Capítulo VII



El toro de Creta

1



Hércules Poirot miró a su visitante. Ante él tenía una cara en la que destacaba una barbilla agresiva; unos ojos más bien grises que azules y un pelo negrísimo. Unas facciones propias de la Grecia clásica.

Se fijó en la buena hechura del traje, un tanto usado, que ella llevaba; en el raído bolso de mano y en la inconsciente arrogancia que tenía en sus maneras, tras la excitación patente que embargaba a la joven.

El detective pensó:

«Sí; toda una señora rural... pero sin blanca. Le debe haber ocurrido algo extraño para que acuda a mí.»

Diana Maberly habló con voz que tembló ligeramente.

—No... no sé si podrá usted ayudarme, monsieur Poirot. Se trata... de una situación verdaderamente extraordinaria.

—¿De veras? —animó Poirot—. Cuéntemelo todo.

—He venido a verle porque no sé qué hacer —le dijo ella—. No sé, siquiera, si se puede hacer algo.

—¿Me permite que sea yo quien juzgue ese punto?

El color subió de pronto a las mejillas de la joven. Con rapidez y casi sin aliento, dijo:

—He acudido a usted porque el hombre a quien estaba prometida desde hace poco más de un año, ha roto nuestro compromiso.

Se detuvo y lo miró desafiante.

—Debe usted pensar —añadió— que no estoy bien de la cabeza.

Poirot sacudió la suya con lentitud.

—Al contrario, señorita. No tengo ninguna duda de que es usted muy inteligente. Desde luego, mi mótier en la vida no es pacificar riñas de enamorados, y yo sé muy bien que está usted perfectamente enterada de ello. Por lo tanto, debe existir algo muy raro en esa ruptura de compromiso. Es eso, ¿verdad?

La muchacha asintió, y con voz clara y precisa, dijo

—Hugh rompió nuestro compromiso porque piensa que se va a volver loco. Cree que los locos no deben casarse.

Hércules Poirot levantó un poco las cejas.

—¿Y no está usted de acuerdo?

—No lo sé... Al fin y al cabo, ¿qué es estar loco? Todos lo estamos un poco.

—Eso dicen —convino con cautela.

—Sólo cuando uno empieza a imaginarse que es un huevo escalfado o algo parecido, es cuando deben encerrarlo.

—¿Y su novio no ha llegado a tal extremo?

—Yo no advierto nada extraño en Hugh. ¡Es la persona más cuerda que conozco! Formal... sensato...

—Entonces, ¿qué es lo que le hace pensar que se está volviendo loco? —Poirot hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Tal vez se han dado casos de demencia en la familia?

Como si le repugnara hacerlo, Diana inclinó la cabeza en mudo asentimiento.

—Creo que su abuelo estuvo algo chiflado y alguna que otra tía abuela. Pero ya sabe que en casi todas las familias pasan esas cosas. Algunos son medio tontos y otros demasiado listos.

Sus ojos tenían una expresión suplicante.

Hércules Poirot sacudió la cabeza con tristeza.

—Lo siento mucho por usted, mademoiselle.

La joven adelantó la barbilla y exclamó:

—¡No quiero que me compadezca! ¡Lo que quiero es que haga algo!

—¿Y qué desea de mí?

—No lo sé... pero hay en todo esto alguna cosa que no es normal.

—¿Quiere usted contarme, mademoiselle, todo lo referente a su novio?

Diana habló con rapidez.

—Se llama Hugh Chandler y tiene veinticuatro años. Su padre es el almirante Chandler. Viven en Lyde Manor, una finca que pertenece a la familia desde los tiempos de la reina Isabel. Hugh es hijo único. Ingresó en la Marina, pues todos los Chandler han sido marinos; es una especie de tradición familiar, desde que sir Gilbert Chandler navegó con sir Walter Raleigh en mil quinientos y pico. Hugh se alistó en la Armada como si ello fuera algo inevitable. Su padre no hubiera consentido otra cosa. Y sin embargo, fue su propio padre quien insistió en que renunciara a dicha carrera.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace casi un año. Todo fue muy repentino.

