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—Debo pedirle que me perdone, monsieur Poirot —dijo Jean Moncrieffe—. Estaba muy enojada con usted... terriblemente enojada. Me parecía que estaba usted empeorando las cosas.

Poirot sonrió.

—Eso es lo que hice al empezar —dijo—. Era como en la vieja leyenda de la hidra de Lerna. Cada vez que se cortaba una cabeza nacían dos en su lugar. Al principio, los rumores crecían y se multiplicaban. Pero, al igual que mi tocayo Hércules, mi objetivo era llegar a la primera cabeza... a la original. ¿Quién empezó las habladurías? No me costó mucho tiempo el descubrir que tal persona fue la enfermera Harrison. Fui a verla... parecía ser una mujer agradable... inteligente y simpática. Pero a poco de hablar conmigo cometió una gran equivocación: repitió una conversación que oyó, sostenida entre usted y el doctor; mas esa conversación era falsa. Psicológicamente era inverosímil. Si usted y el doctor habían planeado matar a la señora Oldfield, eran ambos bastante inteligentes y equilibrados para no hablar de ello en una habitación con una puerta abierta y donde podían ser fácilmente oídos por cualquiera que bajara la escalera o estuviera en la cocina. Además, las palabras que le atribuía a usted no encajaban con su modo de ser. Eran las palabras de una mujer mucho más vieja y de un tipo completamente diferente. Eran palabras que podían haber sido imaginadas por la enfermera Harrison para ser utilizadas por ella misma en circunstancias parecidas.

»Por entonces —continuó Poirot— ya había considerado yo el asunto como una cuestión simple en extremo. Me había dado cuenta de que la enfermera Harrison era una mujer no muy vieja y todavía hermosa..., había tenido un contacto constante con el doctor Oldfield durante cerca de tres años. El doctor la apreciaba mucho y le estaba agradecido por su tacto y simpatía. Ella se hizo la ilusión de que si la señora Oldfield moría, el doctor le rogaría, con seguridad, que se casara con él. Pero, en lugar de ello, después de la muerte de la mujer se enteró que el doctor estaba enamorado de usted. Sin perder momento, guiada por la cólera y los celos, empezó a esparcir el rumor de que el doctor Oldfield había envenenado a su esposa. Así era cómo yo había visto la situación en principio —prosiguió el detective—. Era el caso de una mujer celosa y de un rumor falso; pero el conocido refrán de que cuando el río suena, agua lleva, me venía a la cabeza una y otra vez. Me pregunté si la enfermera Harrison había hecho algo más que esparcir un rumor. Algunas cosas que ella dijo sonaban un poco extrañamente. Me contó que la enfermedad de la señora Oldfield era, en su mayor parte, imaginaria... que en realidad no sufría muchos dolores. Pero el propio doctor no tenía ninguna duda acerca de la realidad de la dolencia que padecía su esposa. Su muerte no le había sorprendido. Consultó a otro médico antes de ocurrir el fallecimiento y su colega había convenido en la gravedad de su estado. A modo de ensayo, adelanté la propuesta de la exhumación... La enfermera Harrison se asustó terriblemente ante tal idea. Pero luego, casi de repente, los celos y el odio se apoderaron de ella. Aunque encontraran arsénico, ninguna sospecha recaía sobre su persona. El doctor y Jean Moncrieffe serían quienes pagarían las consecuencias. No quedaba más que una esperanza —agregó Poirot—. Hacer que la enfermera Harrison se pasara de lista. Si existiera una posibilidad de que Jean Moncrieffe pudiera escapar, me figuré que la Harrison no dejaría piedra por remover con tal de verla complicada en el crimen. Di instrucciones a mi fiel George; el más discreto de los hombres y a quien ella no conocía. Debía seguirla sin perderla de vista. Y de esta forma... todo acabó bien.

—Ha sido usted maravilloso —comentó Jean Moncrieffe.

El doctor Oldfield intervino.

—Sí; de veras —dijo—. Nunca podré darle bastantes gracias. ¡Qué tonto y ciego fui!

—¿Fue usted también tan ciega, mademoiselle? —preguntó Poirot.

La joven contestó lentamente:

—Estuve muy angustiada. El arsénico del armario de los venenos no coincidía con la cantidad que yo tenía anotada...

Oldfield exclamó:

—¡Jean...! ¿No creerías que...?

—No, no. Tú no. Lo que pensé fue que la señora Oldfield se había apoderado de él... y que lo estaba utilizando con el fin de producirse una dolencia y atraerse la simpatía de los demás; pero que por inadvertencia había tomado una dosis excesiva. Temí que si se practicaba la autopsia y encontraban arsénico nunca tomarían en consideración tal teoría y llegarían a la conclusión de que tú lo habías hecho. Por eso nunca dije nada sobre el arsénico que faltaba. Hasta falsifiqué el registro de los venenos. Pero la última persona de quien hubiera sospechado era de la enfermera Harrison.

—Yo también... —dijo Oldfield—. Una mujer tan femenina y tan dulce... como una «madonna».

Poirot comentó con tristeza:

—Sí; posiblemente hubiera sido una buena esposa y madre... Pero sus emociones eran demasiado fuertes para ella —exhaló un suspiro y murmuró para sí mismo—: Ésa ha sido la lástima.

Luego dirigió una sonrisa al hombre de aspecto feliz y a la muchacha de cara vehemente que se sentaban frente a él. Pensó para sus adentros:

«Esos dos han salido de la sombra para disfrutar del sol... y yo... he llevado a cabo el segundo "trabajo" de Hércules.»

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