6



—Siempre opiné que usted lo sabe todo, Alexis Pavlovitch.

Hércules Poirot pronunció estas palabras con su tono más adulador.

Estaba pensando que este tercer «trabajo» de Hércules había necesitado más viajes y entrevistas de lo que en principio imaginó. Aquel insignificante asunto de la doncella desaparecida estaba resultando uno de los más largos y difíciles problemas que Poirot tuvo que afrontar. Cada una de las pistas, después de investigada, no conducía a parte alguna.

Sus indagaciones le habían llevado aquella noche al «Samovar», un restaurante de París cuyo dueño, el conde Alexis Pavlovitch, se vanagloriaba de conocer todo lo que ocurría en el mundillo artístico.

El ruso asintió con aire complacido.

—Sí, sí; amigo mío; Lo sé todo... siempre estoy enterado de todo. ¿Quiere usted saber dónde fue la pequeña Samoushenka, la exquisita bailarina? ¡Ah! ¡Qué maravilla de criatura! —se besó las puntas de los dedos—. ¡Qué fuego... qué pasión! Hubiera llegado lejos... hubiera sido la mejor bailarina de estos días. Pero todo acabó de repente. Se fue... al fin del mundo. Y pronto, ¡demasiado pronto!, se olvidarán de ella.

—¿Dónde está ahora? —preguntó el detective?

—En Suiza. En Vagray les Alpes. Donde van los que contraen esa traicionera tosecilla que los consume poco a poco. Morirá; sí, ¡morirá! Es una fatalista y morirá sin duda alguna.

El carraspeo de Poirot rompió aquel trágico encanto. Necesitaba información.

—¿No se acordará usted, por casualidad, de una doncella que tenía mademoiselle Katrina? ¿Una chica llamada Nita Valetta?

—¿Valetta? ¿Valetta? En cierta ocasión vi que la acompañaba una doncella... en la estación, cuando Katrina se fue a Londres. Era italiana; de Pisa, ¿verdad? Sí; estoy seguro de que era italiana y procedía de Pisa.

Poirot gimió:

—En este caso, tendré que hacer un viaje a Pisa.

Загрузка...