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Hércules Poirot subió en el ascensor hasta las oficinas de sir Joseph Hoggin. Entregó su tarjeta y le anunciaron que sir Joseph estaba ocupado en aquel momento, pero que le recibiría tan pronto le fuera posible. Al cabo de un rato, una arrogante rubia salió del despacho de sir Joseph, llevando en la mano gran cantidad de papeles. Al pasar dirigió una mirada desdeñosa al estrambótico hombrecillo que esperaba.

Sir Joseph estaba sentado tras una inmensa mesa de caoba. En la barbilla tenía una mancha de carmín.

—Bien, señor Poirot. Siéntese. ¿Tiene algo nuevo que contarme?

El detective contestó:

—El asunto en sí es de una simplicidad encantadora. En cada uno de los casos, el dinero se envió a una de esas pensiones u hoteles privados en los que no hay portero ni encargado de recepción y donde gran cantidad de huéspedes entran y salen continuamente, incluyendo entre ellos un buen porcentaje de militares retirados. Resulta, pues, facilísimo para cualquiera, entrar en el vestíbulo, o retirar una carta del casillero. Luego, o bien puede llevársela, o puede sacar el dinero y reemplazarlo por recortes de periódicos. Por lo tanto, en todas las ocasiones, nos encontramos con que la pista termina en un callejón sin salida.

—¿Quiere usted decir que no tiene idea de quién lo hizo?

—Tengo algunos proyectos; mas harán falta unos pocos días para llevarlos a la práctica.

Sir Joseph lo miró con curiosidad.

—Buen trabajo. Entonces, cuando tenga que informarme de alguna cosa...

—Iré a su casa.

—Si llega usted al fondo de este asunto, habrá llevado a cabo un excelente trabajo —opinó sir Joseph.

—No tiene por qué preocuparse; no fracasaré. Hércules Poirot nunca falla.

Sir Joseph Hoggin miró fijamente al hombrecillo.

—Tiene usted mucha confianza en sí mismo, ¿verdad? —preguntó.

—Enteramente, y con razón.

—Bien —sir Joseph se recostó en su sillón—: Ya sabe que antes de la caída siempre está orgulloso uno de lo bien que sabe andar.

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