5



La habitación pareció dar vueltas alrededor de Harold.

La sensación de que un chorro de agua helada le corría por el espinazo paralizó al joven y le impidió pronunciar palabra alguna durante unos momentos.

—¿Muerto? —repitió torpemente.

La señora Rice asintió.

Cuando habló, su voz tenía el tono monótono que produce el cansancio.

—El borde del pisapapeles le dio en la sien y al caer se golpeó la cabeza con el guardafuegos metálico de la chimenea. No sé qué es lo que le habrá producido la muerte; pero lo cierto es que ha muerto.

¡Desastre...! Ésta era la palabra que sonaba insistentemente en el cerebro de Harold. Desastre, desastre, desastre...

—Pero fue un accidente —dijo con vehemencia—. Yo vi cómo ocurría.

La señora Rice contestó secamente:

—Claro que fue un accidente. Yo también lo sé. Pero... ¿habrá alguien más que lo crea? Francamente... estoy asustada, Harold. No estamos en Inglaterra.

—Yo puedo confirmar la declaración de Elsie —dijo el joven.

—Sí; y ella confirmará la de usted. Eso... eso es justamente.

La mente de Harold, de por sí aguda y precavida, vio con rapidez lo que la mujer quería decir. Recordó todo lo sucedido y se dio cuenta de la fragilidad de su posición en el asunto.

Elsie y él habían pasado juntos gran parte del tiempo desde que se conocieron. Y luego existía el hecho de que habían sido vistos en el pinar por una de las polacas, en circunstancias bastante comprometedoras.

Al parecer, las polacas no hablaban inglés, pero quizá lo entendían un poco. Aquella mujer podía reconocer el significado de algunas palabras, como «celos» y «marido», dichas en el transcurso de la conversación que tal vez estuvo escuchando. De todas formas, parecía claro que para soliviantarlo de tal modo, la polaca había contado algo a Clayton. Y ahora... estaba muerto. Cuando murió. Harold se encontraba en la habitación de Elsie. Y no había nada que desmintiera que él, deliberadamente, atacó a Clayton con el pisapapeles. Nada que probara que el celoso marido no los había encontrado juntos. Sólo la palabra de Elsie y la de él. ¿Los creerían?

Un miedo cerval lo sobrecogió.

No le cabía en la imaginación que tanto él como Elsie estuvieran en peligro de ser condenados a muerte por un asesinato que no habían cometido. En cualquier caso, sólo podrían acusarlos de homicidio. Pero ¿distinguirían el asesinato del homicidio en estos países extranjeros? Aunque los absolvieran tendrían que hacer antes una encuesta y el asunto se publicaría en la prensa. «Se acusa a dos ingleses...», «marido celoso...», «joven y prometedor político». Sí; aquello representaría el final de su carrera. No podría soportar un escándalo semejante.

—¿No sería posible deshacernos del cadáver? —preguntó impulsivamente—. ¿Llevarlo a cualquier otro sitio?

La mirada asombrada y desdeñosa de la señora Rice le hizo enrojecer. La mujer habló con tono incisivo.

—Pero, Harold, esto no es una novela de detectives. Intentar una cosa así sería una locura.

—Sí; eso parece —gruñó él—. ¿Qué podríamos hacer? Dios mío, ¿qué podríamos hacer?

La señora Rice sacudió la cabeza con desesperación. Tenía el ceño fruncido y su cerebro trabajaba a toda presión. Harold volvió a preguntar:

—¿No podemos hacer nada? ¿Nada que evitara este pavoroso desastre?

Ya lo había dicho... ¡desastre! Terrible... imprevisto... vituperable.

Ambos se miraron fijamente y la mujer dijo con voz ronca:

—Elsie, mi pequeña Elsie. Haré cualquier cosa... Se moriría si tuviera que afrontar una cosa así —y añadió—: Y usted también... su carrera... todo.

Harold murmuró:

—No se preocupe por mí.

Pero, en realidad, estaba muy lejos de decir lo que sentía.

La mujer prosiguió con tono amargo:

—¡Esto no es justo... ni razonable! Sería diferente si entre ella y usted existiera algo. Pero yo sé muy bien que no hay nada.

Como si se cogiera a un clavo ardiente, Harold sugirió:

—Diga eso a todos, por lo menos... Me parece muy bien.

—Sí; sólo falta que nos crean. Ya sabe cómo es la gente de aquí.

Así era, pensó lúgubremente Harold. Para una mente continental no había duda de que debía existir una relación culpable entre Elsie y él. Y las negativas de la señora Rice serían consideradas como un intento desesperado de salvar a su hija.

El joven comentó con tristeza:

—Es verdad; no estamos en Inglaterra. Mala suerte.

—¡Ah! —la señora Rice levantó la cabeza—. Es cierto... no estamos en Inglaterra. Tal vez pudiera hacerse algo...

—¿Sí? —preguntó ávidamente Harold.

La mujer inquirió de pronto:

—¿Cuánto dinero tiene aquí?

—No mucho. Pero puedo telegrafiar para que me manden más, desde luego.

—Vamos a necesitar una gran suma. Pero creo que vale la pena intentarlo.

—¿Qué se propone? —dijo Harold, sintiendo que su ánimo cobraba nuevas fuerzas.

La señora Rice habló con decisión:

—No tenemos ninguna posibilidad de ocultar esta muerte valiéndonos de nuestros propios medios; mas creo que existe, por lo menos una, de que podamos hacerlo «oficialmente».

—¿Lo cree usted así? —Harold abrigaba una leve esperanza, aunque en el fondo no creía en todo aquello.

—Sí; por una parte, el gerente del hotel estará a nuestro lado. Le interesará que no trascienda el asunto. Opino que en estos apartados países balcánicos se puede sobornar a todo el mundo...

Harold replicó pensativamente:

—Pues tal vez tenga usted razón.

La señora Rice prosiguió:

—Por fortuna, no creo que ningún huésped del hotel oyera lo que sucedió.

—¿Quién ocupa la habitación contigua a la de Elsie, frente a la de usted?

—Las dos señoras polacas. No oyeron nada, pues de otra forma hubieran salido al pasillo. Philip llegó a una hora avanzada y nadie le vio, excepto el portero nocturno. Creo Harold, que nos será posible hacer pasar inadvertido el asunto y conseguir un certificado de que Philip murió por causas naturales. Todo es cuestión de elevar la cifra suficientemente... y de encontrar el hombre apropiado, que seguramente será el jefe de policía.

Harold sonrió.

—Eso parece una ópera cómica, ¿verdad? Bueno, después de todo, no tenemos más remedio que intentarlo.

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