Términos de referencia.
24 de agosto: cambio de género

Maya escribe sobre cadáveres… en los vagones del metro, en los servicios públicos, en los armarios de apartamentos sin alquilar. Los coloca por todas partes para que la gente se tope con ellos, haciendo que hasta el más inocente ciudadano se sienta como un detective. Ese es el tipo de libro que escribe: gente normal enfrentándose a un reto siempre relacionado con la muerte.

Sus libros son imposibles de vender.

– No contienen suficiente misterio como para ser novelas detectivescas -se quejó, cuando estaba llorando la pérdida de su representante en el bar del Paramount-, pero tampoco aparecen en las listas de ficción. Son híbridos, ni carne ni pescado.

Maya había elegido misterios porque pensó que sería fácil imaginar una trama. Esto fue antes de descubrir que no podía hacerlo. Antes de descubrir que era imposible salirse de la fórmula.

– Voy a escribir una novela de amor -anuncia, abriendo una bolsita de papel marrón.

Dentro lleva un sándwich de jamón y queso, un refresco de naranja y una bolsa de patatas fritas Lay. Es la clase de almuerzo que tu madre te pone cuando estás en el instituto. Sólo le falta la manzana.

Mi almuerzo no es tan impresionante: un sándwich de manteca de cacahuete.

– ¿Una novela de amor?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque son horribles.

Ya no tiene los ojos hinchados, aunque siguen enrojecidos. Las gotas que le recetó el médico han sido milagrosas.

– ¿Son horribles?

– Bueno, no todas. Algunas son decentes, pero la mayoría no valen nada. Se publican demasiadas como para mantener un buen nivel de calidad.

Estamos comiendo en un banco, a la entrada de Central Park, frente al hotel Plaza.

– ¿Entonces?

– Yo puedo escribir cien mil palabras de amor en un par de meses. No es tan difícil.

– De eso nada.

– ¿Qué?

– Que no.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no debes escribir una novela de amor -le digo, horrorizada. No me imagino a Maya desperdiciando cien mil palabras en un tema que no le importa lo más mínimo-. Sería una absurda pérdida de tiempo.

– ¿Por qué?

– Porque no funcionará.

– ¿Por qué no? -me pregunta, con la boca llena.

– Porque tú no sabes nada de ese tipo de literatura.

– ¿Y qué hay que saber? Dos personas se enamoran y punto.

– Desprecias el género.

– Porque se lo merece -se encoge mi amiga de hombros.

– Pues eso.

– ¿Qué?

– No escribas una novela de amor, no escribas otro libro de misterio. Escribe un libro, sencillamente.

– Qué tontería.

– ¿Qué es una tontería?

Maya no me contesta, pero no me sorprende. Ya hemos discutido esto otras veces y sé muy bien lo que está pensando. Escribir ficción de género es fácil: sigues una formula, haces lo que puedas y, si no eres tan buena como los autores que has admirado de pequeña: E.M.Forster, Christopher Isherwood, Virginia Woolf… da igual. Nadie espera que lo seas. Escribir ficción es fácil. Lo que es difícil es tomarte a ti mismo en serio como escritor.

– Tienes que dejar de hacerte eso a ti misma.

– ¿A qué te refieres? -me pregunta Maya.

– Lo de los términos de referencia. Esto de la actividad, del cambio de género. Es como si estuvieras pasando por los cinco estadios del luto, pero tú tienes que pasar por cinco mil. Olvídate de todo y preocúpate de lo que realmente importa. Sé que es duro… yo tardé dos días en reunir valor para llamar a van Kessel, pero tienes que hacerlo.

No sé cómo me he convertido en un ejemplo de industriosidad, pero aquí estoy: Vig Morgan, el ejemplo del que hace lo que tiene que hacer.

Maya se queda callada un momento.

– Podría escribir un libro histórico, algo que tenga lugar en la Inglaterra del siglo XIX.

Yo dejo escapar un largo suspiro.

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