Maya pide un cosmopolitan en vaso alto y el camarero empieza a mezclar el vodka, el Cointreau y el zumo de grosella.
– Sin azúcar, por favor. En mi cruzada por identificar y eliminar los elementos que ya no me funcionan, he descubierto el azúcar -me dice, cortando un trozo de Brie-. Estoy volviendo a tomar carbohidratos.
El camarero deja el cosmopolitan frente a mi amiga y el gin-tonic más o menos cerca de mí y desaparece. Estamos en el bar del hotel Paramount. Siempre buscamos refugio aquí cuando Maya está deprimida.
La última vez que vinimos fue hace un mes. Su agente literario, Marcia, se iba a otra agencia, y Maya necesitaba un hombro sobre el que llorar.
– Sí, estas son autenticas lágrimas de frustración -suspiró, mostrándome la carta de despedida.
Pero había algo más.
– ¿Quién es Dylan? -le pregunto, aunque tengo una ligera sospecha.
Marcia, deseando desprenderse de clientes que no le interesaban, había escrito una carta-tipo. Aquella debería haber ido dirigida a Maya, pero iba dirigida a un tal Dylan.
– ¿Te lo puedes creer? -murmura mi amiga, apoyando la cabeza sobre la barra-. Ni siquiera ha tenido la dignidad de escribirme una carta personal.
– Al menos ahora sabes que no sólo se ha librado de ti.
– Eso es cierto.
Aunque no es que yo sea precisamente un hacha consolando a la gente, veo que las lágrimas de Maya empiezan a secarse y continúo en el mismo tono optimista:
– Lo que debería ser una tragedia se ha convertido en una comedia de los errores.
– Es una tragedia -suspira mi amiga, tomándose el cosmopolitan de dos tragos. Por eso no le gustan las copas de martini, porque tienen el borde más ancho y se mancha las blusas de Donna Karan-. Estoy otra vez como al principio. Estoy otra vez donde estaba hace dieciocho meses, pero soy dieciocho meses más vieja.
Treinta era una edad imposible para Maya. Pero eso no sería un problema si siguiera teniendo representante. Quedaban quince días para su cumpleaños y sólo tenía ese tiempo para encontrar uno nuevo. Ese es el problema, los objetivos. Los objetivos son el auténtico enemigo.
A pesar de mis buenas intenciones, los ojos de Maya vuelven a llenarse de lágrimas. Y yo la entiendo. Durante algún tiempo había conseguido no ser una periodista más vendiendo sus servicios al mejor postor. Durante algún tiempo había conseguido reconocimiento. Y ahora está de nuevo en la línea de coro, como todas las demás.
Yo pido otra ronda de copas, le doy un pañuelo de papel y empiezo a decir tonterías sobre que las cosas siempre pasan por alguna razón… Pensé que había bebido suficiente vodka como para no darse cuenta de que estoy diciendo bobadas, pero Maya no está tan borracha. Una pena. Así que decido meterme con Marcia. Es la única defensa de los oprimidos.
– Te irá mejor sin ella, ya lo verás. Era una representante malísima.
Maya hace una bola con el pañuelo de papel.
– Era una representante buenísima, Vig.
– ¿Ah, sí? ¿Y cuántos libros tuyos ha vendido?
Acabo de meter la pata. Le he recordado no sólo que ya no tiene agente literario, sino que no ha conseguido vender un solo libro.
– Marcia conseguía que los editores leyeran mis textos. No se puede pedir m… -Maya, que no puede terminar la frase, se tapa la cara con el pañuelo.
– Siempre hay que pedir más, mujer. Encontrarás otro representante y será mejor que ella. Y no te llamará Dylan.
Es muy improbable que el siguiente representante tenga otro cliente llamado Dylan.
– ¿Y si no encuentro otro?
Le digo que no sea boba y después de varios intentos más por animarla, me doy cuenta de que sólo quería llorar un rato. Y hace bien. Encontrar un agente literario es mucho más difícil que encontrar editor. Y no se puede hacer desde la línea de coro.
Hoy estamos aquí porque Maya ha roto con su novio.
– Se ha terminado -me dice cuando descuelgo el teléfono. Nada de «¿Cómo estás?», nada de «Hola». Sólo que ha roto con él.
– ¿Y el anillo?
