Capítulo V



Los establos de Augias

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—La situación es en extremo delicada, señor Hércules Poirot.

Una ligera sonrisa distendió los labios del detective, que estuvo a punto de contestar:

—Siempre lo es.

Pero en lugar de ello, ajustó la expresión de su cara a lo que pudiera llamarse la extrema discreción de un médico de cabecera.

Sir George Conway prosiguió su perorata. Las frases salían de su boca con facilidad... La sin igual delicadeza de la posición en que se encontraba el Gobierno... El interés Público... la solidaridad del Partido... La necesidad de presentar un frente unido... El poder de la prensa... la prosperidad del país...

Todo aquello sonaba muy bien y no tenía significado alguno. Hércules Poirot sintió ese dolor de mandíbula que se experimentaba cuando uno tiene ganas de bostezar, pero lo prohíbe la buena educación. Había sentido la misma necesidad al leer los debates parlamentarios en la prensa, pero en aquella ocasión no se vio obligado a reprimir sus bostezos.

Se armó de paciencia para resistir aquello. Sentía, al propio tiempo, cierta simpatía por sir George Conway. El hombre quería, sin duda, decirle algo... y se veía también que había perdido la costumbre de explicar las cosas sencillamente. Las palabras se habían convertido para él en un medio que le servía para oscurecer los hechos... no para aclararlos. Era un entusiasta de la frase conveniente; es decir, de la frase que suena bien al oído y carece por completo de significado.

Las palabras siguieron fluyendo, mientras la cara del pobre sir George enrojecía por momentos. Lanzó una mirada desesperada al hombre que se sentaba a la cabecera de la mesa y el otro acudió en su ayuda.

—Está bien, George; yo se lo explicaré —dijo Edward Ferrier.

Hércules Poirot apartó su mirada del ministro de la Gobernación y la fijó en el jefe del Gobierno. Sentía un intenso interés por Edward Ferrier; un interés promovido por una frase casual que oyó a un anciano de ochenta y dos años. El profesor Fergus MacLeod, después de resolver un problema de química surgido al probar la culpabilidad de un asesino, había hablado un poco de política. Cuando se retiró el famoso y generalmente estimado John Hammet, ahora lord Cornworthy, su hijo político Edward Ferrier fue llamado a formar Gobierno. Comparando su edad con la de los principales políticos, era un hombre joven, pues todavía no había llegado a los cincuenta años. El profesor MacLeod había dicho: «Ferrier fue uno de mis discípulos. Es un hombre cabal.»

Eso fue todo; pero para Hércules Poirot representaba mucho. Si MacLeod calificaba de cabal a un hombre, era una prueba de su carácter que no admitía comparación con cualquier entusiasmo popular o periodístico.

A decir verdad, ello coincidía con la opinión general. Edward Ferrier estaba considerado como un hombre cabal y entero; sin más aditamento. Ni brillante ni eminente; no como un orador de particular elocuencia; ni como hombre de vastos estudios. Era un ciudadano recto; educado en la más pura tradición. El que se casó con la hija de John Hammet, de quien, por decirlo así, fue la mano derecha. Podía confiársele el gobierno de la nación, pues seguiría la misma política de su antecesor.

Porque John Hammet gozó de profunda estimación por parte del pueblo y la prensa inglesa. En él estaban representadas cada una de las cualidades favoritas de los británicos. La gente estaba segura de su honradez. Se contaban anécdotas sobre su sencilla vida hogareña y su afición a la jardinería. Si Baldwin hizo famosa su pipa y Chamberlain su paraguas, John Hammet popularizó su impermeable. Siempre lo llevaba puesto; era una prenda usada y deslucida por el tiempo. Como un símbolo del clima inglés; de la prudente previsión de la raza; de su apego a sus viejas propiedades. Además, John Hammet sabía cómo hablar en público, a la manera inglesa. Sus discursos, pronunciados en tono reposado y serio, contenían esos tópicos simples y sencillos tan profundamente arraigados en el corazón de los ingleses. Los extranjeros criticaban algunas veces esos discursos, diciendo que eran hipócritas a la vez que intolerablemente liberales. John Hammet no tenía ningún inconveniente en ser liberal, de una forma deportiva, como educado en una escuela pública.

