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Percy Perry, el editor del X-ray News, estaba sentado ante su mesa de trabajo.

Era bajito y tenía cara de comadreja.

Con voz suave y untuosa estaba diciendo en aquel momento:

—Les vamos a sacar todos los trapos sucios. ¡Estupendo, estupendo!

Su segundo, un joven flaco que usaba gafas, preguntó intranquilo:

—¿No está usted nervioso?

—¿Por si emplean métodos violentos? Ellos no son de ésos. No tienen suficiente carácter. Y si lo hicieran no les aprovecharía de nada. Es imposible, dada la forma con que lo hemos preparado todo, tanto aquí como en el Continente y en América.

El otro contestó:

—Deben encontrarse en un buen apuro. ¿No cree que intentarán algo?

—Mandarán a alguien para que parlamente...

Sonó un zumbador y Percy Perry cogió el auricular.

—¿Quién ha dicho? —preguntó—. Está bien; hágalo pasar.

Dejó el auricular e hizo una mueca.

—Han contratado a ese polizonte belga. Vendrá para llevar a cabo su parte en el programa. Querrá saber si estamos dispuestos a negociar.

Hércules Poirot entró en el despacho. Iba elegantemente vestido y llevaba una camelia blanca en el ojal.

—Encantado de conocerlo, señor Poirot —dijo Percy Perry—. ¿Va usted al Royal Enclosure de Ascot? ¿No? Perdone, me equivoqué.

—Me lisonja usted —contestó el detective—. Sólo pretendo tener un buen aspecto. Eso tiene mayor importancia —paseó la mirada por la cara del editor y su desaliñado traje— cuando uno tiene pocas ventajas naturales.

Perry preguntó con sequedad:

—¿Para qué quería verme?

Poirot se inclinó hacia delante, se dio un golpe en la rodilla y dijo con alegre sonrisa:

—Chantaje.

—¿Qué diablos quiere decir? ¿Chantaje?

—He oído... me lo ha contado un pajarito... que en ocasiones ha estado usted a punto de publicar ciertas manifestaciones verdaderamente perjudiciales en su spirituel periódico... aunque luego se ha producido un pequeño incremento en el saldo de su cuenta corriente y... al final no llegaron a publicarse tales manifestaciones.

Poirot se recostó en su asiento y movió la cabeza, como satisfecho por lo que acababa de decir.

—¿Se da usted cuenta de que lo que ha insinuado representa una calumnia?

Poirot sonrió con aire de seguridad.

—Estoy seguro de que usted no se ofenderá por ello.

—¡Claro que me ofendo! Y respecto al chantaje, no existe ninguna prueba de que lo haya practicado con nadie.

— No, no. Estoy seguro de ello. No me ha comprendido. No lo estoy amenazando. Quería tan sólo llegar a una simple pregunta. ¿Cuánto?

—¡No sé de qué me está usted hablando! —replicó Percy Perry.

—Un asunto de importancia nacional, señor Perry.

Cambiaron una expresiva mirada.

—Soy un reformador, señor Poirot —dijo el editor—. Quiero aclarar la política de este país. Me opongo a toda corrupción. ¿Conoce usted el estado actual de la política? Exactamente igual que los establos de Augías.

—¡Caramba! —exclamó Hércules Poirot—. También usa usted la misma frase.

—Y lo que hace falta —prosiguió Perry— para limpiar esos establos es la corriente impetuosa y purificadera de la opinión pública.

El detective se levantó.

—Aplaudo sus sentimientos —dijo.

Y añadió:

—Es una lástima que no necesite usted dinero.

Percy Perry contestó con rapidez:

—Oiga, espere un momento. Yo no dije eso exactamente.

Pero Poirot había salido ya.

En vista de los hechos que sucedieron después, su pretexto para obrar así, según dijo, fue que no le gustaban los chantajistas.

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