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Tres meses más tarde, Hércules Poirot se encontraba sobre un peñasco, mirando la inmensidad del océano Atlántico. Las gaviotas revoloteaban lanzando largos y melancólicos gritos.

Poirot experimentó la sensación, nada extraña en aquellos que llegaban a Inishgowland por primera vez, de que se encontraba en el fin del mundo. Jamás había imaginado nada tan remoto, tan desolado y abandonado. Tenía belleza; una belleza triste y hechizada. La belleza de un pasado lejano e increíble. Allí, en el oeste de Irlanda, no estuvieron nunca los romanos; nunca construyeron un campamento fortificado, ni una calzada útil y cuidada. Era una tierra donde el sentido común y el orden en la vida eran desconocidos.

El detective miró la punta de sus zapatos de charol y suspiró. Se sintió abandonado y solo. Las normas a que ajustaba su vida no eran apreciadas allí.

Sus ojos recorrieron lentamente la desolada costa y luego, una vez más, miraron el ancho mar. Allá lejos, según decía la leyenda, estaban las Islas de la Felicidad, la Tierra de la Juventud.

Murmuró:

—El manzano de los cánticos y el oro...

Y de pronto Hércules Poirot volvió a ser el mismo; el encanto estaba roto y, una vez más, su yo armonizaba con los zapatos de charol y el elegante traje de color gris oscuro.

Desde un lugar no muy lejano llegó a él el tañido de una campana. Sabía lo que quería decir aquel toque. Era un sonido que le había sido familiar desde su infancia.

Recorrió apresuradamente el acantilado y al cabo de unos diez minutos divisó un edificio situado sobre los farallones. Lo rodeaba una alta tapia, cuya única abertura era una gran puerta de madera claveteada. Poirot llegó ante ella y golpeó un enorme llamador de hierro. Después, con toda precaución, tiró de una herrumbrosa cadena y en el interior se oyó el rápido tintineo de una campana.

Se descorrió el panel de la puerta y apareció una cara. Era una cara suspicaz, enmarcada por blanca y almidonada toca. Sobre el labio superior se veía un bigote bastante señalado, pero la voz era de mujer. La voz de lo que Hércules Poirot llamaba una femme formidable. Le preguntaron qué deseaba.

—¿Es éste el convento de Santa María de los Ángeles?

La monja contestó con aspereza:

—¿Y qué otra cosa podía ser?

Poirot no se atrevió a replicar a ello.

—Desearía ver a la madre superiora —expuso.

La portera no parecía estar muy de acuerdo con aquel deseo, pero al fin accedió. Corrió las barras, abrió la puerta y condujo a Poirot hasta una habitación pequeña y desnuda donde se recibía a los visitantes del convento.

Al poco rato entró otra monja. El rosario que llevaba pendiente del cinturón se balanceaba y sus cuentas entrechocaban entre sí al andar.

Poirot era católico y entendía perfectamente la atmósfera que le rodeaba en aquel instante.

—Le ruego que me dispense por venir a molestarla, ma mere —dijo— Creo que en este convento hay una religieuse que en el mundo se llamó Kate Casey.

La madre superiora inclinó la cabeza asintiendo y dijo:

—Así es. En religión, la hermana María Orsula.

—Hay una injusticia que necesita ser reparada —observó el detective—. Y estimo que la hermana María Orsula podrá ayudarme. Tal vez me facilite ciertos informes de mucha importancia.

La madre superiora sacudió la cabeza. Su cara tenía un aspecto de total placidez y su voz era reposada y distante.

—La hermana María Orsula no podrá ayudarle —dijo.

—Pero le aseguro...

—La hermana María Orsula murió hace dos meses.

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