran marrones, de café, sino rojo óxido. Sangre. Mi sangre. Siguió la dirección de mi mirada.
– Oh, tendría que haberme cambiado. Yo…
– Más tarde -dije.
– ¿Quieres llamar a Savannah? Puedo…
– Más tarde.
Alargué la mano. La tomó y se agachó para abrazarme.
Una hora después, estaba todavía despierta, tras haber persuadido a la enfermera para que postergara los calmantes. Ante todo necesitaba algunas respuestas.
– ¿Mantienen detenido a Weber en Los Ángeles? -pregunté.
Lucas negó con la cabeza.
– Mi padre ganó esa batalla. Weber está en Miami, y el juicio está fijado para el viernes.
– No lo entiendo -dijo Adam-. ¿Por qué molestarse? Saben que el tipo es culpable. ¿Qué es lo que van a hacer?, ¿decirle «Ay, no emitimos una orden de captura en toda regla» y dejar que se vaya?
– Tiene derecho a un juicio -dijo Lucas-. Es la ley de las camarillas.
– ¿Pero es un verdadero juicio? -pregunté.
– Los juicios de las camarillas son un reflejo de los juicios de la ley humana, en sus aspectos más básicos. Los abogados presentan el caso ante los jueces y éstos determinan la culpa o la inocencia e imponen la sentencia. En cuanto a que Weber pueda ser liberado por algún detalle de tecnicismos jurídicos, es tan improbable que raya en lo imposible. En los tribunales de las camarillas el concepto de derechos civiles se define de modo mucho más ajustado.
– No tienes que preocuparte por ese tipo, Paige -dijo Adam-. No volverá a salir.
– No es eso… -Me dirigí a Lucas-. ¿Ha confesado?
Lucas negó con la cabeza. Su mirada se desplazó hacia un lado de modo casi imperceptible, pero yo llevaba con él el suficiente tiempo como para saber lo que ese gesto significaba.
– Hay algo más, ¿no es verdad? -dije-. Ha ocurrido algo.
Tuvo un momento de vacilación, pero luego afirmó con la cabeza.
– Otro adolescente de una camarilla murió el viernes por la noche.
Me incorporé bruscamente, lo cual hizo que una oleada de dolor me recorriera todo el cuerpo. Lucas y Adam, ambos, se pusieron de pie de un salto, pero les indiqué con la mano que volvieran a sentarse.
– Discúlpame -dijo Lucas-. No tendría que haberlo soltado así. Déjame que te lo explique. Matthew Tucker era el hijo de diecinueve años del asistente personal de Lionel St. Cloud. Cuando Lionel vino a Miami para la reunión del jueves pasado, Matthew vino también, con su madre. El viernes por la noche, mientras estábamos vigilando la casa de Weber, un grupo de empleados jóvenes de las camarillas decidieron salir a recorrer los clubes nocturnos, y Matthew se les unió. Tras unas cuantas copas, salieron del distrito en el que se encontraba un club nocturno y pasaron a un barrio menos conveniente. El grupo se desperdigó y cada uno pensó que Matthew estaba con algún otro. Cuando volvieron sin él, las camarillas enviaron equipos de búsqueda. Lo encontraron muerto de un tiro en una callejuela.
– ¿De un tiro? -preguntó Adam-. Entonces no es nuestro hombre. Cuchillo y estrangulación. Ese es su modus operandi.
– La Camarilla Nast confirmó después que su segunda víctima, Sarah Dermack, había muerto por arma de fuego.
– ¿Llamó ese Matthew al número de emergencia? -preguntó Adam.
Lucas movió la cabeza a un lado y a otro.
– Pero tampoco lo hizo Michael Shane, la víctima de los St. Cloud.
– ¿Matthew estaba en la lista de Weber? -preguntó Adam.
– No -contesté-. Y si vive con su madre, que no es guardaespaldas, no parece responder a los criterios. Además, es mayor que los otros. De cualquier modo, parece…
– Algo completamente diferente -interrumpió Adam-. El tipo estaba en el lugar equivocado, en el momento equivocado, y le pegaron un tiro.
