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Sir Mortimer Inglewood, abogado de la Corona, inició el caso por la parte demandante. El aspecto del abogado era grave y parecía poseído de virtuosa indignación. La conjura sólo igualable al famoso caso del Collar de la Reina, familiar a los lectores de Alejandro Dumas. El complot imaginado para difamar a la reina María Antonieta ante los ojos del populacho. Y esa conjura había sido tramada de nuevo para desacreditar a una noble y virtuosa señora que ocupaba en el país la posición de la mujer del César. Sir Mortimer habló con amargo menosprecio de fascistas y comunistas, pues ambos trataban de minar las democracias con toda clase de maquinaciones. Luego llamó a sus testigos.

El primero fue el obispo de Northumbria.

El doctor Henderson era una de las más conocidas figuras de la Iglesia anglicana; un hombre de gran piedad e integridad de carácter. Tenía amplio criterio; era tolerante y pasaba por ser un gran predicador. Todos los que lo conocían sentían por él profundo respeto y cariño.

Subió al estrado y juró que durante las fechas mencionadas, la señora de Edward Ferrier había estado en palacio, invitada por su esposa y por él. Agotada por su intensa actividad haciendo buenas obras, le había sido recomendado un reposo absoluto. Su visita se mantuvo en secreto para evitar cualquier molestia por parte de la prensa.

Un médico eminente siguió al obispo y atestiguó que había ordenado a la señora Ferrier un completo descanso, con ausencia de toda preocupación.

Un practicante testimonió luego que había atendido a la señora Ferrier en la residencia del obispo.

El siguiente testigo que compareció fue Thelma Andersen.

Un estremecimiento recorrió la sala cuando la testigo subió al estrado. Todos notaron en seguida el extraordinario parecido físico de aquella mujer con la señora Ferrier.

—¿Se llama usted Thelma Andersen?

—Sí.

—¿Es usted súbdita danesa?

—Sí. Vivo en Copenhague.

—¿Trabaja usted en un café de dicha capital?

—Sí, señor.

—Haga el favor de explicarme lo que ocurrió el día dieciocho de marzo último.

—Un caballero se acercó a la mesa donde yo estaba. Era inglés y me dijo que trabajaba para un periódico de su país titulado el X-ray News.

—¿Está usted segura de que mencionó ese nombre?

—Sí; estoy segura... porque al principio creí que se trataba de una revista médica. Pero no; parece que no es así. Luego me dijo que había una actriz inglesa que necesitaba encontrar una «doble» y que yo era justamente el tipo adecuado. No voy mucho al cine y no reconocí el nombre que me dijo. Pero me aseguró que era muy famosa; que no se encontraba bien y que por lo tanto precisaba que alguien se presentara por ella en algunos sitios públicos. Al final me prometió que mis servicios serían pagados generosamente.

—¿Cuánto dinero le ofreció aquel caballero?

—Quinientas libras en moneda inglesa. Al pronto no lo creí... Pensé que se trataría de algún ardid; pero me pagó al momento la mitad de la suma ofrecida. Como es lógico, me apresuré a comunicar al dueño del café que dejaba el empleo.

La relación prosiguió. La llevaron a París, donde la facilitaron buenas ropas y fue provista de una «escolta». Un caballero argentino muy solícito... muy respetuoso y atento.

Al parecer, la mujer se había divertido. Vino en avión a Londres y frecuentó varios clubs nocturnos acompañada por el caballero de tez morena. En París la fotografiaron junto a él. Admitió que algunos de los sitios en que estuvieron no eran muy refinados... ¡De veras, no eran nada respetables!... Y algunas de las «fotos» que se tomaron tampoco eran de buen gusto. Pero, según le dijeron, aquellas cosas eran necesarias para la publicidad... y el señor Ramón había sido siempre muy respetuoso.

Contestando a varias preguntas, declaró que nunca se mencionó el nombre de la señora Ferrier y que no supo jamás que aquella señora era a la que había estado suplantando. Creía que en todo ello no había nada malo. Identificó algunas fotografías que le fueron mostradas y dijo que habían sido hechas durante su estancia en París y la Riviera.

Se veía que Thelma Andersen hablaba de buena fe. Era una mujer agradable, aunque ligeramente tonta. Cuando comprendió lo que había hecho, su disgusto quedó bien patente para todos.

La defensa no convenció a nadie. Fue una frenética negación de haber tenido algún trato con la Andersen. Las «fotos» en cuestión habían sido enviadas a la Redacción de Londres, donde supusieron que eran auténticas. El discurso en que Mortimer presentó sus conclusiones definitivas levantó el entusiasmo. Describió el asunto, calificándolo de cobarde conjura política planeada para desacreditar al primer ministro y a su esposa. Todas las simpatías debían verterse sobre la infortunada señora Ferrier.

El veredicto, una conclusión que podía adelantarse, fue pronunciado en medio de escenas sin precedentes. Los perjuicios se cifraron en una suma fabulosa. Cuando la señora Ferrier, su marido y su padre salieron de la sala fueron recibidos por el clamor afectuoso de una gran muchedumbre.

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