Se ha ido

De acuerdo con la dirección que yo le di, el taxi se detuvo delante de un edificio de ladrillo que se hallaba entre un restaurante y una pequeña compañía financiera. A diferencia de los establecimientos adyacentes, éste no tenía ningún rótulo claramente a la vista. Me llevó más de un minuto ver el letrero microscópico que había en la ventana: Clínica Marsh.

– ¡Cristo bendito! -exclamó Jaime cuando toqué el timbre-. ¿Qué es esto? ¿Un centro de rehabilitación?

– Un hospital privado -contesté.

– Qué porquería. ¿A quién hay que matar para que lo traigan a uno aquí? -Captó mi expresión-. Ah, no a quién, sino a cuántos. El hospital de una camarilla.

Una mujer rubia de unos cuarenta y tantos años abrió la puerta.

– Señorita Winterbourne. ¿Qué tal está? El señor Cortez dijo que usted vendría esta noche. Pase, por favor. Y supongo que usted es Jaime Vegas.

Jaime movió afirmativamente la cabeza.

– ¿Ha habido algún cambio en el estado de Dana? -pregunté.

Un gesto mínimo de emoción cruzó el rostro de la enfermera.

– Me temo que no. Pueden quedarse cuanto deseen. El señor Cortez pidió que ésta fuera una visita privada, de modo que si me necesitan, llámenme, por favor. Mientras no lo hagan, no las molestaré. Está en la habitación número tres.

Le di las gracias y seguí sus instrucciones para llegar a un pequeño vestíbulo. Mientras caminábamos, Jaime miraba a su alrededor, tomando nota de todo.

– Piénsalo -dijo-. Si esto es para los empleados, lo más seguro es que tengan un lugar en los Alpes suizos para los ejecutivos. ¿Y para la familia? Sabe Dios. ¿Puedes imaginarte lo que debe de ser tener tanto dinero?

– Recuerda de dónde viene -dije, citando a Lucas.

– Lo intento, ¿pero sabes?, a veces ves lo que puede hacer una camarilla y piensas, ¡hummm…!, puede que atormentar a algunas almas de vez en cuando no sea tan grave. Tú estás con el individuo que se supone que será el dueño de todo esto algún día. Estoy segura de que lo habrás pensado.

– No en sentido favorable.

– Supondría más poder para ti. A mí me tentaría. Diablos, he estado tentada. ¿Conoces a Carlos?

– ¿A Carlos Cortez? No.

– Es el más joven. Bueno, quiero decir el más joven de los legi…, estooo…, de los hijos de Delores. Carlos es la perlita de la carnada. Ha salido a su madre, que es encantadora… y mala como un perro rabioso. Carlos ha heredado también los genes de la maldad, pero parece no haber recibido nada del cerebro de Benicio, de modo que no es muy peligroso. Sea como fuere, hace un par de años lo conocí en un club, y mostró un interés muy claro. Hubo momentos en que me sentí tentada. Quiero decir que aquí hay un tipo con dinero y poder envuelto en una caja de regalo casi perfecta. ¿Qué más podría querer una muchacha? Bueno, tal vez alguien que no se haya ganado una reputación como experto en desagradables juegos de alcoba, pero todo el mundo tienen su lado negativo, ¿no es cierto? Con toda sinceridad, eso es lo que pensé. Ahí estaba, de pie y mirando a aquel tipo mientras pensaba: «¡Hummm…!, a lo mejor puedo cambiarlo».

– Probablemente no.

– De ninguna manera, ¿eh? Yo nunca aprendo, pero esa lección me la sé de memoria. Tómalo o déjalo, porque no vas a cambiarlo. Pero a pesar de todo, nunca dejé de pensar en Carlos. Poder y dinero: si Calvin Klein pudiera embotellar esa fragancia, haría una fortuna. -Me dedicó una sonrisa-. Si lo piensas, podríamos haber sido cuñadas. Seguro que habríamos animado las reuniones familiares.

Abrí una puerta señalada con un pequeño número 3.

– Es muy probable que ya sean suficientemente animadas.

Jaime se rió.

– Seguro que sí. ¿Te imaginas…?

Se interrumpió en el momento en que entramos a la habitación. Era el doble de grande que el dormitorio de mi apartamento. Un diván de cuero y dos sillones reclinables a juego estaban agrupados en torno a una mesa de centro cerca de la puerta. Más allá había una cama de matrimonio extra grande. En medio de ella yacía una niña de largos cabellos rubios, con un edredón con estampado de girasoles que le cubría hasta el pecho. Tenía los ojos cerrados y vendajes alrededor del cuello. En uno de los costados de la cama había máquinas que emitían sonidos discretos, como para no despertarla.

