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Aquella noche, a las once, Hércules Poirot entró por una puerta sobre la que un letrero de neón mostraba discretamente a intervalos una letra tras otra. Un caballero vestido de frac rojo le ayudó a quitarse el abrigo.

Con un gesto le indicó un tramo de anchas escaleras que descendían al sótano. Sobre cada peldaño había escrita una frase.

La primera decía:

«Mi intención es buena...»

La segunda:

«Borra lo que has hecho y empieza de nuevo.»

La tercera:

«Puedo dejarlo cuando quiera.»

—Las buenas intenciones que pavimentan el camino del Infierno —murmuró Poirot—. C'est bien imaginé, ça!

Bajó la escalera. Al pie de ella había un estanque lleno de agua en la que flotaban nenúfares encarnados. Sobre él cruzaba un puente cuya forma recordaba la de una barca. Poirot lo atravesó.

A su izquierda, en una especie de gruta de mármol, estaba sentado el perro más grande, negro y feo que Poirot viera jamás. Se mantenía tieso e inmóvil. El detective deseó que no fuera de carne y hueso; pero en aquel instante el perro volvió la fea y feroz cabeza. Del fondo de su negro cuerpo salió un feroz gruñido sordo y apagado. Un sonido terrorífico.

Y entonces, Poirot vio un decorativo cesto lleno de galletas redondas para perros. Encima, un letrero rezaba: «Un regalo para Cerbero

El perrazo tenía la vista fija en las galletas. Una vez más se oyó el sordo gruñido y Poirot, rápidamente, cogió una galleta y se la lanzó al perro.

Cerbero abrió la cavernosa boca y después se oyó un chasquido cuando las poderosas quijadas volvieron a cerrarse. El guardián del infierno había aceptado el regalo. Poirot siguió adelante y entró por una puerta abierta.

La sala no era muy grande. Estaba llena de mesitas, rodeando una pista para bailar. La iluminación provenía de unas lamparitas rojas; las paredes estaban adornadas con frescos y en uno de los extremos se veía una parrilla atendida por cocineros vestidos de diablos, con la cola y cuernos incluidos.

De todo ello se dio cuenta Poirot antes de que, con todo el impulso de su naturaleza rusa, la condesa Rossakoff, luciendo un esplendoroso traje de noche encarnado, cayera sobre él, con las manos extendidas.

—¡Ah! ¡Vino usted! ¡Mi querido... mi muy querido amigo! ¡Qué alegría volverlo a ver! Después de tantos años... tantos... ¿cuánto hace? No; no diremos los que son. Para mí, parece que fue ayer. No ha cambiado usted en lo más mínimo.

—Usted tampoco, chérie amie —exclamó Hércules Poirot, inclinándose sobre la mano de la dama.

No obstante, se daba cuenta ahora de que veinte años no pasan en balde. La condesa Rossakoff podía calificarse de ruina, sin pecar por falta de caridad. Pero, por lo menos, era una ruina espectacular. La exuberancia y el goce pleno de la vida todavía se veían en ella. Y además sabía mejor que nadie cómo halagar a un hombre.

Arrastró a Poirot hasta una mesa donde estaban sentados dos personas.

—Mi amigo, el célebre amigo monsieur Hércules Poirot —anunció—. ¡El terror de los malhechores! En cierta ocasión le tuve mucho miedo, pero ahora llevo una vida de extremo y virtuoso aburrimiento. ¿No es verdad?

El hombre delgado y ya de años a quien se dirigió contestó :

—Nunca diga que es aburrida, condesa.

—El profesor Liskeard —presentó ella—. El que sabe más cosas acerca de los tiempos pasados y el que me dio acertadas ideas para decorar esto.

El arqueólogo se estremeció ligeramente.

—Si hubiera sabido lo que se proponía... —murmuró—. El resultado no puede ser más aterrador.

Poirot observó detenidamente los frescos. En la pared de enfrente estaba Orfeo dirigiendo una orquestina, mientras Eurídice miraba ansiosa la parrilla. En otra de las paredes Osiris e Isis parecían estar lanzando una barca egipcia de ultratumba. En la tercera pared, varios jóvenes de ambos sexos tomaban el baño, sin más ropas que la que les dio la Naturaleza.

—«La tierra de la eterna juventud» —explicó la condesa. Y sin respirar, completó sus presentaciones—. Y ésta es mi pequeña Alice.

Poirot hizo una ligera reverencia a la segunda ocupante de la mesa; una muchacha de aspecto austero, que llevaba chaqueta y falda a cuadros. Usaba gafas de concha.

—Es muy lista —dijo la condesa Rossakoff—. Ha conseguido graduarse. Es psicóloga y sabe cuál es la causa de que los lunáticos sean lunáticos. No crea que es porque están locos, no. Existen toda clase de razones. Lo encuentro bastante raro.

La muchacha llamada Alice sonrió con amabilidad, aunque con un poco de desprecio. Con voz firme, le preguntó al profesor si quería bailar. El caballero pareció halagado, aunque indeciso.

