Introducción

El piso de Hércules Poirot estaba amueblado a la última moda. Los adornos de metal cromado, y los sillones, si bien tapizados confortablemente, eran de formas cuadradas y sólida apariencia.

En uno de ellos se hallaba sentado Poirot, pulcramente, sin pasar de la mitad del asiento. Frente al detective, en otra butaca, estaba el doctor Burton sorbiendo con deleite un vaso de «Cháteau Mouton Rothschild» que le ofreció su anfitrión. La apariencia del doctor no era tan relamida como la de su amigo. Era regordete y desaliñado, con una cara rubicunda y bonachona que relucía bajo la enmarañada masa de blancos cabellos. Tenía una risa profunda y sibilante y había adquirido el hábito de esparcir la ceniza de sus cigarros tanto sobre él, como sobre todo lo que le rodeaba. Poirot perdía el tiempo rodeándole de ceniceros.

El doctor Burton preguntó:

—Dígame, ¿a qué santo viene eso de Hércules?

—¿Se refiere usted a mi nombre de pila?

—Mal puede llamarse de pila, ya que es absolutamente pagano —objetó el otro—. Pero ¿por qué? Eso es lo que quiero saber. ¿Algún capricho de su padre? ¿Algún antojo de su madre? ¿Razones de familia? Si mal no recuerdo, aunque mi memoria ya no es lo que era, tuvo usted un hermano que se llamaba Aquiles, ¿no es cierto?

Poirot repasó mentalmente los detalles de la carrera de Aquiles Poirot. ¿Ocurrió en realidad todo aquello?, se preguntó.

—Sólo por poco tiempo —replicó al fin.

El doctor Burton eludió con prudencia mencionar de nuevo a Aquiles Poirot.

—Los padres debieran tener más cuidado con los nombres que ponen a sus hijos —reflexionó—. Vea usted; tengo varias ahijadas y una de ellas se llama Blanca, aunque es más morena que una gitana. Luego está Deirdre; Deirdre de los Dolores, y ha resultado ser más alegre que unas castañuelas. Y por lo que se refiere a Paciencia, hubieran hecho mejor llamándola impaciente —el viejo profesor de lenguas clásicas se estremeció—; pesa ahora ciento sesenta y ocho libras, aunque no tiene más que quince años. Dicen que es gordura infantil; yo no lo creo. ¡Diana! Querían que se llamara Helena, pero hice valer mis derechos. No podía hacer menos conociendo el aspecto de sus padres... ¡y el de su abuela! Traté con todas mis fuerzas de que se llamara Marta o Dorcas, o algo que fuera razonable... pero no me sirvió de nada... perdí el tiempo... Los padres son gente muy caprichosa.

Empezó a reír por lo bajo mientras su cara se arrugaba. Poirot lo miró inquisitivamente.

—Me estoy imaginando la conversación que sostendrían su madre de usted y la difunta señora Holmes, mientras cosían sus ropitas o hacían calceta: «Aquiles, Hércules, Sherlock, Mycroft...»

Poirot no parecía compartir el buen humor de su amigo.

—Por lo que veo, quiere usted decir que, físicamente, no soy ningún Hércules.

Los ojos del doctor Burton se fijaron en Poirot. Sobre su pulcra y diminuta persona, vestida con pantalones de etiqueta, correcta chaqueta negra y elegante corbata de pajarita. Recorrieron su figura desde los zapatos de charol hasta la cabeza en forma de huevo y el inmenso bigote que adornaba su labio superior.

—Con franqueza, Poirot: no se le parece usted en nada —dijo Burton—. Supongo que nunca habrá tenido tiempo para estudiar los clásicos —añadió.

—Así es.

—Pues es una lástima. Una verdadera lástima. Se ha perdido usted algo bueno. Si de mí dependiera, todo el mundo estaría obligado a estudiarlos.

Poirot se encogió de hombros.

Eh bien! Pues yo he progresado sin tener necesidad de ellos.

—¡Progresar! ¡Progresar! No es cuestión de progresar. Ahí es donde todos se equivocan. Los clásicos no son el trampolín para alcanzar un éxito rápido, como los cursos por correspondencia. Las horas durante las cuales trabaja un hombre no son las que importan, sino sus horas de descanso. Ése es el error en que todos incurrimos. Póngase usted por ejemplo. Ha tenido muchos éxitos en el curso de su carrera y ahora quiere dejar sus ocupaciones y vivir tranquilamente... ¿Qué hará entonces con sus horas libres?

Poirot contestó sin vacilar:

—Me dedicaré... al cultivo de calabacines.