—¿Estaba Hugh Chandler contento de su profesión?

—Por completo.

—¿No hubo escándalo de ninguna especie?

—¿Promovido por Hugh? Ninguno. Progresaba en su carrera y no pudo comprender la actitud de su padre.

—¿Y qué razón dio el almirante Chandler?

—En realidad, nunca dio ninguna. Dijo que era necesario que Hugh aprendiera a administrar su hacienda; pero eso sólo fue un pretexto. Hasta George Frobisher se dio cuenta de ello.

—¿Quién es George Frobisher?

—El coronel Frobisher; el más viejo amigo del almirante y padrino de Hugh. Pasa largas temporadas en el Manor.

—¿Qué opinó el coronel Frobisher acerca de la determinación tomada por su amigo?

—Se quedó sin saber qué decir. No lo entendió en absoluto. Ni nadie llegó a comprenderlo.

—¿Ni siquiera Hugh Chandler?

Diana tardó unos instantes en contestar y Poirot aprovechó la pausa para continuar:

—Tal vez, entonces, quedara asombrado; pero ahora... ¿no opina nada? ¿Nada en absoluto?

La joven dijo con timidez:

—Hace una semana... me confesó... que... que su padre tenía razón. Que era la única cosa que podía hacer.

—¿Le preguntó la causa de ello?

—Desde luego. Pero no quiso decírmelo pese a mi insistencia.

Hércules Poirot reflexionó unos momentos y luego preguntó:

—¿Han ocurrido cosas insólitas en la comarca donde viven? ¿Cosas que tal vez empezaron hace un año? ¿Algo que dio motivo a gran cantidad de habladurías y conjeturas pueblerinas?

—No sé a qué se refiere —replicó ella con rapidez.

—Sería mejor que me lo contara sin ocultarme nada.

—No hubo nada... nada de lo que usted se imagina.

—¿De qué clase entonces?

—¡Creo que es usted odioso! A menudo suceden cosas raras en el campo. Venganza... o el tonto del pueblo... o alguien.

—¿Qué ocurrió?

La joven contestó de mala gana:

—Hubo cierto revuelo acerca de unas ovejas... aparecieron con el cuello cortado. ¡Oh, fue horrible! Pero todas ellas pertenecían a un granjero que tiene fama de tacaño. La policía creyó que se trataba de alguien que le tenía ojeriza.

—¿No cogieron al que lo hizo?

—No.

Y la chica añadió furiosamente:

—Pero si piensa usted que...

Poirot levantó una mano y observó:

—No tiene usted idea de lo que estoy pensando. Dígame, ¿consultó su novio con un médico?

—No. Estoy segura de que no lo hizo; me lo hubiera dicho.

—¿Acaso no era lo mejor que podía hacer?

Diana replicó despacio:

—No quiere... Aborrece a los médicos.

—¿Y su padre?

—No creo que su padre tenga mucha fe en ellos. Dice que son una pandilla de charlatanes y negociantes.

—¿Y qué tal aspecto tiene el almirante? ¿Se encuentra bien? ¿Es feliz?

La joven contestó con voz baja:

—Ha envejecido terriblemente en... en...

—¿En un año?

—Sí. Es una ruina... una sombra de lo que fue antaño.

Poirot asintió.

—¿Aprobaba el noviazgo de su hijo?

—Oh, sí. Las tierras de mi familia lindan con las suyas. Hemos vivido allí durante generaciones. Se alegró muchísimo cuando Hugh y yo nos prometimos.

—Y ahora, ¿qué dijo cuando se enteró de que había roto el compromiso?

La voz de la muchacha tembló.

—Le encontré ayer por la mañana. Estaba mortalmente pálido. Me cogió las manos entre las suyas y me dijo: «Ya sé que esto es muy duro para ti, hija mía. Pero el chico hace lo que debe... la única cosa que puede hacer.»

—Y, por lo tanto —comentó Poirot—, acude usted a mí.

Ella asintió.

—¿Puede usted hacer algo? —preguntó desasosegada.

—No lo sé —replicó el detective—. Pero, por lo menos, puedo ir allí y verlo todo personalmente.

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