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Hércules Poirot conversaba con una muchacha en la terraza de la finca de lady Carmichael.

—Es usted muy joven, mademoiselle —dijo el detective—. Estoy convencido de que, en realidad, nunca ha sabido lo que estaba haciendo; y sus hermanas tampoco. Se han estado alimentando de carne humana como las yeguas de Diomedes.

Sheila se estremeció y exhaló un suspiro.

—Es terrible si se considera así. ¡Y sin embargo, es verdad! Nunca me di cuenta de ello hasta aquella noche en Londres, cuando me habló el doctor Stoddart. Fue tan sincero... y lo expuso con tanta seriedad... Entonces vi claro cuan perverso era lo que había estado haciendo... Antes de ello, yo creía que... era una cosa como beber en horas prohibidas... algo que la gente estaba dispuesta a pagar; pero que no tenía ninguna consecuencia fatal.

—¿Y ahora? —preguntó Poirot.

—Haré lo que me ordene —contestó Sheila Grant—. Hablaré con las otras —y añadió—: No creo que el doctor Stoddart quiera volver a dirigirme la palabra.

—Al contrario —dijo el detective—. Tanto el doctor Stoddart como yo estamos dispuestos a ayudarla en todo lo que podamos. Puede tener usted confianza en nosotros. Pero hay que hacer una cosa. Hay una persona que debe ser destruida, aniquilada por completo; y sólo usted y sus hermanas pueden lograrlo. Las pruebas que pueden presentar ustedes cuatro constituyen el único medio para poder condenarla.

—¿Se refiere usted... a mi padre?

—A su padre no, mademoiselle. ¿No le he dicho nunca que Hércules Poirot lo sabe todo? La fotografía de usted fue fácilmente identificada por la policía. Usted es Sheila Kelly... una joven reincidente ladrona de establecimientos comerciales, que fue enviada a un reformatorio hace algunos años. Cuando salió del reformatorio conoció a un nombre que se hacía llamar general Grant y que le ofreció este empleo... el empleo de «hija». Le prometió mucho dinero; mucha diversión y una vida fácil. Todo lo que debía hacer usted era introducir el uso del «rapé» entre sus amigos, pretendiendo siempre que se lo había dado otra persona. Sus «hermanas» estaban en el mismo caso.

Hizo una pausa.

—Vamos, mademoiselle —prosiguió—. Ese hombre debe ser desenmascarado y sentenciado. Después...

—Sí. Y después, ¿qué?

Poirot tosió y dijo, mientras sonreía:

—Será usted dedicada al servicio de los dioses...

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