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El inspector Wagstaffe pareció interesado por la pregunta.

—¿La copa de Veratrino? Sí, lo recuerdo perfectamente. Estuve encargado del caso, en lo que se refería a su ramificación inglesa. Hablo un poco el italiano y fui allí para entrevistarme con los «macarronis». La copa no se vio más desde entonces. Fue un caso curioso.

—¿Y qué explicación le da usted a eso? ¿Una venta privada?

Wagstaffe sacudió la cabeza.

—Lo dudo. Desde luego, es remotamente posible. No, no; mi explicación es mucho más simple. Escondieron la copa, y el único hombre que conocía el escondrijo ha muerto.

—¿Se refiere usted a Casey?

—Sí. Pudo haberla escondido en algún sitio de Italia, o pudo arreglárselas para sacarla de allí. Pero la escondió, y sea donde fuere, tenga la seguridad de que todavía está allí.

Hércules Poirot suspiró.

—Es una teoría novelesca. Las perlas embutidas en una figura de escayola... ¿cómo se llamó aquel caso...? Ah, sí, «El busto de Napoleón». Pero ahora no se trata de joyas, sino de una copa grande y sólida. No es fácil de ocultar.

Wagstaffe lamentó:

—No lo sé. Supongo que podría hacerse. Bajo el entarimado del piso... o algo parecido.

—¿Tenía Casey un lugar propio?

—Sí... en Liverpool —gesticuló—. No estaba bajo el entarimado. Ya nos preocupamos de averiguarlo.

—¿Y qué me dice de su familia?

—La mujer era una persona decente; estaba tuberculosa. Sentía gran temor por la clase de vida que llevaba su marido. Era muy religiosa, una ferviente católica; pero nunca tuvo ánimos para abandonarle. Murió hace un par de años. La hija se parecía a su madre... y profesó en un convento. El hijo fue diferente y salió al padre. Lo último que supe de él es que estaba cumpliendo condena en América.

Poirot escribió la palabra «América» en su agenda.

—¿No es posible que el hijo de Casey conociera el escondrijo? —preguntó.

—No lo creo. De conocerlo a estas horas la copa estaría en manos de cualquier comprador de objetos robados.

—La pudieron fundir, ¿verdad?

—Tal vez sea eso lo más probable. Pero no sé... tenía mucho valor para los coleccionistas; y los negocios de esa clase de gente son muy curiosos. ¡Se asombraría usted si conociera alguno de ellos! Algunas veces —añadió virtuosamente Wagstaffe— creo que los coleccionistas no saben lo que es la moralidad.

—¡Ah! Entonces, ¿no se sorprendería si, por ejemplo, sir Reuben Rosenthal estuviera mezclado en uno de esos «curiosos negocios»?

Wagstaffe hizo una mueca.

—No sería nada extraño. Se le tiene por poco escrupuloso en lo que a obras de arte se refiere.

—¿Qué me cuenta de los otros miembros de la banda?

—Ricovetti y Dublay fueron sentenciados a unos cuantos años de cárcel. Creo que saldrán pronto.

—Dublay es francés, ¿verdad?

—Sí; era el que dirigía la banda.

—¿Había otros componentes?

—Una muchacha; Red Kate se llamaba. Se empleó de doncella y descubrió un arcón... donde se guarda la plata, etcétera. Creo que fue en Australia cuando se disolvió la banda.

—¿Alguien más?

—Un tipo llamado Yougouian, de quien se creyó que estaba asociado con ellos. Es comerciante y tiene su cuartel general en Estambul, pero también opera en París, donde posee una tienda. No se pudo probar nada contra él... pero es un individuo muy escurridizo.

Poirot suspiró y miró su agenda. En ella había escrito: «América, Australia, Francia, Italia y Turquía».

—Le pondré un cinturón al mundo.

—¿Qué decía? —preguntó el inspector Wagstaffe.

—Observaba —respondió Hércules Poirot— que parece indicada una vuelta al mundo.

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