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—Necesito hablar con usted, pero con la máxima formalidad —dijo Poirot.

Era todavía temprano y, a pesar de ello, el club se hallaba casi lleno. La condesa y Poirot ocupaban una mesa cercana a la puerta.

—No conozco lo que es la formalidad —protestó ella—. La petite Alice; ésa sí que es siempre formal, pero, entre nous, la encuentro muy aburrida. ¿Qué diversión va a encontrar mi pobre Niki? Ninguna.

—Sepa que le tengo a usted mucho afecto —continuó Poirot inmutable—. Y no quisiera verla en ningún apuro.

—¡Pero qué cosas más absurdas dice! Puede considerarse que ahora estoy encaramada en la cima y el dinero me viene a las manos.

—¿Es suyo este negocio?

Los ojos de la condesa se volvieron un poco evasivos.

—Claro —replicó.

—Pero tiene usted un socio.

—¿Quién le ha dicho eso? —preguntó la condesa de pronto.

—¿Es Paul Varesco ese socio?

—¡Oh! ¡Paul Varesco! ¡Qué idea!

—Tiene pésimos antecedentes. ¿Se da usted cuenta de que este sitio es frecuentado por maleantes?

La condesa se echó a reír.

—Ya habló el bon bourgeois. ¡Claro que me he dado cuenta! ¿No ve usted que eso constituye la mayor atracción de este club? Esos jóvenes de Mayfair están cansados de ver siempre a los de su misma clase en el West End. Y vienen aquí para ver delincuentes: ladrones, chantajistas, confidentes... y tal vez a un asesino; al hombre que aparecerá en los periódicos del domingo la próxima semana. Les resulta emocionante, creen que están viendo la vida en toda su crudeza. Y lo mismo hace el próspero comerciante que se ha pasado la semana vendiendo ropa interior de señora. ¡Qué diferente es esto de su respetable vida y de sus respetables amigos! Y además, otra emoción más: En una mesa, acariciándose el bigote, hay un inspector de Scotland Yard; un inspector vestido de frac.

—¿De modo que lo sabe usted? —preguntó Poirot suavemente.

—Querido amigo, no soy tan tonta como cree.

—¿Trafican en drogas?

—¡Ah, eso no! —la condesa replicó vivamente—. Eso sería abominable.

Poirot la miró durante unos momentos y luego suspiró.

—Le creo —dijo—. Pero en ese caso, es aún más necesario que me diga quién es el propietario de esto.

—Yo misma —contestó secamente.

—Sobre el papel sí. Pero hay alguien detrás de usted.

—¿Sabe usted, amigo mío, que lo encuentro demasiado curioso? ¿No te parece que es demasiado curioso, Dou dou?

Su voz descendió hasta convertirse en un murmullo cuando dijo estas últimas palabras. Luego cogió un hueso que tenía en el plato y se lo tiró al perrazo negro. Se oyó el feroz chasquido de las quijadas al cerrarse.

—¿Cómo ha llamado a ese perro? —preguntó Poirot, distraído de sus pensamientos por aquella acción.

—Es mi segundo Dou dou.

—Pero ese nombre es ridículo.

—¡Ah! Mi perrito es adorable. ¡Es un perro policía! Y sabe hacerlo todo... todo. ¡Espere!

Se levantó, miró a su alrededor, y súbitamente cogió un plato en el que acababa de ser servido un suculento filete a un comensal que se sentaba en una de las mesas contiguas. Fue hacia el nicho de mármol y puso el plato ante el perro, al propio tiempo que le decía unas cuantas palabras en ruso.

Cerbero siguió mirando al frente, inmóvil, como si el filete no existiera.

—¿Ve usted? ¡Y no es cuestión de unos minutos! Así estaría durante horas si fuera necesario.

Luego murmuró una palabra y Cerbero inclinó su largo cuello con la velocidad del rayo. El filete desapareció como por arte de magia.

Vera Rossakoff rodeó con sus brazos el cuello del can.

—¡Mire qué dócil es! —exclamó—. Tanto yo, como Alice, como sus amigos, podemos hacer lo que queramos con él. Pero basta decirle una palabra y no hace falta más. Le aseguro que haría pedazos... a un inspector de policía, por ejemplo. ¡Sí: mil pedazos!

Se echó a reír.

—Me gustaría decir esa palabra...

Poirot la interrumpió apresuradamente. No se fiaba del sentido del humor de la condesa. El inspector Stevens podía encontrarse en verdadero peligro.

—El profesor Liskeard desea hablar con usted —dijo.

El aludido estaba de pie al lado de ella.

—Ha cogido usted mi filete —dijo—. ¿Por qué lo ha hecho? Era un buen filete.

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