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Hércules Poirot estaba sentado en uno de los bancos de la rosaleda, junto a Hugh Chandler. Diana Maberly acababa de dejarlos.

El joven volvió la cara, de correctos rasgos, aunque de torturada expresión, y miró a su interlocutor.

—Debe hacer lo posible para que ella comprenda lo que ocurre, señor Poirot —dijo.

Hizo una pausa y luego prosiguió:

—Ya sabe usted que Diana no es de las que se rinden. Nunca aceptará un hecho que no hay más remedio que admitir. Continuará creyendo que yo... estoy sano.

—Mientras sigue usted creyendo que no lo está, ¿eh?

El muchacho dio un respingo.

—Todavía no he perdido la cabeza por completo... pero esto va empeorando. Diana no lo sabe. Sólo me ve cuando estoy... estoy... bien.

—Y cuando... no lo está, ¿qué sucede?

Hugh Chandler exhaló un profundo suspiro y dijo:

—En ciertos aspectos... todo ocurre en sueños; y cuando sueño me vuelvo loco. Anoche, por ejemplo, yo no era un hombre. Primero era un toro enloquecido... corriendo bajo la deslumbrante luz del sol... sintiendo en mi boca el sabor del polvo y la sangre. Y luego era un perro... un perrazo de fauces babeantes. Estaba rabioso... Los niños se dispersaban y corrían al verme llegar y los hombres trataban de pegarme un tiro. Alguien me puso delante un gran barreño de agua y no pude beber. ¡No pude beber...!

Se detuvo.

—Me desperté... y me di cuenta de que lo que había soñado era verdad. Fui hacia el lavabo. Tenía la boca reseca... horriblemente reseca. Y una gran sed. Pero no pude beber, señor Poirot... No podía tragar... ¡Oh, Dios mío!, no era capaz de beber.

Hércules Poirot profirió un murmullo de simpatía. Hugh Chandler prosiguió. Tenía las manos fuertemente cogidas a las rodillas. La cabeza adelantada y los ojos medio cerrados, como si viera algo que avanzara hacia él.

—Y luego hay cosas que no son sueños. Cosas que veo cuando estoy completamente despierto. Espectros; formas horribles que me miran. Y algunas veces puedo volar; puedo abandonar la cama y atravesar el aire. Corro con el viento... y los malos espíritus me hacen compañía.

Poirot chasqueó la lengua.

Fue un ligero ruidito que parecía contener una disculpa para lo que le estaban contando.

Hugh Chandler se volvió hacia él.

—No hay ninguna duda en ello. Lo llevo en la sangre. Es la herencia de mi familia y no tengo escape. ¡Gracias a Dios que me di cuenta a tiempo, antes de que me casara con Diana! Me horroriza pensar que hubiéramos podido tener un hijo al que le habría legado ese horrible mal.

Puso una mano sobre el brazo de Poirot

—Debe hacer usted lo que pueda para que ella lo comprenda. Debe decírselo. Es preciso que me olvide. Es preciso. Algún día encontrará a otro. Tiene a Steve Graham... Está perdidamente enamorado de ella y es un buen chico. Será feliz con él... estará segura. Quiero... que sea feliz. Graham no tiene mucho dinero, desde luego; y la familia de ella tampoco. Pero cuando yo muera no tendrán por qué padecer.

La voz de Hércules Poirot lo interrumpió:

—¿Por qué no tendrán que padecer cuando usted se muera?

Hugh Chandler sonrió. Fue una sonrisa gentil y amable.

—Tengo la herencia de mi madre. Tenía mucho dinero propio y me lo legó. Le dejaré todo mi dinero a Diana.

Poirot se recostó en su asiento y dijo simplemente:

—¡Ah!

Y luego comentó:

—Pero usted puede vivir muchos años, señor Chandler.

El joven sacudió la cabeza y replicó con sequedad:

—No, señor Poirot. Yo no llegaré a viejo.

Luego se echó hacia atrás y se estremeció ligeramente.

—¡Dios mío! ¡Mire! —exclamó, mientras su vista se dirigía a un punto situado sobre el hombro de Poirot—. Ahí... junto a usted... es un esqueleto... chasquea los huesos. Me llama... me hace señas.

Sus ojos, con las pupilas dilatadas, quedaron fijos bajo su radiante luz solar. De pronto se inclinó hacia un lado, como si fuera a desplomarse.