—Solamente sé bailar el vals, señorita.

—Esto es un vals —replicó pacientemente Alice.

Se levantaron y empezaron a bailar, bastante mal por cierto.

La condesa Rossakoff suspiró. Y siguiendo sus propios pensamientos dijo:

—Y, sin embargo, la chica no está mal en realidad.

—Pero no se arregla —comentó Poirot sentenciosamente.

—Con franqueza —exclamó la condesa—. No consigo entender a la gente joven de ahora. No hacen nada por agradar. En mi juventud ésa era mi gran preocupación. Los colores que me favorecían; un poco de relleno en los trajes; el corsé apretado a la cintura. Y el pelo arreglado de forma que una resultara favorecida...

Se echó hacia atrás los bucles que le caían sobre la frente. Era innegable que todavía trataba de agradar con todas sus fuerzas.

—El contentarse con lo que la Naturaleza le dio a cada uno... me parece estúpido, ¡e insolente! La pequeña Alice escribe páginas y páginas acerca del amor, pero, ¿cuántas veces la ha invitado un hombre a pasar el fin de semana en Brighton? Todo se reduce a palabras retumbantes sobre el trabajo, el bienestar de los obreros y el futuro del mundo. Tiene mérito, no lo niego; pero ¿es divertido? Fíjese en lo gris que esos jóvenes han vuelto el mundo. Todo son reglas y prohibiciones. Nada de eso ocurría cuando yo era joven.

—Y eso me recuerda..., ¿cómo está su hijo, madame? —preguntó Poirot.

En el último momento había dicho «hijo» en lugar de «su pequeño», acordándose de que habían pasado veinte años.

La cara de la condesa se iluminó con entusiasmo maternal.

—¡Mi querido Niki! Ahora es un grandullón, guapo y con unas espaldas... Está en América. Construye puentes, bancos, hoteles, grandes almacenes, ferrocarriles y todo lo que necesitan los americanos.

Poirot pareció estar un poco confundido.

—Entonces, ¿es ingeniero o arquitecto?

—¿Y qué importa eso? —dijo la condesa—. ¡Es adorable! No se preocupa más que de vigas de hierro, maquinaria y lo que llaman resistencia de los materiales. Cosas que nunca yo llegaré a comprender. Pero nos adoramos... siempre nos hemos querido mucho. Por eso quiero también a la pequeña Alice. Sí; están prometidos. Se conocieron en un avión, o un barco... o tal vez en el tren, pero se enamoraron mientras hablaban del bienestar de los obreros. Y cuando ella llegó a Londres vino a verme y la estreché contra mi corazón —la condesa se oprimió con las manos el ancho seno—. Y entonces le dije: «Tú y Niki os queréis; y por lo tanto yo también te quiero... pero si lo amas, ¿por qué lo has dejado en América?» Me habló del «trabajo» que mi hijo estaba llevando a cabo y del libro que ella escribía. Francamente, no lo acabé de entender; pero yo siempre dije que se debe ser tolerante —y sin respirar añadió—: ¿Y qué me dice usted, chéri ami, acerca de todo lo que he hecho aquí?

—Está muy bien imaginado —dijo Poirot mirando a su alrededor con aire de aprobación—. Es chic.

El salón estaba lleno y se veía que el local había tenido éxito. Entre el público se encontraban lánguidas parejas vestidas con traje de etiqueta; bohemios con pantalones de pana y corpulentos caballeros ataviados con traje de calle. Los de la orquesta, vestidos de diablo, tocaban música moderna. No había duda. «El Infierno» tenía un extraordinario éxito.

—Aquí viene toda clase de gente —observó la condesa—. Debe ser así, ¿verdad? Las puertas del infierno están abiertas para todos.

—Excepto para los pobres —sugirió Poirot.

La condesa rió.

—¿No dicen que es muy difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos? Es natural, entonces, que tengan prioridad en el infierno.

El profesor y Alice volvieron a la mesa y la condesa se levantó.

—Tengo que hablar con Arístides.

Cambió algunas palabras con el maestresala, un delgado Mefistófeles, y luego fue de mesa en mesa, hablando con los parroquianos.

El profesor, tras de enjugarse el sudor que le cubría la frente y tomar un sorbo de vino, dijo:

—Tiene personalidad, ¿verdad? La gente se da cuenta.

Luego se excusó y se dirigió a otra mesa donde trabó conversación con su ocupante. Cuando Poirot quedó solo con la muchacha, se sintió ligeramente turbado al encontrarse con la fría mirada de sus azules ojos. Era bonita, aunque turbadora.

—Todavía no sé su apellido —dijo el detective.

—Cunningham. Doctora Alice Cunningham. Tengo entendido que conoció a Vera en otros tiempos, ¿verdad?

—Hará unos veinte años.

—La considero como una interesante materia de estudio —dijo la doctora Alice Cunningham—. Naturalmente, me interesa como madre del hombre con quien voy a casarme; mas al propio tiempo me atrae desde un punto de vista profesional.

