2



El ser recibido por un gerente de hotel, vestido correctamente de frac y calzado con zapatos de charol, parecía algo cómico en aquel lugar apartado del mundo o, mejor dicho, tan sobre él.

El gerente era un hombre corpulento y distinguido, de maneras presuntuosas. Se deshizo en disculpas.

No había empezado todavía la temporada... la instalación de agua caliente se estropeó... Las cosas eran difíciles de llevar en buen orden dado lo apartado del lugar... Pero naturalmente, haría lo posible para que los señores estuviesen bien atendidos... La servidumbre no estaba completa todavía... Estaba aturdido por el inesperado número de visitantes que habían llegado.

Todo aquello fue dicho con profesional urbanidad y, sin embargo, a Poirot le pareció que detrás de aquella cortés façade se veía un reflejo de aguda ansiedad. Aquel hombre, a pesar de sus obsequiosidades, no estaba tranquilo. Algo le turbaba.

La comida fue servida en una gran habitación que daba vista a un profundo valle. El único camarero, llamado Gustave, parecía ducho y diestro en su oficio. Iba de aquí para allá, aconsejando los platos y facilitando la lista de vinos. Los tres hombres que parecían mozos de cuadra se sentaron juntos a la misma mesa. Reían y hablaban en francés, levantando la voz.

—¡Vaya con el viejo Joseph...! ¿Y qué me dices de Denise, amigo mío...? ¿Te acuerdas del sacre penco que nos hizo aquella jugarreta en Auteuil?

Todo parecía sincero; muy en consonancia con el carácter de ellos; pero absolutamente fuera de lugar en aquellas alturas.

La mujer vestida de negro ocupó una mesa en un rincón. No miró a nadie.

Después de comer, cuando Poirot estaba sentado en el salón, el gerente se dirigió hacia él y habló con más confianza.

El señor no debía juzgar con mucho rigor al hotel. No habla comenzado todavía la temporada. No venía nadie hasta finales de julio. ¿Tal vez se había fijado el señor en la señora? Venía todos los años por aquellas fechas. Su esposo se mató en una escalada, hacía tres años. Fue una tragedia, pues se querían mucho. Ella venía siempre antes de que empezara la temporada... porque así todo estaba más tranquilo. Era como una peregrinación sagrada. El caballero de más edad era un médico famoso, el doctor Karl Lutz de Viena. Había venido, según dijo, a descansar.

—Sí... es un sitio muy tranquilo —admitió Poirot—. ¿Y los señores? —indicó a los tres hombres—. ¿Cree usted que también desean descansar?

El gerente se encogió de hombros. Otra vez apareció en sus ojos la expresión conturbada.

—Los turistas quieren siempre sensaciones nuevas —dijo vagamente—. La altura... sólo eso ya es de por sí una novedad.

A pesar de todo, no era aquélla una sensación agradable, pensó Poirot. Se había dado cuenta de que el corazón le latía más rápidamente. Los versos de una canción infantil le pasaron tontamente por la imaginación. «Arriba, encima del mundo, como una bandeja en el cielo.»

Schwartz entró en el salón. Su rostro se iluminó cuando vio a Poirot y se dirigió rectamente hacia él.

—Acabo de ver a ese doctor —dijo—. Habla un inglés con un acento bastante raro. Es judío... los nazis lo expulsaron de Austria. Lo que yo digo, ¡esa gente no está bien de la cabeza! El doctor Lutz es un gran hombre. Creo que es especialista de los nervios, psicoanalista... y cosas por el estilo.

Dirigió la mirada a la mujer vestida de negro, que en aquel momento se encontraba junto a la ventana, contemplando el grandioso espectáculo de las montañas. El americano bajó la voz.

—El camarero me ha dicho que se llama señora Grandier. Su marido se mató durante una escalada. Por eso viene ella. Me parece que debíamos hacer algo, ¿no le parece...? Tratar de que salga de su prolongada abstracción.

—Yo en su lugar no lo intentaría —advirtió Poirot.

Pero los sentimientos amistosos del señor Schwartz no conocían el descanso.

Poirot presenció cómo el americano se acercaba a ella y le hablaba; y vio también la forma tajante con que la mujer rechazó sus proposiciones. Los dos permanecieron durante unos minutos perfilados contra la luz. Ella era más alta que Schwartz. Tenía la cabeza erguida, con expresión fría y prohibitiva.

Poirot no oyó lo que hablaron, pero Schwartz volvió con aspecto alicaído.

—No hay nada que hacer —dijo, y añadió con ardor—: Siendo seres humanos que debemos estar juntos por fuerza no veo que exista ninguna razón para que no nos mostremos sociales unos con otros. ¿No le parece, señor...? Ya ve; todavía no sé su nombre.

—Me llamo Poirot —contestó el detective—. Soy de Lyon; comerciante en sedería.

—Tengo mucho gusto en darle mi tarjeta, y si alguna vez viene a Fountain Springs, tenga la seguridad de que será bien recibido.

Poirot aceptó la tarjeta y con una mano se golpeó el bolsillo, mientras decía:

—¡Qué contrariedad! No llevo ninguna de las mías en este momento.

Aquella noche, cuando el detective se retiró a su habitación, leyó detenidamente la nota de Lementeuil antes de volverla a colocar en su cartera, doblada con sumo cuidado.

Al meterse en la cama, dijo para sí mismo:

—Es curioso... tal vez.

Загрузка...