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Hércules Poirot advirtió:

—Debe obedecer con todo cuidado mis instrucciones, ¿comprende?

—Desde luego, señor Poirot. Puede confiar en mí.

—¿Les dijo ya algo sobre su intención de aportar su dinero para ayudar al culto?

—Sí, señor Poirot. Hablé yo misma con el «Maestro»... oh, perdone, con el doctor Andersen. Le dije muy emocionada que todo aquello había sido para mí como una revelación maravillosa; que había empezado mofándome y terminaba por ser una creyente más. Me... me pareció muy natural decir todas esas cosas. Sepa usted que el doctor Andersen tiene un gran atractivo magnético.

—Ya me doy cuenta —replicó Poirot con sequedad.

—Tiene unas maneras convincentes en extremo. Da la genuina impresión de que el dinero no le preocupa en lo más mínimo. «Contribuya con lo que buenamente pueda», me dijo, sonriendo como sólo él sabe hacerlo. «Si no puede dar nada, no importa. No por eso dejará de pertenecer al "Rebaño".» «¡Oh, doctor Andersen! —dije yo—. No estoy tan mal de dinero, como para eso. Justamente acabo de heredar una considerable suma que me legó un pariente lejano y, aunque en realidad no he tocado todavía ni un penique de ella, pues he de esperar a que se cumplimenten todas las formalidades legales, hay una cosa que deseo hacer en seguida.» Y entonces le expliqué que iba a redactar un testamento y que deseaba dejar a la Humanidad todo lo que tenía, haciendo constar, además, que carecía de parientes cercanos.

—Y él aceptó graciosamente el ofrecimiento, ¿verdad?

—No mostró gran interés. Dijo que pasarían muchos años antes de que yo abandonara este mundo; que estaba destinada a tener una larga existencia, pletórica de gozo y satisfacciones espirituales. Sabe hablar de una forma muy conmovedora.

—Así parece.

Al decir esto, la voz de Poirot tenía un tono áspero.

—¿Mencionó usted su salud? —preguntó.

—Sí, señor Poirot. Le dije que había sufrido una afección pulmonar, la cual se me reprodujo más de una vez; pero que gracias a un tratamiento especial que me dieron en un sanatorio, hacía varios años, confiaba en que mi curación era ya completa.

—¡Excelente!

—Pues no veo la necesidad de que vaya diciendo por ahí que estoy tísica, cuando mis pulmones no pueden estar más sanos.

—Debe llegar al convencimiento de que es necesario. ¿Se refirió usted a su amiga?

—Sí. Le conté, como una confidencia, que mi querida Emmeline, además de la fortuna que heredó de su marido, heredaría dentro de poco una cantidad todavía mayor que le dejaría una tía suya, que la quería mucho.

—Muy bien, esto salvaguardará a la señora Clegg durante algún tiempo.

—¡Oh, señor Poirot! ¿Cree usted de verdad que hay algo malintencionado en todo ello?

—Eso es lo que me propongo averiguar. ¿Ha conocido en el «Santuario» a un tal señor Cole?

—La última vez que estuve allí, había un señor que se llamaba así. Un hombre bastante raro. Lleva pantalones cortos de color verde hierba, y no come más que coles. Es un creyente muy fervoroso.

—¡Estupendo! Todo progresa satisfactoriamente; la felicito por la labor que ha hecho. Todo está preparado ahora para la fiesta de otoño.

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