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El colegio de la señorita Pope, como muchos otros de su clase, estaba situado en Neilly. Mientras contemplaba su respetable fachada, Hércules Poirot se vio envuelto por una ola de muchachas que salían por sus portales.

Contó veinticinco de ellas. Todas vestían uniforme de color azul oscuro y llevaban en la mano sombreritos ingleses de terciopelo de igual color, cuya banda ostentaba el distintivo, púrpura y oro, que la señorita Pope había elegido para su colegio. Las edades oscilaban entre los catorce y los dieciocho años. Los tipos eran de lo más variado; gordas y flacas, rubias y morenas, larguiruchas y garbosas. Al final, acompañada por una de las más jóvenes, venía una mujer de cabellos grises y aspecto inquieto que, según juzgó Poirot, debía ser la señorita Burshaw.

El detective se quedó mirando cómo se alejaban las muchachas y luego apretó el botón del timbre y preguntó por la señorita Pope.

La señorita Lavinia Pope era una persona completamente diferente de la señorita Burshaw. Tenía personalidad y sabía infundir respeto. Tenía esa patente superioridad sobre los demás que constituye uno de los más preciados dones de una directora de colegio.

Se peinaba con distinción el pelo gris y llevaba un traje severo, pero elegante. Era competente y parecía saberlo todo.

El salón donde recibió a Poirot daba idea de su cultura. Estaba amueblado con distinción y adornado con flores y algunas fotografías dedicadas por antiguas alumnas que ahora brillaban en el mundo; muchas de ellas ataviadas con el traje con que fueron presentadas en sociedad. En las paredes se veían también varias reproducciones de las mas famosas obras pictóricas y algunas acuarelas de excelente factura. La habitación estaba limpia y pulida en grado sumo. Hacía pensar al visitante que ni una mota de polvo tendría osadía de posarse sobre tan deslumbrante brillantez.

La señorita Pope recibió a Poirot con la competencia de una persona cuyos juicios raramente fallan.

—¿Monsieur Hércules Poirot? Conozco su nombre, desde luego. Supongo que habrá venido con motivo del desafortunado asunto de Winnie King. Ha sido un incidente muy penoso.

Pero ella no parecía muy apenada. Afrontaba el desastre en la única forma aconsejable, es decir, tratándolo con mucha competencia y reduciéndolo, por lo tanto, hasta hacerlo parecer casi insignificante.

—Tal cosa no había ocurrido nunca en esta casa —dijo.

«Y nunca volverá a suceder», parecían afirmar sus maneras.

—Era la primera vez que la muchacha salía de casa.

—Sí.

—¿Tuvo usted alguna entrevista preliminar con Winnie... con sus padres?

—Recientemente, no. Hace dos años estuve cerca de Cranchester en casa del obispo...

La forma con que pronunció estas últimas palabras parecían decir:

«Tome nota, por favor. Soy de las que paran en casa de los obispos.»

—Mientras estuve allí conocí al canónigo King y a su esposa. La señora King sufre una enfermedad crónica. Entonces conocí también a Winnie; una muchacha muy bien educada y que posee un buen sentido artístico. Le dije a la señora King que tendría mucho gusto en recibir a su hija en mi colegio al cabo de un año o dos... cuando hubiera completado su cultura general. Aquí nos especializamos en arte y música. Llevamos a las muchachas a la ópera y a la Comedia Francesa. También toman lecciones en el Louvre. Los mejores maestros vienen a enseñarles música, canto y pintura. Nuestro propósito es darles la más amplia de las culturas.

La señorita Pope se acordó de pronto que Poirot no era padre de ninguna posible nueva alumna y añadió abruptamente:

—¿En qué puedo servirle, monsieur Poirot?

—Me gustaría saber cuál es su actual posición respecto a Winnie.

—Su padre ha venido a buscarla para llevársela con él. Es lo más prudente que se puede hacer después de la impresión que ha sufrido.

Y prosiguió:

—No admitimos jóvenes delicadas de salud, pues no tenemos nada dispuesto para cuidar enfermos. Le dije al canónigo que, en mi opinión, lo mejor que podía hacer era llevarse a su hija.

Poirot preguntó sin rodeos:

—¿Qué cree usted que ocurrió en realidad, señorita Pope?

—No tengo ni la menor idea, monsieur Poirot. El asunto en sí, tal y como me lo han contado, parece absolutamente increíble. Y no me parece que la persona de mi confianza que cuidaba de las muchachas tenga la culpa de ello... En todo caso, podría reconvenírsele el que no descubriera antes la desaparición.