– ¿Qué dicen las camarillas? -pregunté a Lucas.
– Casi literalmente, exactamente lo que acaba de decir Adam.
Nuestras miradas se cruzaron y vi, reflejadas, mis propias dudas.
– De modo que tenemos interrogantes -dije-. Si las camarillas no van a formularlos, es preciso que lo hagamos nosotros mismos. Eso quiere decir que es necesario que vayamos a Miami y hablemos con Weber.
Lucas guardó silencio. Adam nos miraba a los dos alternativamente.
– ¿Mi opinión? -dijo Adam-. Vosotros dos lleváis muy lejos el asunto ese de «proteger al inocente», pero si tenéis preguntas que hacer, mejor es que encontréis las respuestas antes de que sea demasiado tarde. Sí, sé que no quieres llevar a Paige a Miami, y puedo entenderlo perfectamente, pero Weber está encerrado. No va a hacerle daño.
– No es Weber lo que lo preocupa. -Me dirigí a Lucas-. ¿Cómo explica tu padre lo ocurrido?
Por un momento, Lucas no respondió, y parecía poco dispuesto a enunciar las explicaciones de su padre. Luego se quitó las gafas y se acarició el puente de la nariz.
– Su explicación es que no tiene ninguna. Supone que, al mencionarle a los Nast el nombre de Weber, involuntariamente les proporcionó el impulso de comenzar su propia investigación, que culminó en la irrupción del grupo de choque.
– Me parece que eso tiene sentido -afirmé-. Sé que piensas que tu padre lo hizo intencionadamente, pero también tú estabas en la casa. Jamás te pondría a ti en un peligro así.
– Paige tiene razón -dijo Adam-. No conozco a tu padre, pero según le vi actuar ayer, esto fue para él un golpe tan fuerte como lo fue para ti.
– De modo que queda resuelto -anuncié-. Nos vamos a Miami.
– Con una condición.
El hospital en el que me encontraba era una pequeña clínica privada, mucho menos opulenta que la clínica Marsh de Miami, pero que servía a un propósito similar.
No estaba dirigida por una camarilla, sino por semidemonios. Los médicos, las enfermeras, los técnicos de laboratorio y hasta el cocinero y el portero eran semidemonios.
San Francisco, como muchas otras grandes ciudades estadounidenses, tenía un importante enclave de semidemonios. Los semidemonios no tenían ningún cuerpo central como los aquelarres de las brujas ni las manadas de los hombres lobo. No obstante, como suele ocurrir con la mayoría de los grupos distintivos que integran una sociedad mayor, valoraban la comodidad y las ventajas de la comunidad, y muchos de los que no trabajaban para una camarilla gravitaban hacia una de estas ciudades pobladas de semidemonios.
Una de las principales ventajas de vivir cerca de otros sobrenaturales es la atención médica. Todas las razas principales evitan los médicos y los hospitales humanos. Por supuesto, los sobrenaturales pueden ser tratados en los hospitales, y efectivamente lo han sido. Si a uno lo hieren en un choque frontal, no es posible decirles a los servicios de emergencia que uno desea que lo envíen por avión a una clínica privada que se encuentra a miles de kilómetros de distancia. En la mayoría de los casos, nada fuera de lo común ocurre durante las estancias en esos hospitales. Pero a veces pasa lo contrario y hacemos cuanto podemos para evitar ese riesgo.
La condición que puso Lucas fue que, dado que necesitaba una atención médica permanente, era preciso que me transfirieran a otro hospital. Ahí estaba el problema. Miami era territorio de la Camarilla Cortez. El hospital más próximo no perteneciente a ninguna camarilla pero atendido por sobrenaturales estaba en Jacksonville. Pero no sólo se encontraba a unas seis horas de automóvil desde Miami, sino que lo atendían hechiceros. Si una bruja sufría heridas en Jacksonville, tendría mejores posibilidades de recuperación yéndose a su casa y atendiéndose a sí misma que acudiendo a una clínica atendida por hechiceros.
