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Hércules Poirot se dirigió a la estafeta de Correos y pidió una conferencia con Londres.

Una voz malhumorada sonó al otro extremo del hilo.

—¿Qué obligación tiene de ir sacando a la luz estos asuntos, mi querido Poirot? ¿Está seguro de que en este caso debemos intervenir nosotros? Ya sabe a qué se reducen muchas veces esas habladurías de pueblo... a nada en absoluto.

—Éste es un caso especial —respondió el detective.

—Bueno... si lo cree así... Tiene usted la desesperante costumbre de estar siempre en lo cierto. Pero si todo esto resulta luego una alarma infundada, no quedaremos muy satisfechos de usted, sépalo.

Poirot sonrió y murmuró:

—No. El que quedará satisfecho seré yo.

—¿Qué ha dicho? No le oigo.

—Nada. Nada de particular.

Colgó el teléfono.

Cuando salió de la cabina se apoyó en el mostrador de la oficina de Correos. Utilizando su tono de voz más atractivo, preguntó:

—¿Por casualidad podría decirme, madame, dónde reside actualmente la criada que estuvo con el doctor Oldfield? Creo que se llama Beatrice.

—¿Beatrice King? Desde entonces estuvo sirviendo en dos casas. Ahora está con la señora Marley, que vive al lado del Banco.

Poirot le dio las gracias y compró dos postales, un librito de sellos y un ejemplar de la cerámica local. Mientras efectuaba estas compras se las arregló para derivar la conversación hacia la muerte de la señora Oldfield. Se dio cuenta en seguida de la peculiar expresión furtiva que adoptó la cara de la encargada de la estafeta.

—Muy repentina, ¿verdad? —dijo la mujer—. Ha dado mucho que hablar, según creo lo habrá podido usted oír por ahí...

Por sus ojos pasó un destello de interés cuando preguntó:

—¿Tal vez será para eso por lo que quiere hablar con Beatrice King? Todos vimos algo raro en la forma tan imprevista con que fue despedida. Alguien creyó que la chica sabía algo... y tal vez sea así. Ella ha hecho algunas insinuaciones bastante claras.

Beatrice King era una muchacha bajita de aspecto mojigato y linfático. Su apariencia exterior era de estólida estupidez, pero sus ojos eran mucho más inteligentes de lo que sus maneras hubieran dejado sospechar. Parecía, sin embargo, que no sacaría nada de Beatrice. Se limitó a repetir :

—No sé absolutamente nada... No soy quién para decir lo que ocurrió allí... No sé qué es lo que quiere usted decir con eso de que oí una conversación entre el doctor y la señorita Moncrieffe. No soy de las que gustan escuchar detrás de las puertas y no tiene usted ningún derecho a decir que yo lo hice. No sé nada.

Poirot preguntó:

—¿Has oído hablar alguna vez del envenenamiento por arsénico?

Un estremecimiento rápido y un furtivo interés se reflejó en el rostro adusto de la muchacha.

—¿Eso es, entonces, lo que había en la botella de la medicina? —inquirió.

—¿Qué botella?

—Una de las botellas de medicina que preparó la señorita Moncrieffe para la señora. La enfermera estuvo muy preocupada... me di cuenta de ello. Probó la medicina, la olió, la vertió en el lavabo y volvió a llenar la botella con agua del grifo. Era una medicina parecida al agua. Y una vez que la señorita Moncrieffe le preparó una tetera a la señora, la enfermera se la llevó otra vez a la cocina y la vació, porque dijo que el té no estaba hecho con agua hirviendo. Claro que todo eso fueron cosas que acerté a ver. Entonces pensé que eran debidas a las costumbres minuciosas y exigentes que tienen algunas enfermeras; pero ahora no sé... tal vez era algo más que eso.

Poirot asintió y dijo:

—¿Te gustaba la señorita Moncrieffe, Beatrice?

—No le hacía nunca caso... Es un poco egoísta. Y siempre he sabido qué está loca por el doctor. No había más que ver la forma cómo lo miraba.

Poirot movió de nuevo la cabeza afirmativamente.

Volvió a la posada y dio determinadas instrucciones a George.

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