Capítulo IX



El cinturón de Hipólita

1



Una cosa conduce a otra, como suele decir Hércules Poirot, sin mucha originalidad por cierto. Y añade que esto no se puso nunca tan de manifiesto como en el caso del Rubens robado. No le interesó mucho aquel asunto del cuadro, pues, por una parte, Rubens era un pintor que no le gustaba y, de otra, las circunstancias del robo fueron de lo más vulgares. Se hizo cargo del caso para quedar bien con Alexander Simpson, con quien acababa de trabar amistad y, además, por ciertas razones privadas no muy ajenas a los clásicos.

Después de producirse el robo, Alexander Simpson lo mandó llamar y vertió sobre él todas sus cuitas. El Rubens acababa de ser descubierto. Era una obra maestra desconocida hasta entonces, pero no había duda respecto a su autenticidad. Fue expuesto en las Galerías Simpson y robado en pleno día. Por aquel entonces, los obreros parados seguían la táctica de detenerse en los cruces de las principales calles y penetrar en el Ritz. Unos cuantos de ellos invadieron las Galerías Simpson y se tendieron en el suelo enarbolando una pancarta que decía: «El arte es un lujo. Dad de comer a los hambrientos.» Acudió la policía y se arremolinaron los curiosos. Hasta que los manifestantes no salieron de allí ante la fuerza del brazo de la Ley nadie se dio cuenta de que el nuevo Rubens había sido cortado limpiamente de su marco y había desaparecido.

—Es un cuadro pequeño —explicó el señor Simpson—. Cualquiera pudo ponérselo bajo el brazo y llevárselo, mientras los demás contemplaban a esos idiotas de obreros parados.

Se descubrió que aquellos obreros habían sido pagados para que tomaran parte, aunque inocente, en el robo. Les dijeron que fueran a manifestarse en las Galerías Simpson, pero no se enteraron de la razón hasta que pasó todo.

Hércules Poirot pensó que fue una treta muy divertida, mas no veía qué era lo que podía hacer en aquel asunto. La policía, según indicó, podía ocuparse muy bien de aquel robo tan claro.

—Óigame, Poirot —rogó Alexander Simpson—. Conozco al que robó el cuadro y sé adonde irá a parar.

Según el propietario de las Galerías Simpson, fue robado por una banda de aventureros internacionales, que trabajaba por cuenta de cierto millonario, el cual no tenía ningún inconveniente en adquirir obras de arte a precios sorprendentemente bajos... sin preguntar nada. El Rubens, dijo Simpson, sería llevado a Francia, donde pasaría a poder del millonario. La policía inglesa y la francesa estaban alerta; pero Simpson opinaba que no conseguirían nada.

—Y una vez que el cuadro obre en poder de ese perro sarnoso, se complicarán todavía más las cosas —añadió—. Los hombres acaudalados deben ser tratados con toda clase de miramientos. Y ahí es donde entra usted. La situación se volverá de una delicadeza extrema y usted es el hombre apropiado.

Por último, sin ningún entusiasmo, Hércules Poirot se vio obligado a aceptar la tarea. Convino en salir inmediatamente para Francia. No tenía gran interés por la misión que lo llevaba; pero gracias a ella se vio mezclado en el caso de la Colegiala Desaparecida, el cual sí que le interesó en alto grado.

Se enteró de ello por el inspector jefe Japp, que fue a visitarle en el preciso instante en que Poirot daba su conformidad al equipaje que acababa de hacer George.

—Ah! —dijo Japp—. Por lo visto se va usted a Francia, ¿verdad?

Mon chéri —replicó Poirot—. Están ustedes increíblemente bien informados en Scotland Yard.

Japp rió por lo bajo.

—Tenemos bien montado nuestro espionaje. Simpson le encargó de ese asunto del Rubens. ¡Parece que no se fía de nosotros! En fin; eso no va ni viene. Lo que quiero que haga usted es una cosa completamente diferente. Ya que ya usted a París, pensé que muy bien podía matar dos pájaros de un tiro. El detective inspector Hearn ha ido allí para cooperar con los franceses. ¿Conoce a Hearn? Es un buen muchacho, aunque tal vez poco imaginativo. Me gustaría conocer la opinión de usted sobre el caso.

—¿Y cuál es el caso de que está hablando?

—Ha desaparecido una niña. La noticia saldrá esta noche en los periódicos. Parece como si la hubieran raptado. Es hija de un canónigo de Cranchester y se llama King.

Continuó relatando la historia. Winnie King.

Winnie se dirigía a París para ingresar en un colegio de alto copete, regentado por una tal señorita Pope, en el que solamente se admitían chicas inglesas y norteamericanas. La muchacha llegó a Cranchester en el primer tren. La empleada de una agencia que se dedicaba a escoltar colegialas de una estación a otra, declaró que la llevó a la estación Victoria, donde la dejó bajo la custodia de la señorita Burshaw, profesora del colegio y persona de confianza de la señorita Pope. Después, junto con otras dieciocho chicas, salió de Londres en el tren que enlaza con el barco. Diecinueve muchachas cruzaron el Canal, pasaron por la Aduana de Calais y subieron en el tren de París, en cuyo coche restaurante comieron. Pero poco antes de llegar a París, la señorita Burshaw las contó y descubrió que sólo eran dieciocho.