Benicio quería que yo me recuperara en un hospital de alta seguridad perteneciente a la familia, pero Lucas no lo aceptó. Yo iría, en cambio, a la clínica Marsh, y Lucas permanecería conmigo. Decidió que pediría todas mis comidas a restaurantes y que él mismo administraría mi medicación, provista por la clínica de San Francisco. La clínica Marsh me proporcionaría una cama, y nada más. Si se producía algún inconveniente durante mi recuperación, se recurriría a un médico ajeno a la clínica.
Adam pasó el teléfono a su otro oído.
– ¿Así que Elena te permite quedarte despierta hasta tarde por la noche? ¿Y Paige lo sabe? Porque, siendo su amigo, debería decírselo. -Me lanzó una sonrisa-. Ajá, bueno, no sé…, los sobornos tienen su efecto, sin embargo. -Hizo una pausa-. Oh, no. De ninguna manera. Eso exige, por lo menos, una camiseta, y no una de esas baratas de tres por diez dólares que les venden a los turistas.
Hoy había llamado a Elena por la mañana temprano. A las once estaríamos volando, y no quería que ella se preocupara porque no la llamaba. La mañana del sábado, Lucas la había telefoneado una hora más tarde porque me estaban operando, y Elena había estado a punto de hacer las maletas y tomar un avión para venir a buscarnos.
Terminé de cepillarme el pelo y comprobé los resultados en el espejo de la mesilla del hospital. Tras dos días en cama, el resultado no era satisfactorio. Mi única esperanza era una horquilla, y tal vez un sombrero.
Nos iríamos en poco menos de una hora. Lucas estaba hablando con mi médico, apuntando sus instrucciones finales sobre los cuidados y la medicación que yo necesitaba.
Al teléfono, Adam continuaba haciéndole bromas a Savannah, y aunque yo no podía oír su parte de la conversación, sabía que estaba disfrutando. Desde el momento en que Savannah conoció a Adam, él se había convertido en el objeto de un serio enamoramiento adolescente. Pensé que se le iría pasando después de unos meses, como ocurre por lo general con esos entusiasmos, pero un año más tarde Savannah no daba señales de vacilar en sus afectos, que se manifestaban a través de bromas e insultos sin fin. Adam manejaba la situación admirablemente, actuando como si no tuviese idea de que ella lo veía como algo más que un molesto sustituto de hermano mayor. Lucas y yo hacíamos lo mismo, no diciendo ni haciendo nada que pudiese avergonzarla. Pronto se le pasaría. Mientras tanto, bueno, había personas peores de las cuales podía haberse enamorado.
– Ajá -dijo Adam-. Oigo que Paige se acerca. Tu última oportunidad. Una camiseta o canto. ¿No? -Se apartó del teléfono-. ¡Eh, Paige…! -Se interrumpió-. ¿Mediana? De ninguna manera. Yo uso la grande. -Pausa-. ¡Ay! Fatal. Corto ahora. -Otra pausa-. Sí, muy bien. Saluda de mi parte a Elena y a Clay, y acuéstate temprano.
Colgó mi teléfono móvil, y luego se sentó de golpe en el borde de la cama haciendo que se me moviera la mano y que el rímel terminara en la frente. Le eché una mirada furibunda, cogí un pañuelo de papel y reparé el daño.
– Estás cada vez mejor, ¿verdad? -dijo-. Después de todo lo que…, estás mejor.
– Quieres decir mejor que hace unas semanas, ¿verdad? Ya lo sé. Sólo necesitaba un estímulo, y este caso me lo ha proporcionado.
– No sólo eso -replicó-. Me refiero a que, en general, te está yendo muy bien. Pasaste un par de meses difíciles, asentándote, pero ahora, y en el verano cuando pasasteis por casa, pensé: «Es feliz, realmente feliz».
– Tengo todavía una par de cosas por resolver, pero sí, me siento realmente feliz.
– ¡Qué bien!
Mientras yo cerraba mi bolsa de maquillaje, Adam se levantó de la cama, caminó hasta la ventana y miró hacia fuera. Lo observé durante un momento.
– ¿Todavía te dura el enojo por lo de Miami? -dije.
Se dio la vuelta.