Y luego, dirigiéndose a Poirot, dijo con voz que más bien parecía la de un niño:

—¿No ha visto usted nada?

El detective sacudió la cabeza.

El joven prosiguió con voz ronca:

—El ver cosas no me conmueve mucho. Lo que me asusta es la sangre. La sangre en mi habitación... en mis ropas. Teníamos un loro y una mañana apareció en mi dormitorio con el cuello cortado... y yo estaba en la cama, sosteniendo en mi mano una navaja de afeitar manchada de sangre.

Se inclinó, aproximándose a Poirot.

—Y últimamente han ocurrido más muertes de ésas —murmuró—. En los alrededores... en el pueblo... en las colinas. Ovejas, corderos... un perro de pastor. Mi padre me encierra por las noches; pero algunas veces... la puerta está bien abierta por la mañana. Debo tener una llave escondida en algún sitio, pero no sé ahora dónde la escondí. No lo sé. No soy yo quien hace esas cosas... es alguien que entra dentro de mí... que toma posesión de mí... que me convierte de hombre en un monstruo sediento de sangre y que no puede beber agua...

De pronto ocultó la cara entre las manos.

Al cabo de unos momentos Poirot preguntó:

—Todavía no comprendo por qué no ha visitado usted a un médico.

Hugh Chandler sacudió la cabeza.

—¿No lo entiende usted? Físicamente soy fuerte. Tan fuerte como un toro. Puedo vivir durante muchos años... muchos años... encerrado entre cuatro paredes. ¡No podría soportarlo! Sería mejor acabar de una vez. Ya sabe que hay muchos medios para ello. Un accidente, al limpiar la escopeta... y cosas así. Diana me comprenderá... se dará cuenta de que he elegido una salida para esto.

Miró desafiante a Poirot, pero el detective no respondió al reto. En su lugar, preguntó blandamente:

—¿Qué es lo que come y bebe usted?

El joven echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.

—¿Pesadillas producidas por una indigestión? ¿Es eso lo que piensa?

Poirot se limitó a repetir:

—¿Qué es lo que come y bebe usted?

—Todo lo que comen y beben los demás.

—¿Ninguna medicina especial? ¿Ni sellos ni píldoras?

—Nada de eso. ¿Cree usted, en realidad, que unas pildoritas pueden curar mis padecimientos? —Y citó burlonamente—: «¿No puedes entonces auxiliar a una mente enferma?»

Hércules Poirot replicó secamente:

—Yo voy a probar. ¿Hay alguien en esta casa que sufra de una afección a los ojos?

Hugh Chandler lo miró fijamente y dijo:

—Los ojos de mi padre le han causado un cúmulo de molestias. Tiene que ir al oculista muy a menudo.

—¡Ah!

Poirot meditó durante unos momentos y luego preguntó:

—Según supongo, el coronel Frobisher pasó la mayor parle de su vida en la India, ¿no es cierto?

—Sí; perteneció al Ejército de la India. Es un entusiasta de ese país. Y no cesa de hablar de él... de sus tradiciones... de sus costumbres.

Poirot volvió a murmurar:

—¡Ah!

Luego observó:

—Veo que se ha cortado en la barbilla.

—Sí; un corte bastante molesto. Mi padre me dio un sobresalto el otro día, cuando me estaba afeitando. Hace tiempo que tengo los nervios de punta. Y ahora me ha quedado esta rozadura. Me molesta mucho cuando me afeito.

—Debería usar crema suavizante —observó Poirot.

—Ya la utilizo. El tío George me la dio.

Rió de pronto.

—Hablamos como si estuviéramos en un instituto de belleza femenina. Lociones, cremas suavizantes, píldoras y trastornos de la vista. ¿Qué conseguiremos con ello? ¿Qué es lo que se propone usted, señor Poirot?

El detective contestó tranquilamente:

—Estoy tratando de hacer todo lo posible por Diana Maberly.

Las maneras de Hugh cambiaron. Su cara tomó una expresión seria. Volvió a poner una mano sobre el brazo de Hércules.

—Sí; haga lo que pueda por ella. Dígale que debe olvidarme. Dígale que no conseguirá nada esperando... Dígale alguna de las cosas que le acabo de contar... Dígale... ¡Oh, dígale que, por amor de Dios, se aparte de mí! Eso es lo único que por mí puede hacer ahora. ¡Alejarse... y tratar de olvidar!

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