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Ambrose Vandel tuvo que dejar a la fuerza la entusiasta descripción de un decorado que estaba preparando para un nuevo ballet y facilitó sin rodeos los informes que le pedían.

—¿Sanderfield? ¿George Sanderfield? Un sujeto desagradable. Forrado de billetes, pero dicen que es un bribón. ¡Una buena pieza...! ¿Algo con una bailarina? Desde luego... tuvo un asunto con Katrina. Katrina Samoushenka. Seguramente la habrá visto usted bailar. Es... es deliciosa. «El cisne de Tounela»... debe haberlo visto usted. Y eso de Debussy ¿o de Mannine?... La biche au bois. Ella bailó Con Michel Novgin. También es un magnífico bailarín, ¿no es cierto?

—¿Era amiga de George Sanderfield?

—Sí; solía pasar los fines de semana en la finca que él tiene junto al río. Creo que da unas fiestas espléndidas.

—¿Le sería posible, mon chéri, presentarme a mademoiselle Samoushenka?

—Pero, mi querido amigo, ¡si la chica ya no está en Londres! Se fue a París o a cualquier otro lado, con bastante precipitación por cierto. Dijeron que era una espía bolchevique o algo así. Yo, personalmente no lo creo; pero ya sabe usted cuánto gusta a la gente decir cosas como éstas. Katrina siempre pretendió ser una rusa blanca... su padre fue un príncipe o un gran duque... ¡lo de siempre! Viste mucho más —Vandel hizo una pausa y volvió a la conversación que más le absorbía— como le iba diciendo, si quiere usted captar el esprit de Bathsheba, debe profundizar adecuadamente en la tradición semítica. Yo lo expreso con...

Y siguió charlando animadamente.

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