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Michael Stoddart miró asombrado a Poirot.

—¿El general Grant? ¿Es posible?

—Precisamente, mon chéri. Como dijo usted, toda la mise en scéne era demasiado artificiosa. Los Budas, los bronces de Henares y el criado indio. ¡Y también la gota! Es una enfermedad pasada de moda. Sólo la tienen los caballeros de mucha edad; no el padre de unas muchachas de diecinueve años.

»Pero, además —continuó—, quise asegurarme de ello. Cuando me levanté para irme, hice como si tropezara, y para sostenerme me cogí al pie enfermo del general. Tan perturbado estaba el hombre por lo que acababa de decir, que ni siquiera se dio cuenta de ello. Sí; es demasiado artificial ese general. Tout de méme, fue una idea ingeniosa. El coronel angloindio retirado del servicio activo; un conocidísimo tipo de comedia que sufre del hígado y tiene un genio pésimo. Pero fue a residir, no entre otros oficiales del ejército, sino a un milieu demasiado caro para cualquier militar retirado. Donde había gente rica, de Londres; un excelente mercado para colocar la «mercancía». ¿Y quién iba a sospechar de cuatro vivarachas y atractivas muchachas? Si algo se descubría serían condenadas como víctimas... De eso podía estar seguro.

—¿Cuál era su propósito cuando fue a visitar al general? ¿Quería ponerle sobre aviso?

—Sí. Deseaba ver qué era lo que sucedería. No tuve que esperar mucho. Las chicas recibieron órdenes. Anthony Hawker, que era una de sus víctimas, debía de ser quien pagara las consecuencias. Sheila debía hablarme del frasco que Tony dejó en el vestíbulo. Casi no tuvo ocasión de hacerlo... pero la otra muchacha lanzó un colérico «¡Sheila!» y ésta justamente pudo balbucear la advertencia que me destinaba.

Michael Stoddart se levantó y empezó a pasear por la habitación.

—Sepa usted que no voy a perder de vista a esa chica. He formado una buena teoría sobre las tendencias criminales de los adolescentes: Si se fija usted en la vida hogareña de cualquier familia, casi siempre encontrará...

Poirot le interrumpió:

Mon chér! —dijo—, profeso el más profundo respeto por su ciencia. Y no tengo ninguna duda de que sus teorías darán un resultado admirable, por lo que respecta a la señorita Sheila Kelly.

—Y a las demás también.

—Las demás, tal vez. Puede ser. De la única de que estoy seguro es de la pequeña Sheila. La domará, no lo dude. A decir verdad, ya come en su mano...

Michael Stoddart se ruborizó y dijo:

—¡Qué sarta de tonterías está usted diciendo, Poirot!

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