Se me encogió el corazón. ¿Cómo podía alguien…? ¿Cómo podía la madre…? ¡Maldición! ¿Por qué, por qué, por qué? Cerré los ojos, tragué saliva, me acerqué a la cama de Dana y le tomé la mano.

– ¡Maldita sea! -susurró Jaime-. Es una criatura.

– Quin… -Se me secó la garganta. Lo intenté de nuevo-. Tiene quince años, pero parece más pequeña.

– ¿Quince? ¡Dios santo! Cuando Lucas dijo que se trataba de una «muchacha», pensé que se refería a una mujer, pero tendría que haberlo sabido: cuando él dice «muchacha», quiere decir «muchacha».

– ¿La edad supone un problema?

Jaime respiró hondo, con la mirada fija en Dana.

– Más difícil, sí, no para comunicarse. Me refiero a… -se tocó la frente con una de sus cuidadas uñas- aquí arriba. ¿Qué dicen los médicos?

– Está estable. Sobre si recuperará la consciencia, no lo saben.

– Bueno, eso tal vez podamos descubrirlo esta noche. Si ha pasado al otro lado, lo sabré.

Jaime cobró fuerzas, se acercó a la cama y se aferró a la baranda, miró fijamente a Dana, movió la cabeza de un lado a otro, abrió su enorme cartera y sacó algo que tenía el aspecto de una bolsa de maquillaje gigante.

– Te llamaré cuando esté lista -dijo, sin levantar los ojos.

– Tengo mucha experiencia en esto -le contesté-. Bueno, no mucha exactamente, pero sí bastante. He ayudado en un buen número de contactos. Vamos, pásame el incensario y las hierbas y yo lo prepararé mientras tú…

– No.

La palabra fue dicha de un modo que me sobresaltó. Jaime aferró su bolso de herramientas y lo acercó a su cuerpo, como si yo pudiera quitárselo de las manos.

– Preferiría que esperaras en el vestíbulo -dijo.

– Ah, bueno, de acuerdo. Llámame cuando te parezca.

Fui hasta la puerta y volví la vista atrás. Vi que ella continuaba sosteniendo el bolso, todavía cerrado, esperando. Empujé la puerta y salí al vestíbulo.

Bueno, me dije que los nigromantes eran unos bichos raros. Jaime parecía estar muy lejos del típico nigromante de mirada ausente, pero no dejaba de ser curioso que una mujer que se desnudaba ante un extraño pusiera reparos a que esa misma persona presenciara una de sus ceremonias de contacto con el más allá. No es que me importara quedar relegada. Yo no ignoraba lo que había en aquella bolsa de maquillaje Gucci, y no era lápiz de labios de marca.

Para llamar a los muertos se necesitan artefactos de muerte. En ese equipo habría de todo, desde polvo de sepulcros a trozos de ropas mohosas extraídas de tumbas y a, bueno, cosas muertas…, o, por lo menos, pedazos de cosas muertas susceptibles de ser transportadas por alguien. Las herramientas normales de un nigromante. Me sentía feliz de ser una bruja que lanzaba sus hechizos rodeada de hierbas aromáticas, hermosas gemas y cálices antiguos de filigrana.

Alrededor de diez minutos después, Jaime me llamó. Cuando entré estaba sentada junto a la cama, sosteniendo la mano de Dana. La mayoría de los nigromantes dejan a la vista sus herramientas durante la ceremonia, pero el bolso de maquillaje de Jaime había desaparecido juntamente con su contenido. Solamente quedaba el incensario, quemando verbena, que los nigromantes usan cuando toman contacto con almas traumatizadas, tales como víctimas de asesinatos o las almas de aquellos que no se han dado cuenta de que son espíritus.

– ¿No ha funcionado? -pregunté.

La voz de Jaime había descendido hasta convertirse en un susurro forzado y ella estaba pálida.

– Está aquí. No he… -Su voz se hizo más fuerte-. No he establecido contacto todavía. Creo que será más fácil para ella si utilizo una canalización. ¿Sabes cómo funciona?

Afirmé con la cabeza.

– Dejarás que Dana hable a través de ti.

– Efectivamente.

– Así que yo le haré las preguntas y…

– No, no -respondió Jaime-. Bueno, sí, tú harás las preguntas, pero yo se las transmitiré a ella y dejaré que hable a través de mí. No se apoderará de mi cuerpo. Eso sería una canalización total, y si algún nigromante te lo sugiere alguna vez, búscate otro. Ningún nigromante en su sano juicio se entrega completamente a un espíritu.

– Entiendo.

