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El doctor Alan García, analista del Departamento oficial, se frotó las manos e hizo un guiño a Hércules Poirot.

—Bueno —dijo—. Supongo que esto le satisfará, monsieur Poirot. Es usted el hombre que siempre tiene razón.

—Muy amable —replicó el detective.

—¿Qué es lo que le puso a usted sobre la pista? ¿Habladurías acaso?

—Como dicen ustedes... «Entra el rumor, lleno de lenguas pintadas sobre él.»

Al día siguiente Poirot tomó una vez más el tren para Market Loughborough.

El pueblecito hervía de agitación, con el zumbido de una colmena. La excitación había empezado aunque suavemente, cuando se hicieron los preparativos para la exhumación.

Y ahora que los descubrimientos de la autopsia habían trascendido, la conmoción había llegado a su más alto grado de temperatura.

Hacía cerca de una hora que Poirot estaba en la posada y justamente acababa de tomar una sustanciosa comida compuesta por carne y un «pudding» de riñones, regado todo ello con buena cerveza, cuando le avisaron que una señora quería hablar con él.

Era la enfermera Harrison. Tenía el rostro blanco y ojeroso.

Se dirigió en derechura hacia Poirot.

—¿Es verdad...? ¿Es verdad lo que dicen, monsieur Poirot?

—Sí. Se ha encontrado arsénico en cantidad más que suficiente para causar la muerte.

La enfermera Harrison exclamó:

—Nunca pensé... ni por un momento pensé... —y se echó a llorar.

Poirot comentó con dulzura:

—Ya sabe usted que siempre la verdad ha de resplandecer.

Ella sollozó.

—¿Lo ahorcarán?

—Tienen que probarse muchas cosas todavía... —contestó el detective—. Oportunidad... acceso al veneno... vehículo con que fue administrado...

—Pero suponiendo, monsieur Poirot, que él no tenga nada que ver con ello... nada en absoluto...

—En ese caso —Poirot se encogió de hombros—, será absuelto.

La enfermera Harrison dijo lentamente:

—Hay algo... algo que, según creo, debí decirle antes... Mas no pensé que, en realidad, pudiera haber resultado esto. Fue una cosa... rara.

—Ya sabía yo que había algo más —respondió Poirot—. Sería conveniente que me lo dijera ahora.

—No es mucho. Solamente que un día, cuando bajé al dispensario a buscar una cosa, Jean Moncrieffe estaba haciendo algo...

—¿De veras?

—Parece una tontería. Tan sólo fue que ella estaba rellenando su estuche de polvos para la cara... un estuche esmaltado, de color rosa...

—¿Sí?

—Pero no lo estaba rellenando de polvos... polvos para la cara quiero decir. Estaba vertiendo en él unos polvos que contenía una de las botellas del armario de los venenos. Cuando ella me vio se sobresaltó y cerró el estuche y lo guardó en el bolso, y puso rápidamente la botella en el armario para que no viera lo que era. Yo hubiera dicho que todo ello no tenía ningún significado..., pero ahora sé que la señora Oldfield fue envenenada... —calló de pronto.

—¿Me perdona un momento? —dijo Poirot.

Salió de la habitación y telefoneó al sargento Grey, detective de la policía de Berkshire.

Cuando volvió tomó asiento y tanto él como la enfermera Harrison guardaron silencio.

Con la imaginación veía Poirot la cara de una muchacha pelirroja y la que con su voz clara y fuerte decía: «No estoy de acuerdo con usted.» Jean Moncrieffe no deseaba que se hiciera la autopsia. Dio una excusa bastante plausible, pero el hecho subsistía. Una muchacha competente, eficiente... resuelta. Enamorada de un hombre ligado a una esposa enferma y quejumbrosa, cuya vida podía durar años y años, ya que, según lo dicho por la enfermera Harrison, sus males eran principalmente imaginarios.

Hércules Poirot suspiró.

—¿En qué piensa usted? —preguntó la enfermera.

—Lo malo de estas cosas... —contestó Poirot.

—No creo de ninguna forma que él supiera algo del asunto.

—No. Estoy seguro de que él no sabía nada.

Se abrió la puerta y entró el sargento Grey. En la mano llevaba un objeto envuelto en un pañuelo de seda. Lo desenvolvió y lo depositó cuidadosamente. Era un estuche esmaltado, de brillante color de rosa.

—Ése es el que vi —exclamó la enfermera Harrison.

—Lo hemos encontrado en el fondo de un cajón de la cómoda que hay en la habitación de la señorita Moncrieffe, dentro de una cajita de pañuelos. Por lo que veo, no hay huellas digitales en él, pero he de tener especial cuidado.

Con el pañuelo sobre la mano, apretó el resorte y la cajita se abrió.

—Esto no es polvo para la cara —elijo Grey.

Tomó un poco con la punta del dedo y lo probó con la lengua.

—No sabe a nada en particular.

—El arsénico blanco no tiene gusto alguno —dijo Hércules Poirot.

—Lo analizaremos en seguida —anunció Grey. Miró a la enfermera Harrison—. ¿Puede usted jurar que ésta es la misma caja?

—Sí. Estoy segura. Ése es el estuche que vi en poder de la señorita Moncrieffe cuando bajé al dispensario, una semana antes de que muriera la señora Oldfield.

El sargento Grey suspiró. Miró a Poirot e hizo un signo afirmativo con la cabeza.

Poirot tocó el timbre.

—Digan a mi criado que venga, por favor.

George, el perfecto sirviente, discreto y callado, entró y miró inquisitivamente a su señor. Hércules Poirot dijo:

—Ha identificado usted este estuche de polvos, señorita Harrison, como el que vio en poder de la señorita Moncrieffe, hace cosa de un año. Se sorprenderá de saber que esta cajita, en particular, fue vendida por los Almacenes Woolworth hace unas pocas semanas y que, además, es de un modelo y color que solamente se ha fabricado durante los tres últimos meses.

La enfermera dio un respingo y miró fijamente a Poirot con sus ojos grandes y oscuros.

—¿Ha visto este estuche antes de ahora, George? —preguntó el detective.

George dio un paso adelante.

—Sí, señor. Yo vi cómo esta persona, la enfermera Harrison, lo compraba en los Almacenes Woolworth el viernes, día dieciocho. Siguiendo las instrucciones que me dio usted fui detrás de esta señorita para vigilar sus movimientos. Tomó un autobús el día que he mencionado y fue a Darmington, donde compró esta cajita. Después volvió a su casa. Más tarde, el mismo día, se dirigió hacia donde se hospeda la señorita Moncrieffe. De acuerdo con las instrucciones que tenia ya estaba yo en dicha casa. Vi cómo ella entraba en el dormitorio de la señorita Moncrieffe y escondía el estuche en el fondo de uno de los cajones de la cómoda. Lo pude ver muy bien por una rendija de la puerta. Después esta señora salió de allí creyendo que nadie la había visto. Puede decirse que en este pueblo nadie cierra la puerta de la calle y entonces estaba anocheciendo.

Poirot se dirigió a la enfermera Harrison con voz dura y en tono mordaz.

—¿Puede usted explicar estos hechos, enfermera Harrison? Creo que no. No había arsénico en esa cajita cuando salió de los Almacenes Woolworth, pero sí lo contenía cuando salió de la casa de la señorita Bristow —y añadió suavemente—: No fue usted muy prudente al guardar una reserva de arsénico en su poder.

La mujer sepultó la cara entre las manos. Con voz baja y empañada, dijo:

—Es verdad... todo es verdad... yo la maté. Y todo para nada... nada... estaba loca...

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