5



Hércules Poirot se acostó temprano. Pero pasada la medianoche algo le despertó.

Alguien estaba manipulando en la cerradura de la puerta.

Se sentó en la cama y encendió la luz. Y en aquel momento cedió la cerradura y la puerta se abrió de par en par. Tres hombres aparecieron en el umbral; los tres jugadores de cartas. Estaban algo embriagados, según pensó Poirot. Sus caras tenían una expresión atontada, aunque malévola. Vio el brillo de una navaja de afeitar.

El más corpulento de los tres avanzó y con un gruñido dijo:

—¡Aquí tenemos a este puerco detective!

Prorrumpió en un torrente de obscenidades. Los tres avanzaron resueltamente hacia la indefensa figura sentada en la cama.

—Vamos a trincharlo, muchachos. Le acuchillaremos la cara al señor detective. No será el primero esta noche.

Y entonces, impresionante, con vigoroso acento trasatlántico, una voz ordenó:

—¡Arriba esas zarpas!

Los tres dieron la vuelta. Schwartz, vestido con un pijama rayado, de vivos colores, estaba en el umbral. En la mano llevaba una automática.

—Manos arriba, pollos. Cuidado, que no suelo fallar ningún tiro.

Apretó el gatillo y una bala pasó silbando junto a la oreja del gordo, yendo a enterrarse en el marco de la ventana.

Tres pares de manos se levantaron apresuradamente.

—¿Permite que le moleste, señor Poirot? —preguntó Schwartz.

Poirot saltó rápidamente de la cama. Recogió las relucientes armas y pasó las manos sobre el cuerpo de los tres hombres para asegurarse de que no llevaban encima ninguna más.

—¡De frente, marchen! —dijo Schwartz—. Hay un buen armario al final del pasillo. No tiene ventana alguna y es justamente lo que necesitamos.

Condujo su rebaño hasta el armario y lo cerró con llave una vez que hizo entrar a los tres individuos. Cuando volvió se dirigió a Poirot con voz atiplada por la emoción que experimentaba en aquel momento.

—¿Llevaba razón o no...? Sepa usted, señor Poirot, que algunos compadres de Fountain Springs se rieron de mí cuando dije que me iba a llevar una pistola. «¿Adonde crees que vas?», me preguntaron, «¿a la selva?». Bueno; ahora el que ríe soy yo. ¿Vio usted nunca pandilla semejante de rufianes?

—Mi apreciado señor Schwartz —dijo Poirot—, apareció usted en el instante preciso. La cosa pudo haber terminado en drama. He contraído una gran deuda con usted.

—No ha sido nada. ¿Y qué hacemos ahora? Debíamos poner a estos chicos en manos de la policía. Pero eso es precisamente lo que no podemos hacer. Es un problema intrincado. Tal vez lo mejor será consultar ahora con el gerente.

—¿Al gerente? Creo que primero debemos hablar con el camarero; con Gustave, alias inspector Drouet. Sí; el camarero Gustave es en realidad un detective.

Schwartz miró fijamente a Poirot.

—¡Entonces por eso se lo hicieron!

—¿Qué es lo que hicieron y a quién?

—Ese hatajo de bribones lo tenían a usted en el segundo lugar de su lista. Acuchillaron a Gustave.

—¿Qué?

—venga conmigo. El doctor Lutz lo está curando ahora mismo.

La habitación de Drouet era pequeña y estaba situada en el último piso. Vestido con una bata, el doctor Lutz estaba vendando la cara del herido.

Volvió la cabeza cuando entraron los dos.

—¡Ah! Es usted, señor Schwartz. Un trabajo desagradable. ¡Qué carniceros! ¡Qué monstruos más inhumanos!

Drouet no se movía, pero gemía aunque ligeramente.

—¿Está grave? —pregunto el americano.

—No morirá, si a eso es a lo que se refiere. Pero no debe hablar... no se le debe excitar. Le vendé las heridas y no hay peligro de septicemia.

Los tres hombres salieron juntos de la habitación. Schwartz preguntó al detective:

—¿Dijo usted que Gustave pertenece a la policía?

Hércules Poirot asintió.

—¿Y qué hacía aquí, en Rochers Nieges?

—Se le había confiado la misión de atrapar a un peligroso criminal.

Poirot explicó la situación en pocas palabras.

—¿Marrascaud? —preguntó el doctor Lutz—. Leí el asunto en un periódico. Me gustaría mucho encontrarme con ese hombre. Debe padecer una profunda anormalidad. Me interesaría enterarme de cómo fue su infancia.

—Pues yo —dijo Poirot—, me contentaría con saber exactamente dónde está en estos momentos.

—¿Es alguno de los que encerró en el armario? —preguntó el americano.

Poirot contestó con acento dubitativo.