– La primera parte la haré yo sola. Así es más fácil. Estableceré contacto y… explicaré algunas cosas. -Tragó saliva-. Le diré lo que ha ocurrido, dónde está. Puede saberlo, pero… con los chicos… puede haber cierta resistencia a la verdad.

Maldición, yo no había pensado en eso. No sólo estábamos pidiéndole a Jaime que se pusiese en contacto con Dana. Estábamos pidiéndole que le dijese a la chica que yacía en una cama de hospital en estado de coma.

– Disculpa. Si no quieres hacerlo, comprendo perfectamente…

– Estoy bien. Se dará cuenta tarde o temprano, ¿no? Ahora bien, casi con certeza no va a recordarlo punto por punto.

– Amnesia traumática -afirmé yo-. Lucas me ha hablado de ello.

– Bien. Ahora haré contacto. Puede llevar un rato.

Pasaron veinte largos minutos. Durante ese tiempo, Jaime se mantuvo rígidamente sentada, con los ojos cerrados y la mano aferrada a la de Dana, de modo que sólo un ocasional temblor de la mejilla indicaba que estaba ocurriendo algo.

– Muy bien -dijo Jaime finalmente, con voz alegre-. Hay alguien aquí que va a ayudarnos a pescar al tipo que te hizo esto, ¿me entiendes, nena?

– Bueno. -La respuesta sonó una octava más alta que la voz de Jaime.

– Se llama Paige y es una bruja, igual que tú. ¿Sabes lo que es un aquelarre?

– Yo… lo he oído…, me parece.

– Es un grupo de brujas. Paige era miembro del Aquelarre y ayudaba a las brujas que formaban parte de él, pero ahora trabaja por su cuenta para poder ayudar a todas las brujas. -Una manera muy amable de expresarlo. Le agradecí mentalmente a Jaime el giro positivo-. Lo que quiero que hagas es que le digas todo lo que recuerdes, y entonces ella te hará algunas preguntas y, así, cogeremos a ese tipo antes de que te despiertes.

De modo que Dana estaba bien. Gracias a Dios. Me relajé por primera vez desde que habíamos entrado en la habitación.

Dana preguntó cuándo se despertaría.

– Un día de estos -respondió Jaime-. Tu padre va a venir pronto…

– ¿Papá? Sabía que vendría. ¿Está mi madre ahí?

– Ha estado yendo y viniendo -contestó Jaime-. Cuidándote.

– ¿Y estarán aquí cuando despierte?

– Seguro que sí. Ahora, ¿puedes decirle a Paige lo que viste?

– Seguro. Hola, Paige.

Abrí la boca, pero Jaime respondió por mí.

– No vas a poder oír a Paige, cariño. Yo tendré que transmitirte sus mensajes. Pero la verás cuando te despiertes. Ha estado muy preocupada por ti.

Dana sonrió a través de Jaime, la sonrisa de una niña que no estaba acostumbrada a que la gente se preocupara por ella. Yo me aseguraría de que su padre se enterara de la situación de Dana con su madre y, si era el tipo de padre que Benicio decía, Dana nunca más tendría que pasar otra noche en las calles. Si él no se ocupaba, entonces lo haría yo misma.

– Lo intentaré -dijo Dana-. Pero… no me acuerdo muy bien. Está todo muy confuso, como algo que hubiera visto en la televisión hace mucho tiempo y no pudiera recordarlo con claridad.

– Está bien, Dana -la tranquilizó Jaime-. Sabemos que no recordarás mucho, de modo que si no lo haces, lo comprendemos, pero si efectivamente te acuerdas de algo, cualquier cosa, sería fantástico.

– Bueno, era domingo por la noche. Volvía a casa de una fiesta. No estaba drogada ni nada de eso. Me había fumado un porro, pero nada más que eso, sólo uno que compartí con ese muchacho que conocí. De modo que volvía caminando a casa por el parque…, sé que eso suena estúpido, pero en esa zona el parque me parecía más seguro que las calles, ¿sabes? Iba con cuidado, sin abandonar el sendero, mirando y escuchando, y entonces…

Arrastró la voz y se quedó callada.

– ¿Y entonces qué, Dana? -la animó Jaime.

– Entonces… creo que debe de habérseme olvidado lo que ocurrió después, porque lo único que recuerdo es que, de repente, había un hombre detrás de mí. Puede que lo oyera venir, puede que tratara de correr, pero no lo recuerdo.

– Pregúntale… -empecé a decir.

Dana continuó.

– Sé que tú querrás saber cómo era el tipo ese, pero no lo vi realmente. Sé que yo tendría que haber…

– Bueno, si hubiera sido yo -dijo Jaime-, habría tenido tanto miedo que no recordaría nada. Lo estás haciendo muy bien, niña. Tómate tu tiempo y dinos lo que puedas.