—¿Tal vez recibió usted la visita de la policía? —preguntó Poirot.

Un ligero estremecimiento recorrió la aristocrática figura de la señorita Pope y con acento glacial dijo:

—Vino a verme un tal monsieur Lafarge, de la prefectura. Quería saber si yo podía decirle algo que aclarara la situación. Pero, como era natural, no pude hacer nada por él. Entonces solicitó registrar el baúl de Winnie que ya había llegado junto a los de las otras chicas. Le dije que aquello ya me había sido solicitado por otro miembro de la policía. Supongo que no existe mucha conexión entré sus diversos departamentos. Me telefonearon poco después, insistiendo en que no les había entregado todo lo que pertenecía a Winnie. Pero sobre esta cuestión fui muy concisa con ellos. No debe someterse una, ni dejarse intimidar por elementos oficiales.

Poirot exhaló un largo suspiro.

—Tiene usted un carácter animoso. La admiro por ello, mademoiselle. Presumo que el baúl de Winnie fue abierto cuando llegó, ¿verdad?

La señorita Pope pareció algo desconcertada.

—Rutina —dijo—. Vivimos estrictamente guiados por reglas rutinarias. Los baúles de las muchachas son abiertos cuando llegan y sus cosas se guardan en la forma que tengo establecida de antemano. Todo lo de Winnie se sacó, junto con lo de sus compañeras. Como es lógico, después se volvió a guardar en el baúl, para entregarlo tal como llegó.

—¿Tal como llegó exactamente?

Poirot se levantó y fue hacia una de las paredes.

—Posiblemente —dijo— ésta es una vista del famoso puente de Cranchester, con la catedral al fondo.

—Está usted en lo cierto, señor Poirot. Winnie lo pintó con la intención evidente de traerlo y darme una sorpresa. Estaba en el baúl, envuelto en un papel sobre el que se leía: «Para la señorita Pope, de Winnie.» Fue un detalle muy delicado de la niña.

—¡Ah! —dijo Poirot—. ¿Y qué piensa usted de ello... como pintura?

Había visto muchos cuadros que representaban el puente de Cranchester. Era un motivo que podía encontrarse cada año en la Academia; algunas veces pintado al óleo, otras en acuarela. En ocasiones bien ejecutado; pintado a veces con un estilo mediocre, y en otras, como si hubieran utilizado una treta para diseñarlo. Pero nunca tan crudamente representado como en aquella muestra.

La señorita Pope sonrió con indulgencia.

—No se debe descorazonar a las chicas, señor Poirot. A Winnie hay que estimularla para que trabaje mejor, desde luego.

El detective comentó, penosamente:

—Hubiera sido más lógico, para ella, pintar una acuarela, ¿no le parece?

—Sí. No sabía que pintara al óleo.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¿Me permite, señorita?

Descolgó el cuadro y lo llevo hasta la ventana. Lo examinó y luego, levantando la vista, observó:

—Le voy a rogar, señorita, que me regale este cuadro.

—Bueno... en realidad, señor Poirot...

—No me dirá que le ha tomado cariño. La pintura es abominable.

—Convengo en que no tiene mérito artístico alguno. Pero es el trabajo de una alumna y...

—Le aseguro, señorita, que es un cuadro que no merece estar colgado en las paredes de esta habitación.

—No sé por qué dice usted eso, señor Poirot.

—Se lo voy a probar en un momento.

Sacó del bolsillo una botella, una esponja y varios trapos.

—Antes le voy a contar una corta historia. Tiene algún parecido con el cuento del patito feo que se convirtió en cisne.

Mientras hablaba, trabajaba afanosamente. El olor del aguarrás llenó la habitación.

—Posiblemente habrá usted visto pocos programas de variedades teatrales, ¿verdad?

—En efecto; me parecen cosas bastante triviales...

—Triviales, tal vez; pero en ocasiones son instructivas. Yo he visto a un artista de variedades cambiar de personalidad de una forma casi milagrosa. En uno de los cuadros es una estrella de cabaret, exquisita y encantadora. Diez minutos después es una niña de corta estatura, anémica y escrofulosa, vestida con atavío de gimnasia... y pasados otros diez minutos en una gitana andrajosa que va diciendo la buenaventura.

—Es posible, no lo dudo; pero no veo qué tiene de particular...

