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Harold Waring, como muchos ingleses, era un mal políglota. Su francés dejaba mucho que desear y, además, lo hablaba con un terrible acento británico. De alemán e italiano no sabía nada.

Pero hasta entonces su poca habilidad lingüística no le había preocupado en gran manera. Siempre encontró que en la mayoría de los hoteles de Europa el personal hablaba inglés. ¿Para qué molestarse entonces?

Pero en aquel lugar tan apartado, donde la lengua nativa era un derivado del eslovaco, y aun el conserje sólo hablaba alemán, a veces le resultaba irritante que alguna de sus dos amigas le sirvieran de intérprete. La señora Rice, que sentía gran afición por los idiomas, podía hablar, incluso, un poco de eslovaco.

Harold decidió iniciar el estudio del alemán. Se propuso comprar algunos libros de texto y dedicar un par de horas cada mañana al estudio.

Hacía un buen día y después de escribir varias cartas, Harold miró el reloj y vio que tenía todavía tiempo para dar un paseo de una hora antes del almuerzo. Bajó hasta el lago y se adentró en el pinar. Al cabo de cinco minutos de caminar bajo los pinos, oyó un ruido inconfundible. No muy lejos de allí una mujer lloraba desconsoladamente.

Harold se detuvo un momento y luego se dirigió hasta donde provenían los gemidos. La mujer era Elsie Clayton. Estaba sentada sobre un tronco caído, con la cara entre las manos. Sus hombros se estremecían con la violencia de su pena.

El joven titubeó un instante y después fue hacia ella. Llamó suavemente:

—Señora Clayton... Elsie.

Ella se sobresaltó y levantó la mirada hacia él. Harold tomó asiento a su lado.

—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó afectuosamente—. ¿Hay algo qué pueda hacer?

Elsie sacudió la cabeza.

—No... no... Es usted muy amable. Pero nadie puede hacer nada por mí.

Harold preguntó con timidez:

—¿Tiene algo que ver con... su marido?

La joven asintió. Se enjugó los ojos y sacó la polvera, luchando para volver a recobrar el dominio de sí misma. Con voz trémula dijo:

—No quiero que mamá se preocupe. Se disgusta mucho cuando ve la poca felicidad de que disfruto. Por lo tanto, vine aquí para llorar a mi gusto. Ya sé que es una tontería. El llorar no resuelve nada. Pero... algunas veces... me parece que la vida es completamente insoportable.

—No sabe cuánto lo siento —simpatizó Harold.

Ella le dirigió una mirada de gratitud y luego explicó apresuradamente:

—Es mía toda la culpa, desde luego. Me casé con Philip por mi propia y libre voluntad. Y si... si luego salió mal, sólo soy yo la culpable; yo y sólo yo.

—Es usted muy valiente al considerarlo así —dijo Harold Waring.

La joven sacudió la cabeza.

—No; no soy valiente. No tengo ánimos para nada. Soy una cobarde. Por eso llegaron, en parte, las desavenencias con Philip. Me tiene aterrorizada... por completo... cuando se enfurece.

Emocionado, Harold apuntó:

—¡Debe usted separarse de él!

—No me atrevo. No..., no me dejaría.

—¡Tonterías! ¿Qué me dice del divorcio?

Elsie volvió a sacudir la cabeza con lentitud.

—No tengo motivos —enderezó los hombros—. Tengo que soportarlo. Paso gran parte del año con mamá. Philip no se opone a ello, especialmente cuando vamos a sitios poco frecuentados como éste —y añadió, mientras el color subía a sus mejillas—: La mayor parte de los disgustos provienen de los celos terribles que siente. Si llego siquiera a conversar con un hombre, es capaz de hacer las más espantosas escenas.

La indignación de Harold subió de punto. Había oído quejarse a muchas mujeres de los celos de sus maridos, y si bien había expresado su simpatía hacia ellas, secretamente abrigaba la opinión de que los maridos, en aquellos casos, llevaban toda la razón. Pero Elsie Clayton no era una de ellas. No le había dirigido tan siquiera una mirada insinuante.

La joven se apartó de él estremeciéndose ligeramente, y miró al cielo.

—Se ha ocultado el sol —dijo—. Hace frío. Será mejor que volvamos al hotel. Debe ser la hora de comer.

Ambos se levantaron y tomaron la dirección del hotel. Habían caminado por espacio de un minuto cuando vieron a otra persona que seguía su mismo camino. La reconocieron por la flotante capa que llevaba. Era una de las hermanas polacas.

Cuando pasaron por su lado, Harold hizo una ligera inclinación de cabeza. Ella no correspondió al saludo, pero sus ojos se posaron sobre los dos jóvenes y hubo tal malicia en aquella mirada que el hombre se sintió enrojecido. Tal vez, aquella mujer lo habría visto sentado junto a Elsie en el tronco. Y si así era, probablemente pensaría...

Y por lo visto, eso era lo que pensaba... Un acceso de indignación lo sobrecogió. ¡Qué mente tan asquerosa tenían algunas mujeres!

Era raro que el sol se hubiera escondido y que los dos se estremecieran... tal vez en el mismo momento en que la mujer los espiaba.

Sea como fuere, Harold se sintió en aquellos instantes un poco intranquilo.

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