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Ashley Lodge, la residencia del general Grant, no era una casa de grandes dimensiones. Estaba situada en la ladera de una colina; tenía buenos establos y un jardín bastante descuidado.

Su interior estaba, como diría un corredor de fincas, «completamente amueblado». Panzudos Budas contemplaban a los visitantes desde diversas hornacinas. Bandejas y mesas de bronce de Benarés ocupaban la mayor parte del espacio disponible. Procesiones de elefantes adornaban las repisas de las chimeneas y afiligranados trabajos de bronce colgaban de las paredes.

En mitad de este hogar angloindio estaba sentado el general Grant, ocupando un raído sillón, mientras una de sus piernas, envuelta en vendajes, reposaba en otra silla.

—Gota —explicó—. ¿No tuvo nunca gota, señor... ejem... Poirot? ¡Le despierta a cualquiera un genio de mil diablos! Mi padre tuvo la culpa. Bebió Oporto toda su vida... igual que mi abuelo; y entre los dos me hicieron la pascua. ¿Quiere usted una copa? Toque esa campanilla para que acuda mi asistente.

Apareció un criado tocado con un turbante. El general Grant se dirigió a él llamándole Abdul, y le ordenó que trajera el whisky y un sifón. Cuando volvió el sirviente, su amo vertió una ración tan generosa que Poirot se vio obligado a protestar.

—Siento no poder acompañarle, señor Poirot —el hombre miró con tristeza el vaso—. El «wallah» médico me ha dicho que es veneno para mí. No creo que sea para tanto. Los médicos son unos ignorantes. Parece como si disfrutaran de privar a un hombre de lo que le gusta, tanto de comer como de beber. Y permite solamente que tome una porquería como es el pescado hervido. ¡Pescado hervido... puaf!

Indignado, el general movió su pie enfermo, lo que le hizo lanzar un alarido de agonía y dolor y algunas fuertes expresiones.

Pidió perdón por su léxico.

—Me siento como un oso con dolor de cabeza. Mis chicas dejan el campo libre cuando tengo uno de los ataques de gota. No creo que deba recriminarles por ello. He oído decir que conoce usted a una de ellas.

—Si; he tenido ese gusto. ¿Tiene usted varias hijas?

—Cuatro —replicó el general lúgubremente—. Ni un chico entre ellas. Cuatro deslumbrantes muchachas. En estos días constituyen un problema.

—Tengo entendido que todas son encantadoras.

—No están mal del todo... no están mal. Pero nunca puedo saber qué es lo que se proponen. No se puede dominar a las muchachas en estos tiempos. Son tiempos de indisciplina... demasiada libertad. ¿Qué puede hacer uno? No puedo encerrarlas, ¿no le parece?

—Supongo que gozarán de popularidad entre el vecindario.

—Algunas de las viejas no las pueden ver —dijo el viejo militar—. Hay mucho borrego disfrazado de cordero por estos alrededores. Uno debe tener cuidado. Casi me pesca una de esas viudas de ojos azules. Solía rondar por aquí, ronroneaba como un gato... «¡Pobre general Grant... qué vida tan interesante ha debido pasar!» —el general levantó un dedo y se lo aplicó a la nariz—. Es demasiado descaro, señor Poirot. Pero, al fin y al cabo, éste es un rincón del mundo que no está del todo mal. Me gustaba el campo cuando se vivía en el campo... sin automóviles, ni jazz, ni la vociferante y latosa radio. Jamás permití que instalaran una en casa. Un hombre tiene perfecto derecho a gozar de un poco de paz en su propio hogar.

Suavemente, Poirot condujo la conversación hasta que se refirió a Anthony Hawker.

—¿Hawker? ¿Hawker? No le conozco. Sí; sí le conozco. Un tipo de aspecto asqueroso; tiene los ojos demasiado juntos. No se fíe de nadie que sea incapaz de mirarle a la cara.

—Es amigo de su hija Sheila, ¿verdad?

—¿De Sheila? No lo sabía. Las chicas nunca me dicen nada —arrugó el entrecejo, mientras los ojos azules y penetrantes miraban sin pestañear a Hércules Poirot—. Oiga, señor Poirot, ¿a qué viene todo esto? ¿Tendría inconveniente en decirme para qué ha venido a verme?

Poirot contestó lentamente:

—Eso va a ser un poco difícil... tal vez ni yo mismo lo sepa. Sólo le diré esto: su hija Sheila y quizá todas sus hijas tienen amistades poco recomendables.

—Se han unido a una pandilla de sinvergüenzas, ¿verdad? Algo me temía yo. He oído algunas cosas por ahí —miró patéticamente a Poirot—. Pero, ¿qué he de hacer yo, señor Poirot? ¿Qué he de hacer yo?

El detective sacudió perplejo la cabeza.

El general Grant prosiguió:

—¿Y qué es lo que pasa con esa pandilla a la que se han juntado?

Poirot contestó con otra pregunta:

—¿No ha notado, general, si alguna de sus hijas ha estado caprichosa y excitada... y luego deprimida, nerviosa y de un talante...?

—¡Maldita sea! Habla usted como si fuera médico. No; no me di cuenta de nada de todo eso.

—Menos mal —dijo Poirot con gravedad.

—¿Qué diablos significa todo eso, caballero?

—¡Drogas!

—¿Qué?

La palabra pareció un rugido.

Poirot prosiguió:

—Se ha intentado convertir a su hija Sheila en una adicta de las drogas. El hábito se adquiere rápidamente. Una semana o dos son suficientes. Cuando una persona se habitúa a ellas es capaz de pagar y hacer cualquier cosa, con tal de conseguir nuevas dosis. Puede imaginarse qué sabrosos resultados económicos conseguirá el encargado de repartirlas.

Escuchó en silencio las palabrotas que con furia y en voz baja salían de los labios del general. Luego, cuando se aquietó algo, con una final y escogida descripción de lo que él, el general, haría con aquel perro tiñoso, si lo cogiera, Hércules Poirot observó:

—Primero, como dicen ustedes por aquí, tenemos que coger la liebre. Una vez que hayamos atrapado al que distribuye la droga, tendré mucho gusto en entregárselo, general.

Se levantó; tropezó con una mesilla profusamente labrada y recobró el equilibrio asiéndose al general.

—Mil perdones —murmuró—. Debo rogarle... entiéndame bien, le ruego que no diga nada de esto a sus hijas.

—¿Qué? Voy a hacer que me digan la verdad, ¡eso es lo que haré!

—Eso es precisamente lo que usted no debe hacer. Todo lo que conseguirá será una sarta de mentiras.

—Pero, ¡maldita sea...!

—Le aseguro, general Grant, que lo mejor para usted es no decir nada. Es necesario... ¿comprende? ¡Necesario!

—Bueno; lo haré si ése es su gusto —gruñó el veterano.

Había sido dominado, pero no convencido.

Hércules Poirot caminó con sumo tiento por entre los bronces indios y salió de allí.

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