—Voy a demostrarle cómo se hizo el juego de magia en el tren. Winnie, la colegiala, con sus trenzas, sus gafas y sus dientes prominentes... entró en el tocador de señoras. Un cuarto de hora después salió de allí, y usando las palabras del inspector Hearn, ¡qué señora tan decorativa! era entonces. Finísimas medias de seda; zapatos de tacón alto; un abrigo de visón cubriendo su uniforme escolar; un atrevido pedacito de terciopelo, llamado sombrero, colocado sobre los rizos... y una cara... ¡qué cara! Colorete, polvos, lápiz labial, maquillaje. ¿Cuál es la verdadera cara de esta artista del disfraz? Sólo Dios lo sabe. Mas, usted misma, señorita, ha visto cuan a menudo cambian las desgarbadas colegialas y, como por milagro, se convierten en unas atractivas y atildadas debutantes en sociedad.

La señorita Pope dio un respingo.

—¿Quiere usted decir que Winnie King se disfrazó de...?

—No fue Winnie King... la chica fue raptada cuando cruzaba Londres, de una estación a otra. Y nuestra artista ocupó su sitio. La señorita Burshaw no vio nunca a Winnie... ¿y cómo iba a saber que la colegiala de las trenzas y las gafas no era la propia Winnie King? Pero la impostora no podía atreverse a llegar hasta aquí, pues usted conocía personalmente a la chica. Por lo tanto, Winnie desapareció en el tocador de señoras, de donde salió como la esposa de un hombre llamado Jim Elliot, de cuyo pasaporte figuraba como tal. Las trenzas, las gafas, las medias de hilo y las abrazaderas correctoras de los dientes, cabían en un espacio pequeño. Pero los recios zapatos y el sombrero, ese inflexible sombrero inglés, tenían que ser ocultados en algún sitio. Y fueron a parar a la vía, a través de la ventanilla. Después, la verdadera Winnie atravesó el Canal de la Mancha. Nadie buscaba a una muchacha enferma, medio adormecida por las drogas, viajando desde Inglaterra a Francia. En un coche la llevaron hasta más allá de Amiens y la dejaron al lado de la carretera. En el caso de que le hubieran inyectado escopolamina, era posible que no recordara gran cosa de lo que le había ocurrido.

La señorita Pope miraba entretanto fijamente a Poirot.

—Pero ¿por qué? —preguntó—. ¿Cuál puede ser la razón de una mascarada tan insensata?

—¡El equipaje de Winnie! Esa gente necesitaba pasar un objeto de contrabando desde Inglaterra a Francia; algo que todos los aduaneros buscaban... un objeto robado. ¿Y qué sitio más seguro que el baúl de una colegiala? Es usted muy conocida, señorita Pope; y su colegio goza de justa fama. En la estación del Norte se pasan «en bloc» los baúles de las señoritas, las pequeñas «pensionistas». ¡Pertenecen a la conocidísima escuela inglesa de la señorita Pope! Y luego, después del rapto, ¿qué más natural que enviar a recoger el equipaje de la niña... diciendo que lo reclaman de la Prefectura?

Hércules Poirot sonrió.

—Mas, por fortuna, existía la rutina de abrir los baúles cuando llegaban; y allí apareció un regalo que Winnie le destinaba a usted. Pero no era el mismo regalo que la muchacha puso en el baúl antes de salir de Cranchester.

El detective se acercó a la señorita Pope.

—Vea ahora este cuadro; debe admitir que no está bien para un colegio tan respetable como éste.

Mostró la parte pintada del lienzo.

El puente de Cranchester había desaparecido como por arte de magia. En su lugar se veía una escena mitológica, pintada con colores vivos y tonos profundos.

—El cinturón de Hipólita —explicó Poirot suavemente—. Hipólita dando su cinturón a Hércules... pintado por Rubens. Una obra maestra... mais tout de méme, no muy conveniente para su salón.

La señorita Pope se ruborizó ligeramente.

Hipólita tenía puesta una mano en el cinturón... única prenda que usaba. Hércules llevaba una piel de león sobre el hombro. Rubens pintaba unas figuras humanas muy exuberantes.

Recobrando su serenidad, la señorita Pope opinó:

—Sí; es una obra de arte magnífica... Pero aunque así sea, como muy bien dice usted, es necesario tener en cuenta la susceptibilidad de los padres de las alumnas. Algunos de ellos son predispuestos a tener un criterio muy estrecho... Ya sabe usted a qué me refiero...

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