Prólogo

Tengo que hacerte otra pregunta sobre la serie CSI -dijo Gloria cuando Simon entró en el centro de comunicaciones cargado de papeles-. Si no estás muy ocupado.

– Éste es el momento perfecto -contestó Simon-. Me dispongo a tomar un café. -Y comenzó a arrimar una silla hacia el sitio de Gloria, pero se detuvo-. ¿Quieres algo?

Gloria sonrió y negó con la cabeza. Simon acercó su silla a la de ella, cuidándose de no ocultarle la visión de la imagen digital del plano de la ciudad que se mostraba en la pared lateral. Eso era lo que a Gloria le encantaba de los chamanes, que eran sumamente considerados. ¿Quieres un tío de primera? Búscate un chamán. ¿Quieres un personaje insoportable, presuntuoso? Búscate un semidemonio.

Su compañera de turno, Erin, odiaba que Gloria lo dijera. Discriminación racial, lo llamaba. Por supuesto que Gloria no creía realmente que todos los semidemonios fueran tipos insoportables -ella misma era una semidemonio-, pero eso no le impedía decírselo a Erin. El turno nocturno en el centro de comunicaciones podía ser tedioso hasta morir, y no había nada como una discusión políticamente correcta para entretenerse un poco.

Gloria retiró un poco su silla, con un ojo todavía en el monitor.

– Bueno, la semana pasada estaba viendo un episodio de CSI en el que convencen a un tío para que les dé su ADN. Luego, a los cinco minutos, le dicen que es el mismo. ¿Se puede realmente analizar el ADN con tanta rapidez?

– ¿Quiénes? ¿Ellos o nosotros? -preguntó Simon-. Para un laboratorio criminológico municipal, es prácticamente imposible. Pero con nuestro laboratorio, no hay forcejeo político sobre horas extra, ni sobre presupuesto ni sobre prioridad de casos. Podemos analizar una muestra de ADN en cinco minutos, pero…

Los auriculares de Gloria hicieron dos bips: una llamada entrante en la línea de emergencia. Levantó un dedo en dirección a Simon y giró en su silla. Aun antes de que se conectara la llamada, la pantalla de su ordenador comenzó a llenarse de datos a medida que el identificador se ponía en funcionamiento. Por encima del hombro echó una mirada y vio cómo el plano de Miami era reemplazado por el de otra ciudad: Atlanta.

Gloria alargó la mano con la intención de presionar el botón y llamar a Erin, que estaba almorzando, pero Simon se le adelantó, cogió los auriculares de Erin y se los puso.

La línea hizo clic.

– Servicios de emergencia Cortez -dijo Gloria.

Se oyó una voz femenina, aguda y entrecortada por el pánico.

– Socorro…, parque…, hombre.

Gloria intentaba calmar a quien llamaba asegurándole que el socorro ya estaba de camino. Casi no podía entender una palabra de lo que decía la persona que llamaba, pero no importaba. Las computadoras ya habían localizado el lugar, una llamada desde un teléfono público en un parque de Atlanta. La Camarilla tenía una oficina en Atlanta, lo cual significaba que tenía también allí un equipo de emergencias, y la computadora lo despachaba automáticamente en el momento mismo en que localizaba el origen de la llamada. La misión de Gloria consistía en tranquilizar a quien llamaba hasta que llegase el equipo.

– ¿Puedes decirme cómo te llamas, cariño?

– D… na M… ur.

Los sollozos interrumpían las palabras, tornándolas ininteligibles. Gloria miró su monitor. El ordenador analizaba la voz, buscando su correspondencia con las de los registros de empleados y familiares de la Camarilla. Apareció una lista de varias docenas de nombres. Luego el ordenador la descompuso por género, edad estimada y lugar de la llamada. Devolvió una lista de cinco nombres. Gloria se concentró en el primero, el que la computadora proponía como más probable.

– ¿Dana? ¿Eres Dana MacArthur, cielo?

Un «Sí» apagado.

– Muy bien, ahora quiero pedirte que busques un lugar…

La línea se cortó.

– ¡Maldición! -dijo Gloria.

– El equipo de Atlanta acaba de llamar -dijo Simon-. El equipo de emergencia médica llegará allí dentro de diez minutos. ¿Quién es?

Gloria señaló su pantalla con una mano. Simon se inclinó para mirar la foto. Una adolescente le sonreía.

– ¡Mierda! -exclamó-. ¡Otro más no!


* * *

El conductor viró el todoterreno, entró en el parque y apagó las luces. Dennis Malone contempló la noche encapotada a través de la ventanilla. Se volvió para decirle a Simon que necesitarían una buena iluminación, y vio que el técnico del escenario del crimen ponía pilas nuevas a su linterna. Dennis hizo un gesto de aprobación, contuvo un bostezo y bajó la ventanilla para respirar aire fresco. En el avión, se había cargado de cafeína, pero no estaba surtiendo efecto. Empezaba a sentirse viejo para esas cosas. Pero en cuanto se le cruzó esa idea por la cabeza, la desechó con una sonrisa. El día en que se rindiera sería también el día en que lo encontrarían frío y rígido en la cama.

