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En el pequeño locutorio del convento, Hércules Poirot relató su historia y devolvió el cáliz a la madre superiora.

—Dígale que le damos las gracias y que rezaremos por él —murmuró la monja.

—Necesita de sus oraciones —observó suavemente Hércules Poirot.

—¿Tan infeliz es?

—Sí; tan infeliz que olvidó lo que es la felicidad. Tan infeliz, que él mismo no sabe que lo es.

La mujer comentó:

—¡Ah! Un hombre rico...

Hércules Poirot no replicó... porque sabía que aquello no tenía réplica.

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