– Me agarró, y lo que recuerdo después es que estaba tirada en el suelo, lejos del sendero, en ese bosque. En cierto modo estaba despierta, pero no del todo, y muy cansada. Sólo quería dormir.

– ¿Drogada? -pregunté.

Jaime reformuló la pregunta.

– Supongo que sí. Sólo que no sentía…, sólo recuerdo que estaba cansada. No creo que me atara siquiera, pero no me movía. No quería moverme. Sólo quería dormir. Entonces me puso esa soga alrededor del cuello y me desmayé, y luego me encontré aquí.

– Quiero hablar de la llamada telefónica que hiciste -dije.

– ¿Llamé por teléfono?

– A la línea de emergencia -respondí-. A la Camarilla, el lugar donde trabaja tu padre.

– Ya sé a lo que te refieres, pero no lo recuerdo. Papá nos obligó a mi hermana y a mí a memorizar el número, y sé que debo llamarlos en primer lugar, de modo que lo habré hecho.

Intenté ayudarla a recordar con algunas preguntas sobre su agresor: sobre su voz, su acento, las palabras que usaba, cualquier cosa que pudiera habérsele quedado grabada en la mente, así como sobre su aspecto físico, pero no pudo decirme gran cosa, salvo que no sonaba como alguien «de aquí».

– Ah, dijo una cosa que me pareció rara. Cuando empezó a ahogarme. Parecía como si estuviese hablando con alguien, pero allí no había nadie. Como si estuviese hablando consigo mismo, sólo que usó un nombre.

Extremé mi atención.

– ¿Lo recuerdas?

– Me parece que era Nasha -contestó Dana-. Por lo menos así sonaba.

– Pregúntale qué fue exactamente lo que dijo -pedí, y Jaime así lo hizo.

– Dijo que estaba haciendo aquello por esa persona, ese tal Nasha -contestó Dana.

– Un sacrificio ritual -dije yo a mi vez.

Jaime afirmó con la cabeza. Continuamos estimulando la memoria de Dana, pero era obvio que sólo estaba parcialmente consciente cuando oyó hablar a su agresor. Después pasamos otra vez al criminal. Era, con bastante certeza, sobrenatural, y podía haber hecho algo que revelara cuál era su raza, pero Dana no lo recordaba. Como hija de una bruja y un semidemonio, ella estaba familiarizada tanto con el lanzamiento de hechizos como con las muestras demoníacas de poder, pero el agresor no había dado señales ni de una cosa ni de la otra.

– Lo has hecho muy bien, cariño -dijo Jaime cuando yo le indiqué que ya no tenía más preguntas-. Nos has prestado una gran ayuda. Muchísimas gracias.

Dana sonrió a través de Jaime.

– Yo debería darles las gracias a ustedes. Y lo haré, cuando despierte. Las llevaré a almorzar a algún sitio. Yo invito. Bueno, yo y mi padre.

– Se… seguro, cariño -respondió Jaime con una mirada vacilante-. Así lo haremos. -Me miró-. ¿Puedo dejarla marchar ya?

Afirmé con la cabeza y cerré mi pluma.

– Dile que la veré cuando despierte.

Unos minutos después, Jaime se puso de pie y se masajeó los hombros.

– ¿Estás bien? -le pregunté.

Emitió un sonido que no indicaba nada y alargó la mano hacia su bolso. Contuve un bostezo, y pasé entonces al baño para echarme agua fría en la cara.

– Bueno, ¿tienes idea de cuándo recobrará el conocimiento? -le pregunté cuando regresé a la habitación.

– No lo hará.

Me detuve y me di la vuelta lentamente. Jaime estaba ocupada con algo que tenía en el bolso.

– ¿Qué?

Jaime no levantó la vista.

– Ya ha cruzado al otro lado. Se nos ha ido.

– Pero tú…, tú dijiste…

– Sé lo que dije.

– Le dijiste que estaba bien. ¿Cómo pudiste…?

La mirada de Jaime se encontró violentamente con la mía.

– ¿Y qué se supone que debía decirle? ¿Lo lamento, nena, estás muerta, pero no lo sabes todavía?

– Oh, Dios mío. -Me hundí en la silla más próxima-. Lo siento mucho. No pretendíamos…, yo no pretendía… ponerte en esa…

– Son gajes del oficio. Si no era yo, otro lo habría hecho, ¿no es cierto? Tienes que atrapar a ese desgraciado, y ésta ha sido la mejor manera de obtener información, de modo que… -Se pasó la mano por la cara-. Realmente me vendría bien un trago. Y un poco de compañía. Si no tienes inconveniente.

Me levanté de la silla.

– Por supuesto.

Загрузка...