Por otra parte, era hombre de buena presencia; alto y erguido, de tez blanca y brillantes ojos azules. Su madre nació en Dinamarca y él fue durante muchos años primer lord del Almirantazgo, lo cual dio lugar a que lo apodaran «El Vikingo». Cuando su poca salud le forzó por fin a dejar las riendas del Gobierno, se experimentó un desasosiego general. ¿Quién le sucedería? ¿El refulgente lord Charles Delafield? (Demasiado brillante; Inglaterra no necesitaba brillantez.) ¿Evan Whittler? (Inteligente, pero quizás un poco falto de escrúpulos.) ¿John Potter? (La clase de hombre capaz de convertirse en un autócrata, y los ingleses no necesitaban tal cosa en su país.) Por lo tanto, todos dieron un suspiro de alivio cuando el reposado Edward Ferrier asumió el cargo. Ferrier era el hombre apropiado. Había sido preparado por el «viejo» con cuya hija se casó. Según la popular expresión inglesa, Ferrier «se sostendría».

Hércules Poirot fijó su mirada en aquel hombre sereno, de cara enigmática y voz agradable. Era delgado, moreno y tenía aspecto de estar fatigado.

Edward Ferrier estaba diciendo:

—Tal vez, señor Poirot, conocerá usted un semanario titulado el X-ray News.

—Le di una ojeada de vez en cuando —admitió Poirot, enrojeciendo ligeramente.

—Entonces, ya sabe usted, poco más o menos, en qué consiste —dijo el primer ministro—. Es una especie de libelo, con párrafos detonantes que apuntan sensacionalmente a hechos que se suponen secretos. Algunos de ellos son verdaderos; otros, inofensivos... Mas todos servidos de una forma picante. En ciertas ocasiones...

Hizo una pausa y luego prosiguió con voz un poco alterada:

—En ciertas ocasiones hay algo más.

Hércules Poirot no replico.

—Desde hace dos semanas —continuó Ferrier— se vienen haciendo insinuaciones sobre el inminente descubrimiento de un escándalo mayúsculo en las más altas esferas políticas. «Asombrosas revelaciones de corruptelas.»

El detective se encogió de hombros y observó:

—Un truco vulgar. Cuando esas revelaciones salen a la luz, decepcionan generalmente a los que gustan del sensacionalismo.

Ferrier contestó con sequedad:

—Esta vez no quedarán decepcionados.

—Entonces, ¿sabe usted de qué se trata? —preguntó el detective.

—Poco más o menos.

Edward Ferrier calló durante unos instantes y después empezó a hablar. Cuidadosa y metódicamente, fue exponiendo lo ocurrido.

No era una historia muy edificante. Acusaciones de desvergonzados embrollos; escamoteo de valores públicos, empleo fraudulento de los fondos del Partido. Todos esos cargos se hacían contra el último jefe del Gobierno, John Hammet. Demostraban que fue un bribón redomado, que con un colosal abuso de confianza y utilizando su posición había amasado una gran fortuna personal.

La voz reposada de Ferrier calló al fin. El ministro de la Gobernación gruñó:

—¡Es monstruoso! —farfulló—. ¡Monstruoso! Ese Perry, el que edita el periodicucho, debía ser fusilado.

Poirot preguntó:

—¿Y esas revelaciones, o lo que sean, van a publicarse en el X-ray News?

—Sí.

—¿Qué medidas piensa usted adoptar contra ello?

Ferrier contestó lentamente:

—Constituyen un ataque personal a John Hammet. Por lo tanto, tendrá perfecto derecho a demandar al periódico por difamación.

—¿Estará dispuesto a ello?

—No.

—¿Por qué?

—Posiblemente nada agradaría más al X-ray News —le contestó el primer ministro—. La propaganda que esto le daría sería enorme. Su defensa se basaría en que todo consiste en un comentario imparcial y que las declaraciones hechas son verdad. El asunto sería expuesto exhaustivamente a la curiosidad pública.

—Pero así y todo, si el caso se falla contra el periódico, los gastos serán elevados en extremo.

—El fallo puede serles favorable —replicó Ferrier.

—¿Por qué?

—En realidad, yo creo que... —insinuó sir George.

Pero Edward Ferrier estaba ya hablando.

—Porque lo que quieren publicar es... pura y simplemente la verdad.

Sir George lanzó un gruñido, como quejándose de una franqueza totalmente antiparlamentaria.

—Pero, Edward —exclamó—, seguramente no admitiremos...

La sombra de una sonrisa pasó por la cara fatigada del primer ministro.

—Por desgracia, George —dijo—, hay veces en que debe decirse la verdad desnuda. Ésta es una de ellas.

—Ya comprenderá, señor Poirot —exclamó sir George—, que esto es estrictamente confidencial. Ni una palabra...

Ferrier lo interrumpió.

