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El salón de la señora Samuelson era más grande, mucho más profusamente adornado y disfrutaba de una cantidad más sofocante de calefacción central que el de lady Hoggin. Poirot avanzó un poco aturdido entre doradas consolas y grandes grupos escultóricos.

La señora Samuelson era más alta que lady Hoggin y se teñía el cabello con peróxido. El pequinés se llamaba Nanki Poo. Sus ojos saltones miraron a Poirot con arrogancia. La señora Kebler, acompañante de la señora Samuelson, era delgada y macilenta, al contrario que la rolliza señorita Carnaby, pero hablaba tan volublemente como ésta. También había sido inculpada de la desaparición del perro.

—Créame, señor Poirot; fue la cosa más asombrosa del mundo. Todo ocurrió en un segundo, al salir de Harrods. Una nurse me preguntó qué hora era...

—¿Una nurse? ¿Una enfermera?

—No, no... una niñera[1]. Llevaba un bebé precioso. Un chiquitín con unas mejillas sonrosadas... Dicen que los niños de Londres no tienen aspecto saludable, pero estoy segura de que...

—Ellen —atajó la señora Samuelson.

La señorita Kebler se sonrojó, tartamudeó unas palabras y calló. Su señora comentó agriamente:

—Y mientras la señora Kebler se inclinaba sobre el cochecito de un niño que nada tenía que ver con ella, aquel atrevido pícaro cortó la correa de Nanki Poo y se lo llevó.

La señorita Kebler murmuró, llorosa:

—Todo ocurrió en un segundo. Miré a mi alrededor y no vi a Nanki... tan sólo tenía en mi mano la correa cortada. ¿Tal vez le gustaría verla, señor Poirot?

—De ninguna manera —se apresuró a contestar el detective, pues no quería hacer colección de correas cortadas—, parece que poco después recibió usted una carta.

La historia era exactamente la misma. La carta y las amenazas de violencia respecto a las orejas y el rabo de Nanki Poo. Sólo dos cosas eran diferentes: la suma de dinero solicitada, que ascendía a trescientas libras, y la dirección a que debía remitirse. Esta vez era el comandante Blackleigh, en el Harrington Hotel, 76, Clonnel Garden, Kensington.

La señora Samuelson prosiguió:

—Cuando me devolvieron sano y salvo a Nanki Poo, fui yo misma a esa dirección. Después de todo, se trataba de trescientas libras.

—Naturalmente.

—La primera cosa que vi fue el sobre en que había enviado el dinero, metido en una especie de casillero que había en el vestíbulo. Mientras esperaba a que acudiera la propietaria me guardé el sobre en el bolsillo. Pero por desgracia...

—Por desgracia —terminó Poirot—, cuando lo abrió vio que sólo contenía unos recortes de papel.

—¿Cómo lo sabe? —La señora Samuelson se volvió espantada hacia él.

Poirot se encogió de hombros.

—Como es natural, chére madame, el ladrón se cuidó de recoger el dinero antes de devolver el perro. Reemplazó los billetes por trozos de papel y repuso el sobre en el casillero para que no advirtieran su falta.

—Allí no se había hospedado nunca nadie que se llamara comandante Blackleigh.

El detective sonrió.

—Desde luego, mi marido se incomodó muchísimo al saberlo. A decir verdad, estaba fuera de sí... completamente fuera de sí.

—¿No se puso usted... ejem... completamente de acuerdo con él, antes de mandar el dinero?

—Claro que no —contestó con decisión la señora Samuelson.

Poirot la miró con expresión inquisitiva y ella explicó:

—No me atreví. Los hombres son muy especiales cuando se trata de dinero. Jacob hubiera insistido en acudir a la policía y yo no podía arriesgarme a ello. Tal vez le hubiera ocurrido algo a mi pequeñito Nanki Poo. Como es lógico, cuando todo hubo pasado tuve que decírselo a mi marido, porque debía explicar las causas de que hubiera puesto en descubierto mi cuenta corriente.

—Eso es..., eso es... —comentó Poirot.

—Nunca lo vi tan furioso. Los hombres —dijo la señora Samuelson, mientras se ajustaba un elegante brazalete de diamantes y daba vuelta a las sortijas que llevaba en los dedos— no piensan en otra cosa más que en el dinero.

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