– Me importa una mierda el anillo.
– ¿Cómo estás, Maya?
– Fatal.
– ¿Quieres que tomemos una copa?
– Llegaré en quince minutos.
Es la una de la tarde, pero me da igual. No soy la ayudante de nadie y, en principio, trabajo cuando quiero. A veces salgo de la revista para ir de compras o meterme en el cine. Lo único que tengo que hacer para evitar sospechas es dejar el ordenador encendido, la chaqueta en la silla y encender una vela.
Casi he terminado con mi gin-tonic cuando el camarero aparece para preguntar si queremos otra ronda. Esto es lo mejor del Paramount, que nunca te dejan terminar una copa.
– He aceptado el hecho de que no va a pasar -me dice Maya cuando el camarero desaparece-. Lo quiero y lo echaré de menos, pero no puedo seguir así. No sé por qué compró el estúpido anillo, pero nunca ha tenido intención de dármelo.
Una lágrima rueda por su rostro. Que no te quieran siempre duele.
El anillo es un diamante de dos quilates que Maya encontró cinco meses atrás en uno de los cajones de Roger, su novio. Durante dos semanas estuvo emocionada, esperando el momento; durante dos semanas estuvo haciendo planes de futuro. Pero no pasó nada. Cinco meses más tarde, estaba claro que Roger no iba a regalarle el anillo.
A mí no me gustó nunca Roger Childe. Se presentó como empresario y eso hizo que, inmediatamente, lo despreciase.
Uno es «empresario» si tiene una empresa importante, no cuando dirige una empresilla por Internet que, además, ha financiado tu padre.
Es bastante pretencioso. De los que siempre nombran a gente conocida, usan camisas con sus iniciales bordadas, dicen cinema en lugar de cine… pero a Maya no le importaba nada de eso. Sólo veía su cara bonita y sus mocasines de Gucci.
No es sólo tanta perfección de catálogo lo que me irrita de Roger, aunque llevar un Loden verde a estas alturas es para matarlo. Es ese aire de pijo que tiene. Conoce a todo el mundo, va a los sitios de moda, puede comprar lo que le apetece y, sin duda, toda su vida sigue esa fórmula.
Maya se quedó abrumada por la seguridad de Roger. Antes de perder a su representante, se veía a sí misma y a su novio como una de las parejas más cool del momento. Ella cambiaría la forma de pensar de toda una generación con sus libros, él cambiaría el mundo del software y la revista The New Yorker los sacaría en su portada.
– Hace un mes no me importaba que aún no hubiera pedido mi mano, pero ahora tengo treinta años y no puedo seguir como si fuera una cría de veinticinco. He hecho una lista con términos de referencia.
– ¿Términos de referencia? -repito yo. Tres gin-tonics me tienen un poquito mareada, pero estoy segura de no haber oído nunca lo de «términos de referencia».
Maya saca un papel de su mochila de cuero. Está arrugado y tiene que plancharlo un poco con la mano.
– Hoy es el primer día del resto de mi vida -anuncia, muy seria-. Aquí he escrito una relación de cosas que quiero conseguir de aquí a los cuarenta.
No es una relación, es una lista interminable. El primer «término de referencia» es: hablar con Roger para ver en qué situación estamos.
– Ya he hablado con él, pero ha sido muy evasivo. Le pregunté si esta relación tenía sentido para él y Roger insistía en decir: «ya veremos». Como si yo fuera un coche que no se decide a comprar.
Está estudiando los pros y los contras de casarse con Maya. Está decidiendo si casarse con ella le beneficiará o no. ¿Su nombre ganará lustre asociado al de Maya? Aún no lo sabe.
Roger es así de calculador, como un personaje de Edith Wharton, de los que ya no existen. O una cree que no existen. Parece una buena persona, pero sólo tienes que acercarte un poco para descubrir que no lo es.
– Ha sido un error desde el principio -digo yo, devolviéndole el papel.
No quiero saber nada sobre «términos de referencia». La respuesta a un objetivo que no se consigue no son cuarenta objetivos más.
– Regla número uno: nunca salgas con un hombre que lleva camisas con sus iniciales bordadas.
– Lo sé, lo sé -suspira Maya, apoyando la cabeza sobre la barra-. Era de esperar, ¿verdad?
Yo asiento y pido otra ronda.