8



Harold Waring se hallaba junto al lago. Había paseado febrilmente durante una hora, procurando con aquel esfuerzo físico acallar el clamor de desesperación que sentía.

Llegó por fin al lugar donde vio por primera vez a las dos lúgubres mujeres que tenían bajo sus pies la vida de él y de Elsie.

En voz alta, exclamó:

—¡Malditas sean! ¡Malditas sean esas arpías!

Una ligera tosecilla le hizo dar la vuelta. Se encontró frente al extranjero del bigote exuberante, que en aquel momento salía de entre los pinos.

Harold no supo qué decir. Aquel hombrecillo seguramente oyó la exclamación.

Con tono que le pareció ridículo, dijo:

—Oh... ejem... buenas tardes.

El otro contestó en perfecto inglés:

—Temo que para usted no serán muy buenas.

—Pues... yo... —Harold se turbó otra vez.

—Creo que se encuentra usted en un atolladero, monsieur. ¿Puedo ayudarle en algo?

—No; gracias; muchas gracias. Sólo me estaba desahogando un poco.

El extranjero replicó suavemente:

—No obstante, creo que puedo ayudarle. ¿Estoy en lo cierto al suponer que sus preocupaciones están relacionadas con las dos señoras que en este instante se encuentran en la terraza?

Harold lo miró con fijeza.

—¿Sabe usted algo de ellas? Y a todo esto, ¿quién es usted?

Como si confesara pertenecer a una ascendencia principesca, el hombrecillo anunció:

—Yo soy Hércules Poirot. ¿Podríamos adentrarnos un poco en el bosque? Cuénteme entretanto lo que le ocurre. Como le dije, creo que puedo ayudarle.

Harold no estaba todavía seguro de qué fue lo que le hizo confiar repentinamente en un hombre a quien acababa de conocer hacía unos pocos minutos. Tal vez fue la excesiva tensión que le dominaba. Pero, sea como fuere, ocurrió. Relató a Poirot toda la historia.

El detective escuchó en silencio y en una o dos ocasiones asintió gravemente. Cuando Harold calló, Poirot comentó vagamente:

—Los pájaros de Estinfalia, de férreos picos, que se alimentaban de carne humana y habitaban junto al lago... Sí; todo coincide exactamente.

—Perdón, ¿qué decía? —preguntó Harold, intrigado.

Quizá, pensó, aquel estrambótico hombrecillo estaba loco de remate.

Hércules Poirot sonrió.

—Estaba reflexionando. Tengo mi propio sistema de ver las cosas. Y por lo que se refiere a este punto, me parece que se encuentra usted en una situación bastante desagradable.

Harold replicó con impaciencia:

—¡Eso no es menester que usted lo diga!

El detective prosiguió:

—El chantaje es un asunto muy serio. Esas arpías le forzarán a pagar... y pagar... y pagará otra vez. Y si acaso las desafiara... bueno, ¿qué pasaría?

El joven comentó con amargura:

—Todo se descubriría. Arruinarían mi carrera, y una pobre chica que nunca hizo mal a nadie, se vería envuelta en este asunto infernal. Sólo Dios sabe cuál sería el final de todo ello.

—Por lo tanto —dijo Poirot—, debemos hacer algo.

Harold preguntó con malos modos:

—¿Qué?

Hércules Poirot inclinó hacia atrás la cabeza y casi cerró los ojos cuando habló, las dudas acerca de su buen estado mental cruzaron de nuevo por el pensamiento de Harold.

—Es el momento de utilizar las castañuelas de bronce.

—¿Está usted loco? —dijo el joven.

Mais non! Sólo hago lo posible para seguir el ejemplo de mi gran predecesor Hércules. Tenga paciencia durante unas pocas horas, amigo mío. Mañana me encontraré en situación de poder librarle de sus perseguidoras.

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