—¿De veras?

—Sí. Estoy escribiendo un libro sobre psicología criminal. La vida nocturna de este club me instruye mucho. Hay varios delincuentes que vienen aquí todos los días. Algunos me han contado sus vidas. Desde luego, usted ya conoce las tendencias de Vera... su afición al robo, quiero decir.

—Sí, sí... ya la conozco —dijo Poirot ligeramente sorprendido.

—Yo le llamo el complejo de Magpie. Ya sabe que sólo roba cosas que brillen. Nunca dinero; siempre joyas. Me ha enterado de que cuando era niña la mimaron y la consintieron; pero todo ello sin dejarla que tuviera contacto con personas extrañas. La vida le fue insufriblemente aburrida... aburrida y segura. Su naturaleza pedía drama; ansiaba que la castigaran. Eso es lo que hay en el fondo de su afición al robo. Necesitaba la «importancia», la «notoriedad» de ser castigada.

—Su vida no debió ser segura ni aburrida, como miembro del ancien régime, en Rusia, durante la Revolución —objetó Poirot.

Una expresión ligeramente divertida asomó a los pálidos ojos azules de ella.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Miembro del ancien régime? ¿Se lo ha contado ella?

—No se puede negar que es una aristócrata —replicó Poirot, fiel a su amiga, aunque tuvo que apartar ciertos molestos recuerdos relativos a varios relatos muy vívidos que de su pasada existencia le había hecho la propia condesa.

—Cada uno cree lo que quiere creer —observó la señorita Cunningham, mirándole con ojos de profesional.

Poirot se sintió alarmado. Aquella chiquilla era capaz de decirle cuál era su complejo. Decidió llevar la guerra al campo enemigo. Le gustaba la compañía de la condesa Rossakoff, más que nada por su aristocrática provenance y no estaba dispuesto a que le estropeara su gusto aquella chica con gafas, de ojos insípidos, graduada en psicología.

—¿Sabe usted qué es lo que encuentro desconcertante? —preguntó.

Alice Cunningham no admitió con palabras que lo desconocía. Se limitó a mirarle con aspecto aburrido e indulgente. Poirot prosiguió:

—Me asombra que usted, que es joven y parecería bonita si se preocupara de ello... bueno; me sorprende que no haya sentido esa preocupación. Lleva usted esa chaqueta y esa sólida falda, con grandes bolsillos como si fuera a jugar al golf. Pero esto no es un campo de golf, sino un sótano con temperatura de setenta y un grados Fahrenheit. Le reluce la nariz, pero usted no se la empolva; y se ha pintado la boca sin poner ninguna atención, sin resaltar la curva de los labios. Es usted una mujer, pero no presta ninguna atención al hecho de serlo. Y yo le pregunto: ¿por qué? ¡Es una lástima!

Por un momento tuvo la satisfacción de vez que Alice Cunningham se volvía más humana. Hasta un relámpago de ira pasó por sus ojos. Luego recobró su actitud de menosprecio.

—Mi apreciado monsieur Poirot —dijo la joven—, me temo que no está usted al corriente de la ideología moderna. Lo que importa es lo fundamental... no los adornos.

Levantó la vista en el instante en que un joven, apuesto y elegante, se acercaba a ellos.

—Este sí que es un tipo interesante —murmuró ella con deleite—. ¡Paul Varesco! Vive a costa de las mujeres y tiene unas extrañas y depravadas tendencias. Necesito que me cuente algo más acerca de una niñera que cuidaba de él cuando tenía tres años.

Poco después estaba bailando con el joven, que seguía el ritmo maravillosamente. En una de las ocasiones en que pasaron junto a él, Poirot oyó que ella decía:

—¿Y después de pasar el verano en Bognor ella le regaló una grúa de juguete? Una grúa... sí; eso es muy interesante.

Durante un instante Poirot se permitió jugar con la idea de que el interés que mostraba la señorita Cunningham por aquellos tipos criminales podía ser la causa de que cualquiera día encontraran el cuerpo mutilado de la joven en algún bosque solitario. No le gustaba Alice Cunningham, pero era lo bastante sincero para reconocer que la razón de ello estribaba en el hecho de que la joven no se había impresionado en absoluto ante Hércules Poirot. ¡Su vanidad quedó malparada!

Luego vio algo que alejó momentáneamente a Alice Cunningham de sus pensamientos. En una de las mesitas situada al otro lado de la pista estaba sentado un joven de cabellos rubios. Llevaba traje de etiqueta y su apariencia era la de quien pasa una vida fácil y agradable. Frente a él se sentaba una chica cuyo aspecto coincidía con el de su acompañante. El muchacho la miraba con aire abstraído. Cualquiera diría a la vista de aquella pareja: «¡Un rico ocioso!» Pero Hércules Poirot sabía que aquel joven no era rico ni estaba ocioso. Era, en realidad, el detective inspector Charles Stevens, y a Poirot le pareció probable que su presencia en el local tuviera algo que ver con sus ocupaciones profesionales.

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