6



Sentado en su mesa habitual, cerca de la entrada, se encontraba Poirot el jueves por la noche, estudiando el ambiente que le rodeaba. Como de costumbre, «El Infierno» estaba rebosante de público.

La condesa se había arreglado mucho más extravagantemente que de ordinario. Aquella noche parecía más rusa que en otras ocasiones; batía palmas y reía estrepitosamente. Había llegado Paul Varesco. Algunas veces iba vestido de rigurosa etiqueta, pero otras, como aquel jueves, aparecía con una especie de atavío «apache»; americana ajustada y pañuelo de seda al cuello. Tenía un aspecto depravado, pero atractivo. El joven se libró de una mujer corpulenta de mediana edad, recubierta de diamantes, y se acercó a la mesa donde Alice Cunningham escribía afanosamente en una libreta. Le solicitó un baile. La dama de los diamantes miró furiosa a la muchacha y luego contempló con ojos tiernos a Varesco.

Sin embargo, los ojos de Alice no reflejaban dulzura alguna. Relumbraban con mero interés científico y Poirot pudo oír varios fragmentos de la conversación que sostenía la pareja cuando pasaban junto a él bailando. La joven había completado sus averiguaciones sobre la niñera y ahora se ocupaba de informarse sobre la maestra que tuvo Varesco en la escuela de primaria.

Cuando acabó el baile, Alice tomó asiento junto a Poirot. Parecía feliz y excitada.

—Es interesantísimo —dijo—. Varesco será uno de los casos más importantes de mi libro; el simbolismo es inconfundible. Su repugnancia hacia los chalecos —y al decir chalecos entiéndase «camisas peludas», con todas sus asociaciones—, permite comprender claramente su carácter. Puede decirse que es un tipo criminal, sin lugar a dudas, pero se le podría curar con un tratamiento adecuado...

—El reformar a un bribón ha sido siempre una de las ilusiones favoritas de las mujeres —comentó Poirot.

Alice Cunningham lo miró fríamente.

—En esto no hay nada personal, señor Poirot.

—Nunca lo hay —dijo el detective—. Siempre se trata del más puro y desinteresado altruismo; pero su objeto suele ser, por lo general, un atractivo miembro del sexo opuesto. ¿Se interesa usted, acaso, por saber a qué colegio fui yo, o cómo me trataba la maestra?

—Usted no es un tipo delincuente —replicó la señorita Cunningham.

—¿Los conoce usted a primera vista?

—Claro que sí.

El profesor Liskeard se acercó y tomó asiento al otro lado de Poirot.

—¿Están hablando de delincuentes? Debería usted estudiar el código penal de Yamurabi, escrito el año mil ochocientos antes de Jesucristo, señor Poirot. Es muy interesante. «El hombre que sea sorprendido robando durante un incendio, será arrojado al fuego.»

Su mirada se dirigió hacia la parrilla eléctrica.

—Y las leyes, todavía más viejas, de los sumerios: «Si la esposa aborreciera al marido y le dijera: "Tú no eres mi marido", la echaría al río.» Más barato y fácil que un divorcio. Pero si el marido dijera eso a la mujer, sólo tendría la obligación de pagarle cierta cantidad de plata. Nadie lo echaría al río.

—Siempre la misma historia —comentó Alice Cunningham—. Una ley para el hombre y otra para la mujer.

—Las mujeres, desde luego, aprecian mucho mejor el valor del dinero —dijo pensativamente el profesor—. Sepa usted que me gusta este sitio —añadió—. Vengo casi todas las noches y no tengo que pagar nada. La condesa, que es muy amable, lo dispuso así, considerando la ayuda que, según dice, le presté aconsejándola acerca de la decoración del local. No tengo nada que ver con esas horribles pinturas, pues cuando me consultó no tenía yo idea de lo que se proponía. Así es que entre ella y el pintor lo han hecho todo al revés. Espero que nadie sepa nunca que existe ni la más mínima conexión entre yo y esos esperpentos. No podría refutar una calumnia así. Pero ella es una mujer maravillosa; siempre la comparo a una babilonia. Las babilonias eran unas mujeres que entendían mucho de negocios...

Las palabras del profesor quedaron ahogadas por un griterío general. Se oyó la palabra «policía»; las mujeres se levantaron de sus asientos y se armó un verdadero pandemónium. A continuación se apagaron las luces y lo mismo ocurrió con la parrilla eléctrica.

Como un contrapunto a la barahúnda, la voz del profesor siguió recitando tranquilamente varios puntos de las leyes de Yamurabi.

Cuando volvieron a encenderse las luces, Hércules Poirot estaba a la mitad de la escalera que conducía al exterior. Los policías que custodiaban la salida le saludaron. El detective salió a la calle y se dirigió a la esquina.

A la vuelta de ella, pegado a la pared, esperaba un hombrecillo de nariz colorada; a su alrededor se notaba un olor penetrante.

Con un murmullo ronco y apremiante, dijo:

—Aquí estoy, jefe. ¿Es ya hora de que haga lo mío?

—Sí. Vamos.

—¡Pero eso está plagado de polizontes!

—No se preocupe. Ya los avisé.

—Espero que no se meterán conmigo.

—No lo harán. ¿Está usted seguro de poder llevar a cabo lo que le dije? El animal en cuestión es grande y feroz.

—Conmigo no lo será —respondió el hombrecillo confiadamente—. Aquí traigo una cosa que lo amansará. ¡Cualquier perro me seguiría hasta el infierno por conseguirla!

—En este caso, lo sacará usted fuera de él —replicó Hércules Poirot.

Загрузка...