Tenía el mejor empleo que un policía podía desear. Jefe de la mejor unidad de investigación del país, con los recursos y los fondos con los que sus antiguos colegas del FBI sólo podían soñar. Y no solamente tenía que resolver crímenes, tenía que urdirlos. Cuando los Cortez necesitaban deshacerse de alguien, recurrían a Dennis, y, junto con su equipo, él organizaba el crimen perfecto, un crimen que dejaba perplejas a las autoridades. Ésa era la mejor parte de su trabajo. Lo que estaba haciendo esa noche era la peor. Dos en una semana. Dennis se decía que era una coincidencia, ataques casuales que nada tenían que ver con la Camarilla misma. La alternativa…, bueno, nadie quería considerar la alternativa.

El todoterreno se detuvo.

– Ahí -dijo el conductor, señalando-. A la izquierda, detrás de esos árboles.

Dennis abrió la puerta de golpe y se apeó del coche. Giró varias veces los hombros para desentumecerlos mientras inspeccionaba el lugar. No había nada que ver. Ni cintas que delimitaran el lugar del crimen, ni equipos de televisión, ni siquiera una ambulancia. Los técnicos de emergencias médicas de la Camarilla ya habían estado y se habían ido, llegados silenciosamente en un vehículo camuflado para dirigirse después a toda marcha, en la oscuridad de la noche, al aeropuerto donde habían depositado a su pasajera en el mismo jet que había traído a Dennis y Simon a Atlanta.

Más allá, junto a un bosquecillo, una linterna emitía señales intermitentes.

– Malone -dijo Dennis-. División Miami Sur.

La luz siguió encendida y un hombre rubio y corpulento se acercó. Un tipo nuevo, recientemente venido de la Camarilla St. Cloud. ¿Jim? ¿John?

Los saludos no fueron más que un breve intercambio de «holas». Sólo les quedaban unas pocas horas hasta que rompiera el día, y mucho trabajo que hacer mientras tanto. Jim y el chófer que los había traído desde el aeropuerto estaban capacitados para ayudar a Dennis y a Simon, pero de cualquier manera examinar el escenario del crimen les exigiría todos los minutos de las horas que quedaban.

Simon se puso detrás de Dennis, con la cámara en una mano y la luz en la otra. Le pasó la luz al conductor -Kyle se llamaba, ¿verdad?- y le señaló adónde quería que la dirigiera. Entonces comenzó a tomar fotografías. A Dennis le llevó un momento ver qué era lo que fotografiaba Simon. Ésa era una de las ventajas de tener técnicos en criminología que fueran chamanes: se los ponía en el lugar de los hechos e instintivamente captaban las ondas de violencia y sabían por dónde empezar a trabajar.

Siguiendo el ángulo de la lente de la cámara de Simon, Dennis levantó la vista y vio una soga que colgaba de una rama, con el extremo cortado. Otro trozo estaba en el suelo, donde los técnicos de emergencias médicas lo habían retirado de la garganta de la muchacha.

– Tardé en encontrarla -dijo Jim-. Si hubiera sido un poco más rápido…

– Está viva -respondió Dennis-. Si no hubieras actuado con esa rapidez, no lo estaría.

Su teléfono móvil vibró. Lo sacó del bolsillo. Un mensaje de texto.

– ¿Le has dado la última información al señor Cortez? -le preguntó a Jim-. Aún no ha recibido ningún informe desde el lugar de los hechos.

Por la expresión de Jim, Dennis supo que todavía no lo había enviado. En el caso de la Camarilla St. Cloud probablemente no se telefoneaba a nadie de la familia a las tres de la madrugada a menos que la Bolsa de Tokio se acabara de desplomar. Pero no era así cuando se trabajaba para los Cortez.

– Ya has rellenado una planilla de informe preliminar, ¿no es cierto? -preguntó Dennis.

Jim afirmó con la cabeza mientras buscaba con torpeza en los bolsillos su agenda electrónica.

– Bueno, envíaselo de inmediato al Sr. Cortez. Lo está esperando para informar al padre de Dana, y no puede hacerlo hasta que conozca los detalles.

– ¿El señor…? ¿Qué señor Cortez?

– Benicio -murmuró Simon mientras continuaba sacando fotos-. Se lo tienes que enviar a Benicio.

– ¿Eh? Ah, bueno.

Mientras Jim transmitía el informe, Simon retrocedió para fotografiar la soga que estaba en el suelo. La sangre veteaba la parte inferior del rollo, y Dennis se estremeció, imaginándose a su nieta allí tirada. Se suponía que esas cosas no ocurrían. Desde luego no a los chicos de las camarillas. Si trabajabas para una camarilla, tus chicos estaban protegidos.

– La hija de Randy, ¿no es cierto? -dijo Simon en voz baja detrás de él-. ¿La mayor?

Dennis apenas recordaba a Randy MacArthur, como para saber cuántos hijos tenía. Pero Simon seguramente estaba en lo cierto. Si un día iba al picnic de una compañía, al día siguiente le preguntaba a Pedro González, de Contabilidad, si su hijo se había recuperado del resfriado.

– ¿Qué es el padre de Dana? -preguntó Jim.

– Semidemonio -dijo Simon-. Un Exaudio, me parece.

Jim y Dennis afirmaron con la cabeza. Ellos eran semidemonios, como lo era la mayoría del cuerpo policial de la Camarilla, y sabían lo que eso significaba. Dana no había heredado ninguno de los poderes de su padre.

– La pobre chica no tuvo ninguna oportunidad -afirmó Dennis.

– En realidad, creo que es una sobrenatural -dijo Simon-. Si no me equivoco, su madre es una bruja, de modo que ella también debería serlo.

Dennis hizo un movimiento con la cabeza.

– Como he dicho, la pobre criatura no tuvo la menor oportunidad.

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