—El señor Poirot lo comprende perfectamente —dijo—. Lo que tal vez no haya entendido es esto: el futuro del Partido está en juego. Nuestro Partido se mantiene por lo que representa para el pueblo de Inglaterra; porque defiende la decencia y la honradez. Nadie nos consideró nunca como políticos insignes. Nos habremos confundido y equivocado. Pero siempre seguimos la tradición de hacerlo todo como mejor hemos sabido. Y además, hemos sido partidarios de la honradez estricta. El desastre que se nos viene encima consiste en que el hombre que era nuestro caudillo, el honrado hombre del pueblo par excellence... ha resultado ser uno de los peores bribones de esta generación.

Sir George profirió otro gruñido.

—¿No se había enterado usted de lo que pasó? —preguntó Poirot.

La sonrisa cruzó de nuevo aquella cansada cara.

—Tal vez no me crea, señor Poirot —dijo Ferrier—. Pero al igual que los demás, estaba completamente engañado. Nunca comprendí la curiosa actitud de reserva que mi esposa guardaba respecto a su padre. Pero ahora ya lo entiendo. Ella conocía su manera de ser.

«Cuando la verdad comenzó a revelarse —continuó después de una pausa—, me horroricé; no lo pude creer. Instamos la renuncia de mi suegro al cargo que ostentaba, basándonos en su poca salud y nos pusimos a... limpiar la porquería.

Sir George refunfuñó:

—Los establos de Augías.

Poirot dio un respingo.

—Me temo —dijo Ferrier— que sea una tarea demasiado hercúlea para nosotros. Una vez que los hechos sean del dominio público, se producirá una ola de reacción por todo el país. Caerá el Gobierno; se convocarán nuevas elecciones y Everhard y su partido volverán al poder. Ya conoce usted el problema político de Everhard.

Sir George balbuceó:

—Un incendiario... eso es.

—Everhard es hábil —comentó lentamente Ferrier—. Pero es temerario, belicoso y carece por completo de tacto. Sus seguidores son ineptos y vacilantes... prácticamente sería una dictadura.

Hércules Poirot asintió.

—Tan sólo con que pudiéramos mantener secreto el asunto... —insinuó sir George.

El primer ministro sacudió despacio la cabeza. Fue un gesto de desaliento.

—¿Acaso duda de que pueda guardarse secreto? —preguntó Poirot.

—Lo he llamado, señor Poirot, contando con usted como último recurso —dijo Ferrier—. En mi opinión, este asunto es demasiado grave, y lo conoce demasiada gente para que se pueda ocultar con éxito. Los dos únicos medios de que disponemos, simple y llanamente, son la fuerza o el soborno, y no espero que prospere ninguno de ellos. El ministro de la Gobernación ha comparado nuestro problema con los establos de Augías. Se necesita, señor Poirot, la violencia de un río desbordado, el impulso desatado de las fuerzas de la Naturaleza... nada menos que un milagro.

—Se necesita, en resumen, un Hércules —dijo Poirot moviendo afirmativamente la cabeza con expresión complacida—. Recuerde que me llamo Hércules... —añadió.

—¿Puede hacer usted el milagro, señor Poirot? —preguntó Ferrier.

—Para eso me llamó, ¿no es cierto? Pensó que tal vez yo pudiera hacerlo, ¿verdad?

—Así es... Me di cuenta de que si queríamos conseguir la salvación, sólo podía venir esto a través de una inteligencia fantástica y fuera de las reglas habituales.

Y prosiguió al cabo de un momento:

—Aunque es posible que considere usted la situación desde un punto de vista ético, ¿no es eso? John Hammet fue un sinvergüenza; pero la leyenda que le rodea debe ser explotada. ¿Puede construirse una casa honrada sobre cimientos deshonestos? No lo sé. Pero de lo que sí estoy seguro es de que lo intentaré —sonrió con súbita acritud—. Como ve, los políticos quieren permanecer en sus cargos por los móviles más sublimes.

Hércules Poirot se levantó.

—Señor —dijo—. Mi experiencia en el campo policíaco tal vez no me permita tener muy buena opinión de los hombres que se dedican a la política. Si John Hammet ocupara todavía su campo, no levantaría un solo dedo para salvarlo... no; ni el dedo meñique. Pero sé algo acerca de usted. Un hombre que es realmente grande, uno de nuestros más eminentes científicos y de los mejores cerebros de nuestros días, me dijo que era usted... un hombre cabal. Haré lo que pueda.

Hizo una reverencia y salió de la habitación. Sir George exclamó:

—Bueno, en mi vida vi desfachatez semejante...

Pero Edward Ferrier, sonriendo todavía, dijo:

—Fue un cumplido.

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