—Es posible... pero no estoy seguro... Tengo una idea...

Calló y miró fijamente la alfombra. Era de color avellana claro y en ella se veían las huellas de un tono rojizo profundo.

—Huellas de pasos —dijo el detective—. Huellas de sangre que, según creo, conducen hacia la parte inhabitada del hotel. Vamos, debemos darnos prisa.

Los demás lo siguieron. Pasaron por unas puertas oscilantes y cruzaron un pasillo oscuro y polvoriento. Dieron vuelta a un recodo, siguiendo todavía las huellas, hasta que llegaron ante una puerta entreabierta.

Poirot la acabó de abrir y entró en la habitación.

Lanzó una exclamación aguda y horrorizada.

El cuarto era un dormitorio. La cama estaba deshecha y encima de una mesa se veía una bandeja con comida.

En medio de la habitación yacía el cuerpo de un hombre. Era de estatura un poco más que mediana y había sido agredido con salvaje e increíble ferocidad. Sus brazos y pecho habían recibido una docena de heridas y le habían machacado la cara hasta casi dejarla hecha una pulpa.

Schwartz lanzó una exclamación medio ahogada y dio la vuelta con aspecto de no encontrarse bien.

Por su parte, el doctor Lutz profirió una interjección en alemán.

—¿Quién es ese individuo? —preguntó Schwartz desmayadamente— ¿Lo conoce alguien?

—Me imagino —dijo Poirot— que fue conocido como Roberto, un camarero bastante inútil...

Lutz se había acercado, inclinándose sobre el cadáver. Con un dedo señaló.

Sobre el pecho del muerto se veía un papel. En él había unas cuantas palabras garrapateadas con tinta.

«Marrascaud no volverá a matar... Ni robará más a sus compañeros.»

El americano exclamó:

—¡Marrascaud? Entonces éste es Marrascaud. ¿Pero qué le trajo a un lugar tan apartado? ¿Y por qué dice usted que se llamaba Roberto?

—Estaba aquí disfrazado de camarero —dijo Poirot—. Y por cierto, fue un camarero bastante malo. Tan malo, que nadie se sorprendió cuando lo despidieron. Pensaron que volvería a Aldermatt, pero nadie lo vio irse.

Lutz comentó con voz lenta y retumbante:

—Y si fue así... ¿Qué cree usted que ocurrió?

—Creo que en esta habitación tenemos el motivo de cierta expresión angustiada que todos hemos visto en la cara del gerente —replicó Poirot—. Marrascaud debió ofrecerle una buena cantidad de dinero para que le permitiera esconderse en la parte deshabitada del hotel...

Y añadió con aspecto pensativo:

—Pero el gerente no las tenía todas consigo.

—¿Y Marrascaud continuó viviendo en esta parte del hotel, sin que lo supiera más que el gerente?

—Así parece. Fue una cosa completamente posible.

—¿Por qué lo mataron? —preguntó el doctor Lutz—. ¿Y quién lo mató?

—Eso es fácil —exclamó Schwartz—. Debía repartir el dinero con los de su banda y no lo hizo. Los traicionó.

Vino aquí, a este lugar retirado, para descansar un poco. Tal vez se imaginó que era el sitio en que menos pensarían sus compañeros; pero se equivocó. De una u otra forma, los otros se enteraron y lo siguieron hasta aquí —con la punta del zapato tocó el cadáver—. Y así... le ajustaron las cuentas.

Hércules Poirot murmuró:

—Sí; no fue la clase de cita en que pensamos.

El doctor Lutz observó con voz irritada:

—Estas especulaciones pueden ser muy interesantes, pero yo estoy preocupado por nuestra posición social. Tenemos un hombre muerto y, además, he de ocuparme de un herido, para lo cual dispongo de muy pocas medicinas. ¡Estamos aislados del mundo! ¿Por cuánto tiempo?

—Puede añadir a los tres asesinos que tenemos encerrados en el armario —apuntó el americano—. Es lo que yo llamo una situación interesante.

—¿Qué haremos? —preguntó Lutz.

—En primer lugar, entrevistarnos con el gerente —dijo Poirot—. No es un criminal, sino un hombre ávido de dinero. Y además, un cobarde. Hará todo lo que le digamos. Mi buen amigo Jacques, o su mujer, nos facilitarán unas cuerdas. Nuestros tres malandrines deben ser puestos donde podamos guardarnos con seguridad hasta el momento en que vengan a ayudarnos. Creo que la automática del señor Schwartz apoyará cualquier decisión que tomemos.

—¿Y yo? —preguntó el doctor Lutz—. ¿Qué hago yo?

—Usted —contestó gravemente Poirot —. Debe hacer cuanto pueda por su paciente. Nosotros vigilaremos sin descanso... y esperaremos. No podemos hacer nada más.

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