Capítulo VI



Los pájaros de Estinfalia

1



Harold Waring las vio por primera vez cuando subía por el sendero del lago. Estaba sentado en la terraza del hotel. Hacía un buen día; el lago tenía un profundo color azul y el sol lucía brillantemente. Harold, mientras fumaba una pipa, pensó que el mundo era un lugar muy agradable.

Su carrera política se desarrollaba bajo buenos auspicios. Una Subsecretaría a la edad de treinta años, era cosa de la que uno podía enorgullecerse. Le habían dicho que el primer ministro comentó con alguien que «el joven Waring llegaría lejos». Harold estaba bastante satisfecho de ello. La vida se le presentaba de color de rosa. Era joven, no mal parecido, de buena posición y completamente libre de lazos románticos.

Había decidido pasar las vacaciones en Morzoslovaquia, tanto por apartarse de las rutas frecuentadas, como por gozar de un completo descanso, sin que nadie ni nada le molestaran. El hotel del lago Stempka, aunque de reducidas dimensiones, era confortable y no estaba atestado de gente. La mayor parte de los huéspedes eran extranjeros. Los únicos ingleses que había entre ellos eran una mujer de edad, la señora Rice, y su hija, la señora Clayton. A Harold le gustaron. Elsie Clayton era bonita, aunque de una manera bastante pasada de moda. Se pintaba muy poco, casi nada, y su aspecto era apacible y algo tímido. La señora Rice podía ser considerada como una mujer de carácter. Alta de estatura, de voz profunda y ademanes autoritarios, aunque no le faltaba el sentido del humor ni resultaba mala compañía. Se veía claramente que su vida estaba ligada a la de su hija.

Harold había pasado unas cuantos horas muy agradables en compañía de las dos mujeres, y como ellas no intentaron acapararle, las relaciones entre los tres seguían siendo amistosas y nada exigentes.

Los demás huéspedes del hotel no llamaron la atención del joven. Por lo general, eran excursionistas o turistas que llegaban en autopullman. Paraban allí durante una o dos noches y luego se marchaban. El muchacho no se había fijado en nadie más... hasta aquella tarde.

Las dos subían por el sendero del lago, caminando muy despacio. Y sucedió que, cuando atrajeron la atención de Harold, una nube cubrió el sol. El joven se estremeció ligeramente.

Luego las miró con detenimiento. Sin duda, había algo raro en aquellas dos mujeres. Tenían la nariz larga y aguileña, como el pico de un pájaro, y sus caras, de un gran parecido físico, adoptaban un aire impasible. Llevaban sobre los hombros unas capas sueltas que movía el viento y parecían las alas de dos pajarracos.

Harold pensó:

—Parecen pájaros... —y añadió casi sin querer—: Pájaros de mal agüero.

Las dos mujeres se dirigieron hacia la terraza y pasaron junto a él. No eran jóvenes; tal vez su edad se acercaba más a los cincuenta que a los cuarenta y su parecido era tan grande que no podía dudarse de que se trataba de dos hermanas. Su semblante era desagradable. Cuando pasaron junto al joven, los ojos de ambas se fijaron en él durante un instante. Fue una mirada fría y calculadora... casi infrahumana.

La impresión de enfrentarse con algo maligno creció en el interior de Harold. Vio la mano de una de las dos hermanas; una mano que parecía garra. Aunque el sol brillaba otra vez, volvió a estremecerse.

«¡Qué repugnantes!», pensó. «Son como aves de presa...»

La señora Rice, que salía del hotel, le distrajo de estos pensamientos. El joven se levantó de un salto y le acercó una silla. La mujer le dio las gracias; tomó asiento y, como de costumbre, empezó a mover vigorosamente las agujas de la calceta.

—¿Ha visto a esas dos mujeres que acaban de entrar en el hotel? —preguntó Harold.

—¿Las de las capas? Sí; pasaron junto a mí.

—¿No cree que son dos personas muy extrañas?

—Pues... sí; tal vez sean algo raras. Creo que llegaron ayer. Son muy parecidas... deben ser gemelas.

—Quizá sean apreciaciones mías —comentó Harold—; pero siento de un modo instintivo que hay algo de maligno en ellas.

—¡Qué curioso! Cuando las vea otra vez me fijaré en ellas para comprobar si coincido con usted en esa impresión.

Y añadió:

—El conserje nos dirá quiénes son. No creo que sean inglesas.

—¡Oh, no!

La señora Rice miró su reloj y dijo:

—Es hora de tomar el té. ¿Tendría inconveniente en tocar el timbre, señor Waring?

—No faltaba más, señora Rice.

El joven se levantó, y cuando volvió a su asiento preguntó:

—¿Dónde está su hija esta tarde?

—¿Elsie? Hemos salido juntas a dar un paseo. Caminamos un poco junto al lago y luego volvimos por el pinar. Ha sido un magnífico paseo.

Un camarero salió en aquel momento y recibió orden de servir el té. La señora Rice siguió hablando, mientras hacía volar las agujas:

—Elsie ha recibido una carta de su marido. Puede ser que no baje a tomar el té.

—¿Su marido? —preguntó Harold sorprendido—. Siempre pensé que era viuda.

La señora Rice le dirigió una penetrante mirada y dijo con sequedad:

—No; Elsie no es viuda —y añadió con cierto énfasis—: ¡Por desgracia!

Harold se sobresaltó.

La mujer hizo un signo afirmativo con la cabeza, frunció el ceño y observó:

—La bebida tiene la culpa de muchas desgracias, señor Waring.

—¿Bebe su marido?

—Sí. Y hace muchas otras cosas más. Es terriblemente celoso y tiene un genio violento en extremo —suspiró—. Éste es un mundo lleno de desgracias, señor Waring. Le tengo mucho afecto a Elsie, pues es mi única hija... y ver cuan infeliz es, resulta una cosa nada fácil de soportar.

Harold comentó con emoción:

—Es una criatura tan dulce.

—Tal vez demasiado.

—¿Qué quiere decir?

La señora Rice contestó lentamente:

—Una persona feliz es más altiva. La dulzura de Elsie proviene, según creo, de un sentimiento de derrota. La vida ha sido muy dura con ella.

El joven preguntó con ligera vacilación:

—¿Y cómo... llegó a casarse con él?

—Philip Clayton era un chico muy atrayente —contestó la señora Rice—. Tenía... y todavía tiene... un aspecto encantador. Poseía además algo de dinero... y no hubo nadie que nos enterara de su verdadero carácter. Me quedé viuda hace muchos años y dos mujeres que viven solas no son los mejores jueces para apreciar la condición de un hombre.

—Desde luego; así es —observó Harold pensativamente.

Sentía que en su interior se levantaba una ola de indignación y lástima al propio tiempo. Elsie Clayton no podía tener más de veinticinco años. Rememoró la expresión clara y amistosa de sus ojos azules y el suave gesto apenado de su boca. Se dio cuenta, de pronto, que el interés que sentía por ella rebasaba el límite de la amistad.

Y estaba ligada a un bruto...

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