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El salón de la señora Larkin estaba lleno de gente.

La propia dueña de la casa estaba preparando combinados en una mesilla auxiliar. Era una mujer alta, de pelo castaño claro, recogido sobre la nuca. Sus ojos tenían un matiz más bien verde que gris, con grandes y negras pupilas. Sus movimientos eran fáciles, con una especie de gracia siniestra. Parecía tener poco más de treinta años. Sólo un examen más detenido revelaba las arrugas que se le formaban junto a los ojos. Aquello denunciaba que, por lo menos, tenía diez años más de lo que aparentaba.

Hércules Poirot había sido llevado allí por una señora de mediana edad, amiga de lady Carmichael. El detective se vio de pronto con un combinado en la mano, mientras se le indicaba que llevara otro a una muchacha que estaba sentada junto a la ventana. La chica era de baja estatura y rubia. Tenía la cara sonrosada y de sospechosa expresión angelical. Sus ojos, según apreció Poirot en seguida, parecían estar alerta.

—A su eterna salud, mademoiselle —brindó el detective.

Ella inclinó la cabeza y bebió.

Luego dijo repentinamente:

—Usted conoce a mi hermana.

—¿Su hermana? ¿Es usted, entonces, una de las hermanas Grant?

—Soy Pam Grant.

—¿Y dónde está su hermana hoy?

—Ha salido de cacería. Debe regresar dentro de poco.

—Conocí a su hermana en Londres.

—Ya lo sabía.

—¿Se lo dijo ella?

Pam Grant asintió y preguntó:

—¿Se encontraba en algún apuro?

—¿Pero es que no se lo contó todo?

La muchacha sacudió la cabeza.

—¿Estaba allí Tony Hawker? —preguntó.

Antes de que Poirot pudiera contestar se abrió la puerta y entraron Hawker y Sheila Grant. Ambos vestían equipo de caza y ella llevaba una mancha de barro en una de sus mejillas.

—Hola, amigos; venimos por una copa. El frasco de Tony está seco por completo.

Poirot murmuró:

—Hablando del ruin de Roma...

Pam Grant replicó:

—Más que ruin.

—¿Esas tenemos? —comentó secamente Poirot.

Beryl Larkin se adelantó.

—¿Ya estás aquí, Tony? Cuéntame cómo ha ido todo. ¿Habéis batido el matorral de Gelert?

Diestramente se lo llevó hacia un sofá situado al lado de la chimenea. Poirot vio cómo el joven volvía la cabeza y miraba a Sheila, antes de seguir a la señora Larkin.

Sheila había visto al detective. Titubeó durante unos instantes, pero luego se dirigió hacia donde estaban él y su hermana.

—¿Fue usted, entonces, quien estuvo ayer en casa? —le preguntó de súbito.

—¿Se lo ha dicho su padre?

Ella negó con la cabeza.

—Abdul lo descubrió. Yo... me figuré...

Pam intervino:

—¿Fue usted a hablar con papá?

—Pues... sí —respondió Poirot—. Tenemos... varios amigos comunes.

—No lo creo —dijo Pam con sequedad.

—¿Qué es lo que no cree? ¿Que su padre y yo tenemos amigos comunes?

La muchacha se ruborizó.

—No sea estúpido. Quería decir... que ésa no fue, en realidad, la razón de su visita...

Se dirigió a su hermana:

—¿Por qué no dices nada, Sheila?

La joven pareció sobresaltarse.

—¿No tenía... nada que ver con Tony Hawker? —preguntó.

—¿Por qué tenía que ser así? —replicó Hércules Poirot.

Sheila enrojeció y sin replicar se dirigió hacia donde estaban los demás invitados.

Con súbita vehemencia, pero en voz baja, Pam contestó:

—No me gusta Tony Hawker. Tiene... un aire siniestro; y ella también. Me refiero a la señora Larkin. Mírelos ahora.

Poirot siguió la mirada de la joven.

La cabeza de Hawker estaba junto a la de la señora Larkin. Parecía que el joven trataba de apaciguarla. La voz de la mujer se oyó durante un instante.

—...pero no puedo esperar. Lo quiero ahora.

Poirot comentó mientras sonreía:

Les femmes... sea lo que sea... lo quieren todo en seguida, ¿verdad?

Pero Pam Grant no contestó. Tenía la cabeza inclinada y, con mano nerviosa, se alisaba la falda una y otra vez.

El detective murmuró:

—Usted es completamente diferente de su hermana, mademoiselle.

Ella levantó la cabeza, como si le causaran impaciencia las trivialidades.

—Monsieur Poirot, ¿qué es lo que Tony le está dando a Sheila? ¿Qué es lo que la está volviendo... diferente?

El detective miró con fijeza.

—¿No ha tomado nunca drogas, señorita Grant? —preguntó.

La joven sacudió la cabeza.

—¡Oh, no! ¿Es eso? ¿Drogas? Es una cosa peligrosa.

En aquellos momentos, con una copa en la mano, llegaba hasta ellos Sheila Grant.

—¿Qué es peligroso? —preguntó.

—Estamos hablando de los peligros que encierra el hábito de las drogas. De la muerte lenta que sufre el cuerpo y el alma, de la destrucción de todo lo que hay de bueno y hermoso en un ser humano —dijo Poirot.

Sheila Grant contuvo el aliento. La mano que sostenía la copa tembló y el licor se derramó por el suelo.

El detective prosiguió:

—Creo que el doctor Stoddart ya le hizo ver claramente qué representa esa muerte lenta... Es muy fácil de hacer... pero dificilísimo de deshacer. La persona que deliberadamente se aprovecha de la degradación y la miseria de los demás es como un vampiro.

Dio la vuelta y se alejó. Detrás de él oyó como Pam decía:

—¡Sheila!

Y un susurro... un ligero susurro... de Sheila Grant. Fue tan leve que a duras penas pudo oír lo que decían:

—El frasco...

Hércules Poirot se despidió de la señora Larkin y salió al vestíbulo. Sobre la mesa se veía un frasco, a manera de cantimplora, junto a un látigo y un sombrero. El detective lo cogió y vio que llevaba las iniciales «A. H.».

—¿Estará vacío el frasco de Tony? —murmuró Hércules Poirot.

Lo sacudió ligeramente. No parecía que contuviera licor. Desenroscó el tapón.

El frasco de Tony Hawker no estaba vacío. Estaba lleno... de polvo blanco...

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