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—¿Tiene usted valor, señorita? ¿Se siente con ánimos suficientes? Porque va a necesitarlos.

Diana exclamó:

—Entonces, es cierto, ¿verdad? ¿Está loco?

Hércules Poirot replicó:

—No soy un alienista, señorita. Y, por lo tanto, no puedo decir si está cuerdo o loco.

Ella se aproximó más al detective.

—El almirante Chandler cree que sí lo está y George Frobisher también. Hasta el propio Hugh está convencido de ello...

Poirot la contempló.

—¿Y usted, señorita?

—¿Yo? ¡Yo digo que no está loco! Por eso...

Se detuvo.

—¿Por eso acudió usted a mí?

—Sí. No podía tener otra razón para ello, ¿no lo cree?

—Eso es justamente lo que me he estado preguntando hasta ahora, señorita.

—No lo entiendo.

—¿Quién es Stephen Graham?

Ella lo miró fijamente.

—¿Stephen Graham? ¡Oh!, es... tan sólo un conocido.

La joven cogió al detective por el brazo.

—¿Qué es lo que piensa usted? ¿Qué es lo que se imagina? Hasta ahora se ha limitado a estarse quieto, detrás de esos bigotes, con los ojos medio cerrados y sin decirme nada. Me asusta usted... ¡ah! estoy terriblemente asustada. ¿Por qué me hace sentir este temor?

—Tal vez porque yo también esté atemorizado.

Los ojos de profundo color gris se abrieron de par en par y se fijaron en él. La muchacha murmuró:

—¿Qué es lo que teme?

Hércules Poirot exhaló un profundo suspiro.

—Es mucho más fácil coger a un asesino que evitar un asesinato —replicó.

—¿Asesinato? —exclamó la joven—. No utilice esa palabra.

—No tengo más remedio que usarla.

Poirot cambió el tono de su voz, habló rápida y perentoriamente.

—Señorita, es necesario que usted y yo pasemos la noche en Lyde Manor. Espero que se encargará de arreglar los detalles precisos. ¿Lo podrá hacer?

—Sí... supongo que sí. Pero, ¿por qué?

—Porque no hay tiempo que perder. Me dijo antes que tenía valor, pues demuéstrelo ahora. Haga lo que le he dicho y no pregunte nada acerca de ello.

La muchacha asintió sin proferir palabra y se alejó.

Al cabo de unos momentos Poirot entró en la casa. Desde la biblioteca le llegó la voz de la muchacha y la de tres hombres. Subió por la ancha escalera. En el piso superior no había nadie.

No le costó mucho trabajo encontrar la habitación de Hugh Chandler. En uno de los rincones vio un lavabo con grifos de agua fría y caliente. Encima de él, sobre un estante de cristal, había unos cuantos tubos, tarros y botellas.

Hércules Poirot se puso a trabajar rápida y eficientemente.

Lo que debía hacer no le llevó mucho tiempo. Se encontraba ya en el vestíbulo cuando Diana salió de la biblioteca. La muchacha tenía la cara enrojecida y su aspecto demostraba la rebeldía que sentía interiormente.

—Ya está todo arreglado —dijo.

El almirante Chandler hizo pasar a Poirot a la biblioteca y cerró la puerta tras él.

—Oiga, señor Poirot —dijo—. Esto no me gusta nada.

—¿Qué es lo que no le gusta nada, almirante Chandler?

—Diana ha insistido en que ella y usted deben pasar aquí la noche. No quisiera parecer inhospitalario.

—No es cuestión de hospitalidad.

—Como le decía, no quisiera parecerlo... pero, francamente, no me gusta, señor Poirot. No... no quiero que se queden. No llego a comprender la razón de ello. ¿Qué posibles beneficios conseguiremos?

—¿Podríamos considerarlo como un experimento que trato de llevar a la práctica?

—¿Qué clase de experimento?

—Eso, con perdón, es cosa mía...

—Pero oiga, señor Poirot; en primer lugar, no fui yo quien le dijo que viniera...

Poirot le interrumpió:

—Créame, almirante Chandler; comprendo y aprecio perfectamente su punto de vista. Estoy aquí, simple y llanamente, gracias a la obstinación de una muchacha enamorada. Usted me ha contado ciertas cosas. El coronel Frobisher me ha relatado otras y el propio Hugh me ha dicho otras. Y ahora... quiero verlo todo, paso a paso, por mí mismo.

—Sí, ¿pero qué es lo que quiere ver? ¡Le digo que aquí no hay nada que ver! Encierro a Hugh en su habitación todas las noches y no hay más.

—Y, sin embargo, algunas veces, según me ha dicho él, la puerta no está cerrada por la mañana.

—¿Qué me dice?

—¿No encontró usted mismo en algunas ocasiones la puerta abierta?

—Siempre imaginé que George la había abierto..., ¿qué es lo que quiere usted decir con ello?

—¿Dónde deja la llave? ¿En la cerradura?

—No. La coloco en un cofre del pasillo. Yo mismo, o George, o Whiters, el mayordomo, la cogemos de allí por las mañanas. Le hemos dicho a Whiters que lo hacemos así porque Hugh es sonámbulo. Yo diría que sabe de qué se trata, pero me es fiel y ha estado conmigo durante muchos años.

—¿Tiene otra llave?

—No, que yo sepa.

—Podrían haber hecho un duplicado.

—Pero, ¿quién...?

—Su hijo cree que tiene una llave escondida en algún sitio, aunque no le es posible decir dónde, cuando está despierto.

El coronel Frobisher, desde uno de los extremos de la habitación, dijo:

—No me gusta esto, Charles. La chica...

El almirante Chandler contestó rápidamente:

—Eso es justamente lo que estaba yo pensando. La muchacha no debe quedarse aquí esta noche. Venga usted si gusta, señor Poirot...

—¿Por qué no quiere que duerma aquí la señorita Maberly? —preguntó el detective.

En voz baja, Frobisher comentó:

—Es demasiado arriesgado. En estos casos...

Se detuvo.

—Hugh la quiere... —insinuó Poirot.

—¡Por eso precisamente! —exclamó Chandler—. ¡Maldita sea! Todo se transforma cuando se trata de un loco. Y Hugh lo sabe. Diana no debe quedarse aquí.

—Por lo que se refiere a eso —dijo Poirot—, la propia Diana será quien decida.

Salió de la biblioteca. Diana le esperaba en el coche.

—Iremos a recoger lo que nos hace falta para pasar la noche y regresaremos a tiempo para cenar —indicó la joven.

Cuando bajaban por el camino que conducía a la carretera, Poirot repitió la conversación que acababa de sostener con el almirante y con el coronel Frobisher. Diana rió despectivamente.

—¿Cree que Hugh me hará daño?

A modo de contestación Poirot le preguntó si tendría inconveniente en detenerse ante la farmacia del pueblo. Según dijo, se había olvidado de poner un cepillo de dientes en el maletín.

La farmacia estaba en el centro de la calle principal de aquel pacífico pueblecito. Diana esperó en el coche. Le extrañó que Poirot tardara tanto en escoger un cepillo de dientes...

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