—¡Ajá! —dijo Poirot—. ¿Se detuvo el convoy en algún sitio?

—Paró en Amiens, pero entonces estaban todas en el restaurante y las demás chicas aseguran positivamente que Winnie estaba con ellas. La perdieron, por decirlo así, cuando volvieron a su departamento. O sea, que no entró en el que compartía con otras cinco muchachas. Éstas no sospecharon nada; se figuraron tan sólo que se habría quedado en alguno de los otros departamentos reservados.

Poirot asintió:

—Por lo tanto, ¿cuándo la vieron por última vez exactamente?

—Unos diez minutos después de que el tren saliera de Amiens —Japp tosió con modestia—. Fue vista por última vez... ejem... cuando entraba en el tocador de señoras.

—Muy natural —murmuró Poirot—. ¿No hay nada más?

—Sí; una cosa —Japp tenía el entrecejo fruncido—. Encontraron su sombrero al lado de la vía... en un lugar situado aproximadamente a catorce millas de Amiens.

—Pero, ¿no se encontró el cuerpo?

—No. No lo encontraron.

—¿Y qué piensa usted de ello? —preguntó Poirot.

—Es difícil saber qué es lo que ha de pensar uno. Puesto que no hay trazas de su cuerpo... es que no se cayó del tren.

—¿Se detuvo el convoy en alguna ocasión después de salir de Amiens?

—No. Disminuyó la marcha una vez... por una señal; pero no se detuvo. Dudo que aflojara lo bastante para permitir que alguien saltara sin lastimarse. ¿Piensa usted que a la chica le entró miedo y trató de escapar? Era su primera salida de casa y pudo sentir nostalgia, eso es verdad; pero de todas formas, tiene quince años y medio... una edad en que se tiene bastante sensatez y, además, durante todo el viaje demostró muy buen humor y estuvo hablando por los codos.

—¿Registraron el tren? —preguntó Poirot.

—Sí; buscaron por todo él antes de que llegara a la estación del Norte. La chica no estaba en el tren, de eso puede estar seguro.

Y Japp añadió con acento desilusionado:

—Desapareció... en el aire. Esto no tiene sentido, monsieur Poirot. Es cosa de locos.

—¿Qué clase de muchacha era?

—Ordinaria y corriente. Por lo que he podido sacar en limpio, era una chica normal.

—Quiero decir... ¿qué aspecto tenía?

—Aquí llevo una instantánea de ella. No es ninguna belleza en embrión.

Entregó la fotografía a Poirot y éste la estudió en silencio.

Era de una muchacha larguirucha, con el pelo peinado en dos flojas trenzas. Se apreciaba claramente que era una instantánea y que la chica había sido fotografiada sin que se diera cuenta de ello. Mordía una manzana con la boca abierta, mostrando unos dientes prominentes a los que llevaba sujetos abrazaderas correctoras. Usaba gafas.

—Una niña de aspecto corriente —comentó Japp—. Pero a esa edad todas lo son. Hace unos días estuve en casa del dentista. En el sketch vi una fotografía de Marcia Gaunt, la belleza de moda. La recuerdo cuando tenía quince años. Estuve en el castillo que posee su familia, con motivo de aquel robo de que fueron víctimas. Pecosa, desgarbada; con los dientes prominentes y los cabellos largos y lacios. De la noche a la mañana se convirtió en una belleza... ¡No sé cómo lo hacen! Es como un milagro.

Poirot sonrió.

—El sexo femenino es algo milagroso —dijo—. ¿Y qué me cuenta acerca de la familia de la niña? ¿No le han relatado alguna cosa que pueda ser de utilidad?

Japp sacudió la cabeza.

—Nada que pueda ayudarnos. La madre está enferma y el pobre canónigo King moralmente deshecho. Aseguran que la muchacha estaba entusiasmada con su viaje a París; que ansiaba irse. Quería estudiar pintura y música. Las chicas de la señorita Pope aprenden arte con «A» mayúscula. Tal vez sabrá usted que ese colegio es muy conocido. Estudian allí muchachas de la buena sociedad. La señorita Pope es muy rígida y exigente. Cobra unas pensiones carísimas y elige cuidadosamente a las pupilas que toma bajo su cuidado.

Poirot suspiró.

—Ya conozco ese tipo. ¿Y respecto a la señorita Burshaw, la que vino a recoger a las niñas?

—No es ningún cerebro privilegiado. Teme atrozmente que su señorita Pope la culpe de lo que ha pasado.

El detective preguntó con tono pensativo:

—¿No hay ningún joven en el caso?

Japp hizo un gesto señalando la fotografía.

—¿Tiene aspecto de eso?

—No. No lo tiene. Pero, a pesar de su apariencia física, puede tener un corazón romántico. Quince años es ya una buena edad.

—Está bien —comentó Japp—. Si fue un corazón romántico lo que la hizo desaparecer del tren, estoy dispuesto a leer desde ahora novelas rosas escritas por mujeres.

Miró esperanzado a Poirot.

—No le extraña nada... ¿eh?

El detective sacudió lentamente la cabeza.

—Por casualidad, ¿no encontraron también sus zapatos junto a la vía? —preguntó.

—¿Los zapatos? No... ¿por qué los zapatos?

—Era tan sólo una idea... —murmuró Hércules Poirot.

Загрузка...