El doctor Burton se sorprendió.

—¿Calabacines? ¿Qué quiere decir? ¿Esas cosas verdes e hinchadas que saben a agua?

—¡Ah! —exclamó Poirot con entusiasmo—. Ése es el punto más interesante de la cuestión. Lo que hace falta es que no sepan a agua.

—Vamos. Ya comprendo... Espolvoreándolos con queso, con cebolla picada o con salsa blanca.

—No, no. Está usted en un error. Me figuro que puede mejorarse el actual sabor del calabacín. Se le puede dar —puso los ojos en blanco— un bouquet...

—Por favor, tenga en cuenta que no se trata de un clarete.

La palabra «bouquet» recordó al doctor Burton el vaso que tenía a su lado. Bebió un sordo y lo paladeó.

—Es muy bueno este vino; tiene calidad —hizo un gesto de aprobación con la cabeza—. Pero ese asunto de los calabacines... ¿no hablará usted en serio? No querrá decir... que está dispuesto a encorvarse... —con gesto de consternación sus manos descendieron hasta su abultado estómago— a encorvarse para abonar esas cosas con estiércol; alimentarlas con guedejas de lana empapadas en agua y todo lo demás que suele hacerse.

—Al parecer, está usted muy enterado de cómo se cultivan los calabacines —argumentó Poirot.

—Durante mis estancias en el campo he visto cómo lo hacían los hortelanos. Pero, Poirot, ¡vaya ocupación! Compare eso —bajó la voz hasta un tono insinuante— con un buen sillón frente a una chimenea encendida, en una habitación alargada y baja de techo, atestada de libros... debe ser una habitación alargada, no cuadrada. Con muchos libros. Un vaso de oporto... y un libro abierto en la mano. El tiempo vuelve atrás cuando usted lee:


«De nuevo por su destreza,

el vinoso mar el piloto endereza

la rápida nave zarandeada por los vientos.»


Primero recitó las estrofas en griego, con voz sonora, y luego las tradujo.

—Desde luego al traducir, nunca puede uno llegar a compenetrarse con el verdadero espíritu del texto original —comentó.

Estaba tan entusiasmado que, de momento, se olvido de Poirot. Y éste, contemplando a su amigo, sintió una repentina duda... un remordimiento incómodo. ¿Habría perdido algo? Le invadió la tristeza. Sí; debió trabar conocimiento con los clásicos... tiempo atrás. Ahora, por desgracia, era demasiado tarde.

El doctor Burton interrumpió estos melancólicos pensamientos.

—¿Y quiere usted decir que está realmente dispuesto a retirarse? —preguntó.

—Sí.

El doctor soltó una risita apagada.

—No lo hará —dijo.

—Le aseguro que...

—No será usted capaz de ello. Está demasiado interesado por su trabajo.

—No; de veras. Ya lo tengo todo dispuesto. Unos pocos casos mas; seleccionados especialmente, no todo lo que se presente, compréndame. Sólo problemas que tengan un atractivo personal.

El doctor Burton gesticuló.

—Sí; eso es lo que se dice siempre. Solamente un caso o dos; sólo un caso más y así sucesivamente. Su despedida no será como la de una prima donna.

Volvió a reír mientras se levantaba lentamente. Parecía un simpático enanito de pelo blanco.

—Los de usted no son los «trabajos» de Hércules —le dijo—. Son trabajos de su afición. Ya verá usted como tengo razón. La apuesto lo que quiera a que dentro de dos meses está usted todavía aquí y los calabacines no son más —se estremeció— que simples calabacines.

El doctor Burton se despidió de su amigo y salió de la rectangular y severa habitación.



Paso por estas páginas para no volver a ellas. Solamente nos interesa lo que dejó tras él; es decir, una idea. Porque después de su marcha, Poirot volvió a sentarse y como en sueños, murmuró

—Los trabajos de Hércules... mais oui, c'est une idee, ça...



Hércules Poirot se hallaba al día siguiente repasando un grueso volumen encuadernado en piel y otros tomos más delgados, a la vez que daba rápidos vistazos a varias hojas de papel escritas a máquina.

La señorita Lemon, su secretaria, había recibido instrucciones en el sentido de que hiciera acopio de referencias acerca de Hércules.

Y sin la menor muestra de curiosidad, porque era de las que no se extrañan de nada, la eficiente secretaria había llevado a cabo su trabajo.

Poirot se zambulló de cabeza en un revuelto mar de erudición clásica referente en su mayoría a Hércules, célebre héroe que, después de muerto, fue elevado a la categoría de dios y recibió honores divinos.