– ¡Qué va! De verdad. Me gustaría ayudar y, por cierto, estoy un poco molesto porque se me ha postergado, pero Lucas tiene razón. Su padre se molestó en presentarse y hacerme algunas sugerencias sobre «posibilidades de empleo» después de que yo terminara los estudios. Probablemente me conviene más evitar las camarillas hasta que resuelva mis problemas. Lo que me recuerda… que el mes pasado dijiste que tenemos que hacer algo por Arthur.
– Sin duda. Necesitamos un nigromante en el Consejo, y a nadie le viene bien tener uno que nunca está cuando se lo necesita. ¿Te acuerdas de ese fiasco con Tyrone Winsloe? Arthur ni siquiera respondió a nuestras llamadas hasta que todo hubo terminado. He estado sugiriendo que él tendría que encontrar un sustituto, pero no me hace caso.
– El tipo es un misó…, ¿cómo le llaman? ¿Al que no le gustan las mujeres? Gay no, sino…
– Misógino.
– Sí, eso es. -Adam se sentó en mi cama-. De modo que estaba pensando que quizás sería mejor que fuera yo quien hablara con él. ¿Qué quieres que haga?
A mis labios acudieron los consejos, pero los reprimí.
– ¿Y tú qué piensas?
– Tal vez, si él no nos hace caso, también nosotros deberíamos pasar de él. Buscar un sustituto y dejar que él lo descubra cuando se le ocurra aparecer para una reunión. ¿Qué te parece?
Contuve la urgencia de dar mi opinión. Era tan difícil que casi dolía.
– Podríamos…, tú podrías hacer eso. Tal vez preguntarle a tu padre si puede sugerirnos algún sustituto.
Advertí que Lucas pasaba por delante de la puerta… por segunda vez. Quiera Dios que no interrumpa una conversación. Cuando lo llamé, asomó la cabeza.
– Estoy lista si tú también lo estás.
Desapareció y volvió enseguida, empujando una silla de ruedas.
– Mejor que no la use -dije.
– Si quieres intentar caminar, muy bien. No obstante, si te desmayas a mitad de camino de la puerta de entrada, puedes volver a despertarte en esta cama, recuperándote, mientras yo entrevisto a Weber en Miami.
Lo miré con enojo e hice una seña para que acercara la silla. Adam rió.
– ¡Ah…! -dijo Adam-. Antes de que me olvide, ¿qué quieres que hagamos con esa motocicleta?
Lucas me ayudó a sentarme en la silla de ruedas.
– Yo esperaría. Está lejos de ser un gasto necesario…
– Dile a tu amigo que sí -dije a Adam. Enseguida miré a Lucas-. Tú la quieres. Sé que la quieres. Coge la moto y si no quieres usar el dinero de tu seguro, considéralo como un regalo de Navidad anticipado. Sé que no tienes un sitio para trabajar en ella todavía, pero lo tendrás tarde o temprano.
– Seguro que temprano -dijo Adam sonriendo. Luego miró por encima de mi hombro a Lucas, y la sonrisa desapareció-. El, eehh, mercado inmobiliario es favorable en este momento, quiero decir. Siempre hay poca demanda en otoño, de modo que tal vez encontréis un lugar.
– No hay prisa -dije-. Todavía estamos acomodándonos.
Adam volvió a mirar a Lucas y yo giré la cabeza tratando de interceptar la mirada que se intercambiaban, pero desapareció antes de que pudiera captarla. Lucas alargó un brazo para coger su cartera.
– Deja que yo lleve eso -dijo Adam-. Tú lleva a la chica, yo cargaré el equipaje. -Una breve sonrisa-. No es exactamente lo más justo, pero no voy a seguir haciendo siempre los peores trabajos. Ya veréis. -Me miró-. En cuanto llegue a casa le preguntaré a papá sobre esos nigromantes que pueden reemplazar a Arthur. Lo tendré todo listo para nuestro próximo encuentro.
Sonreí.
– Estupendo. Lo dejo en tus manos, entonces.
Adam nos acompañó al aeropuerto, donde le agradecimos toda su ayuda y le prometí tenerlo al tanto del caso. Después nos despedimos y subimos al avión.