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Después de comer, Harold se reunía habitualmente con la señora Rice y su hija para tomar café. Decidió no introducir ningún cambio en esta costumbre.

Era la primera vez que veía a Elsie después de lo ocurrido la noche anterior. Estaba muy pálida y se notaba que todavía se encontraba bajo los efectos de la fuerte impresión, haciendo comentarios vulgares sobre el tiempo y el paisaje.

La conversación recayó sobre un nuevo huésped que acababa de llegar, cuya nacionalidad trataron de conjeturar. Harold opinaba que un bigote como aquél sólo podía ser francés. Elsie decía que era alemán, y la señora Rice creía que era español.

No había nadie más que ellos en la terraza, a excepción de las dos polacas, que estaban sentadas en uno de los extremos, haciendo ganchillo.

Como siempre que las veía, Harold sintió que un extraño estremecimiento de aprensión pasaba por él. Aquellas caras inexpresivas; aquellas narices aguileñas; aquellas manos que parecían garras...

Un «botones» se acercó y dijo que buscaban a la señora Rice. La mujer se levantó y lo siguió. Los dos jóvenes vieron cómo al llegar a la puerta del hotel saludaba a un policía de uniforme.

Elsie contuvo la respiración.

—¿Cree usted... que algo habrá salido mal?

Harold se apresuró a tranquilizarla.

—No; no creo que haya pasado nada.

Pero en su interior sintió un súbito acceso de miedo.

—¡Su madre está llevando el asunto maravillosamente!

—Ya lo sé. Mamá es una gran luchadora. Nunca admite la derrota —Elsie se estremeció—. Pero esto ha sido horrible, ¿verdad?

—Vamos; no tratemos más de ello. Ya pasó todo.

Elsie dijo en voz baja:

—Yo no puedo olvidar... que lo maté.

Harold replicó apresuradamente:

—No debe pensar en eso. Fue un accidente y usted lo sabe.

La cara de la joven adoptó una expresión ligeramente más serena. Harold añadió:

—Y de todas formas, ya pasó todo. El pasado es el pasado. Trate de no pensar más en ello.

La señora Rice volvió en aquel instante. Por el aspecto de su cara, los dos jóvenes vieron que todo iba bien.

—Me ha dado un susto atroz —dijo la mujer con tono jovial—. Pero sólo se trataba de una formalidad que debía cumplirse con los documentos. Todo va perfectamente, hijos míos. No hay nada que temer. Creo que debíamos pedir unas copas de licor para celebrarlo.

Pidieron las copas y cuando se las sirvieron, cada uno levantó la suya.

—Por el futuro —brindó la señora Rice.

Harold dirigió una sonrisa a Elsie y propuso:

—iPor su felicidad!

Ella sonrió a su vez y replicó:

—¡Y por usted... porque tenga muchos éxitos! Estoy segura de que llegará a ser un hombre eminente.

Se sentían alegres, casi aturdidos; era la reacción natural después del miedo pasado. ¡Las sombras habían desaparecido! Todo iba bien.

Las dos mujeres que estaban al otro lado de la terraza se levantaron. Enrollaron cuidadosamente su labor y luego se encaminaron hacia donde se sentaban los otros tres.

Hicieron unas ligeras reverencias y tomaron asiento al lado de la señora Rice. Una de ellas empezó a hablar y la otra fijó sus ojos en los dos jóvenes. En sus labios campeaba una ligera sonrisa que, según pensó Harold, no tenía nada de agradable.

El muchacho miró a la señora Rice, quien estaba escuchando a la otra hermana, y aunque él no entendía una palabra de lo que estaban diciendo, la cara de la oyente era lo bastante expresiva como para no dejar lugar a dudas. Toda la angustia y desesperación de antes se reflejaban en ella de nuevo. La mujer escuchaba y de vez en cuando contestaba con una breve palabra.

Al cabo de un rato, las dos hermanas se levantaron y después de inclinarse levemente, entraron en el hotel.

Harold preguntó con voz ronca:

—¿Qué ocurre?

La señora Rice contestó con tono monótono y desesperado:

—Esas dos mujeres nos amenazan con un chantaje. Anoche lo oyeron todo. Y ahora que hemos tratado de ocultar lo sucedido, todavía se pone peor la cosa...

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