Hasta ahí la cosa iba bien... pero después no fue todo coser y cantar. Durante dos horas, Poirot leyó sin descanso, hizo anotaciones, frunció el ceño y consultó las notas escritas a máquina, así como los otros libros de referencia. Finalmente, se recostó en su asiento y sacudió la cabeza. La disposición de ánimo que tuviera la noche anterior parecía haberse disipado. ¡Qué gente!

¡Hércules, por ejemplo... un héroe! ¡Y qué héroe! ¡Qué otra cosa fue, más que un tipo corpulento y musculoso, de escasa inteligencia e instintos criminales! Poirot se acordó de un tal Adolphe Durand, un carnicero que fue juzgado en Lyon por el año 1895; un individuo con la fuerza de un toro que había asesinado a varios niños. La defensa alegó que su cliente padecía epilepsia, lo cual seguramente era cierto; mas a pesar de ello se discutió durante varios días si se trataba de grand mal o petit mal. Posiblemente Hércules sufría de lo primero. Poirot movió negativamente la cabeza. Si éste era el concepto que los griegos tenían de un héroe, no podía compararse con la idea que del mismo sujeto se tiene en los tiempos modernos. Le sorprendió, además, el conjunto de modelos clásicos. Aquellos dioses y diosas parecían tener tantos alias como cualquier criminal de nuestros días. No había duda de que eran tipos de tendencias delictuosas. Alcoholismo, libertinaje, incesto, rapto, saqueo, homicidio, trampas... Lo suficiente para tener constantemente ocupado a un jugue d'instruction. Nada de vida familiar respetable. Ni orden ni método. Hasta en los crímenes que cometían se apreciaba la falta de esto último.

—¡Vaya con Hércules! —dijo Poirot con acento desilusionado mientras se levantaba.

Miró con aprobación todo lo que le rodeaba. Una habitación cuadrada con buenos muebles modernos y hasta una escultura constituida por un cubo puesto sobre otro y, encima de ellos, uno hilos de cobre geométricamente dispuestos. En mitad de aquella habitación, relumbrante y ordenada, «él mismo». Contempló su figura en el espejo. Un Hércules moderno... muy distinto de aquel desagradable tipo desnudo, de abultados músculos, que blandía una porra. Allí estaba él, con su persona pequeña y maciza, vestida con un correcto traje de calle y con un bigote... un bigote que Hércules no hubiera soñado nunca en poseer... un bigote magnífico, aunque algo sofisticado por la modernidad de los tiempos.

Y, no obstante, entre Hércules Poirot y el Hércules clásico existían puntos de semejanza. Sin lugar a dudas, ambos fueron útiles librando al mundo de ciertas plagas. Cada uno de ellos podía considerarse como benefactor de la sociedad en que había vivido.

Al marcharse, la noche anterior, el doctor Burton había dicho: «Los de usted no son los "trabajos" de Hércules...»

Pero el viejo fósil se había equivocado en eso. Podían volver a ejecutarse los «Trabajos de Hércules...» ¡de un Hércules moderno! ¡Una ingeniosa y divertida chifladura! En el período precedente a su retirada del oficio aceptaría doce casos; ni uno más ni uno menos. Y estos doce problemas los escogería él de forma que tuvieran cierto parecido con los doce trabajos que llevó a cabo Hércules. Sí; aquello no sería solamente divertido, sino artístico y espiritual.

Poirot cogió el Diccionario Clásico y volvió a enfrascarse en la lectura de la mitología. No tenía la intención de seguir puntualmente los pasos de su prototipo. Nada de mujeres, ni hablar de la camisa de Neso... Solamente los «Trabajos».

El primero de ellos, por lo tanto, sería el del león de Nemea.

—El león de Nemea —repitió, paladeando, saboreando con fruición las palabras.

Como era lógico no esperaba que se le presentara un caso en que tuviera que vérselas con un león de carne y hueso. Sería mucha coincidencia que la Dirección del Parque Zoológico le encargase resolver un problema relacionado con un auténtico león.

No; tenía que tratarse de una cosa simbólica. El primer caso podía referirse a una célebre figura pública, ¡algo sensacional y de gran importancia! Un criminal de campanillas... o alguien que fuera como un león, para la opinión publica. Cualquier conocido escritor, o un político, o un pintor... ¿y por qué no podía ser alguien perteneciente a la realeza?

Le gustó la idea.

No debía tener prisa... Esperaría... esperaría a que se le presentara aquel caso de tanta importancia que iba a ser el primero de los «Trabajos» que él mismo se había impuesto.

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