Krystal Karpfinger quiere abrir unos grandes almacenes en Nueva Jersey.
– Empedraríamos las calles para que pareciesen las de Soho. Y pondríamos galerías, un bar, un restaurante de cinco tenedores, Camper, Emporio Armani, el club Monaco, Myoptics, la tienda del Metropolitan… con unas farolas adecuadas y unos andamios, la gente creería que está en el centro de Nueva York. Se ahorrarían impuestos y no tendrían que soportar el túnel Holland. Sería un éxito.
Yo no sé si reír o llorar, pero sonrío amablemente y miro alrededor para ver si encuentro a alguien que me salve de la mujer del dueño de la galería.
Maya está a mi lado, hablando con una tía que va vestida de negro de los pies a la cabeza, pero ella no me sirve. Está demasiado interesada en el relato como para que le importe que yo me muera de aburrimiento e ignora mis gestos como si fuera una completa extraña con un tic en un ojo.
Gavin, a unos metros de mí, tampoco está de humor para echarme un flotador. Está haciendo el papel de simpático anfitrión, pero le encanta verme pisar carbones encendidos.
Soportar a Krystal Karpfinger es casi más horrible que si Gavin hubiera cancelado la exposición.
La mujer del propietario de la galería se lanza al Acto II: cómo descubrir a uno de Nueva Jersey a cien metros. Aterrada, tomo del brazo a una camarera. La mujer intenta apartarme como si yo fuera una mosca, pero me niego a soltarla.
– ¿Ha dicho que la banda se niega a tocar a menos que alguien quite todos los caramelos de menta de la bandeja?
Antes de que la camarera se ponga a gritar, me vuelvo hacia Krystal.
– Tengo que irme. Es una emergencia. Ya sabes lo temperamentales que son los artistas. Pueden ser seres humanos perfectamente capaces, pero a veces se convierten en niños de teta. Lo entiendes, ¿verdad?
Por su expresión, está claro que no entiende nada. Acabo de contarle un rollo y está intentando averiguar de qué hablo, pero yo ya estoy al otro lado de la sala.
Con un refresco y un canapé de langosta en la mano, me escondo en una esquina, al lado de un Jesucristo con un traje divino de Roberto Cavalli.
Es entonces cuando Jane me da un golpecito en el hombro. La sala está llena de gente, pero me ha encontrado enseguida. Qué olfato tiene esta mujer.
– Vig, deberías estar controlando a la prensa…
En ese momento, un hombre la empuja sin querer y Jane me tira la copa de vino blanco sobre el vestido de seda. No me pide disculpas. Está demasiado irritada conmigo como para preocuparse de la factura de la tintorería.
No debería estar tomando un refresco mientras arde París, me dice. Pero lo único que arde aquí es su mala educación.
Afortunadamente, descubrimos que están haciéndole fotografías a Gavin delante del cartel de la galería y eso no puede ser.
Jane sale corriendo, abriéndose paso entre la multitud con los hombros, como un jugador de fútbol y yo me acerco al área de prensa. Están todos en la puerta, haciendo fotografías a los famosos que se abren paso entre la multitud de manifestantes. Esto no es la China del siglo pasado y los manifestantes no son campesinos comunistas, pero da la impresión de que la galería es una misión sitiada. Hay insultos, incluso empujones, pero nosotros intentamos ignorarlos.
Gavin está delante de un cartel que anuncia en letras enormes: Galería Karpfinger. Nuestro cartel, con la palabra Fashionista repetida cien veces, está a dos metros, olvidado. Debería colocarse entre los dos, pero se siente rebelde y no tiene ningún interés en colaborar. Cuando me mira, está sonriendo. El muy cerdo.
Jane aparece detrás de mí.
– Vamos. Arregla eso -dice, empujándome. Ojalá fuera tan fácil como cambiar una bombilla-. Vamos, muévete.
Miro alrededor, deseando que Kate o Sarah o incluso Allison estuvieran allí. Era su plan, de modo que esto debería ser su problema. Pero es mi problema y sólo hay una opción: tengo que hacer el ridículo.
Respirando profundamente, paso por detrás de Gavin, pierdo pie y me agarro al cartel de la galería. Los dos nos caemos al suelo, el cartel con más gracia que yo. Anita Smithers llega corriendo para ver si Gavin está bien. No quiere que su cliente quede mal por culpa de una torpe editora.
Jane corre hacia Gavin también. Necesita atención y no es sólo una esponja, es una sanguijuela. Sonríe, coqueteando con los fotógrafos, pero sus conocimientos de arte son una vergüenza. Cita a Rodin como el mejor pintor vivo y Gavin levanta los ojos al cielo.
El hambre de Jane por los focos es tan ardiente que no conoce barreras. Se quedará allí, sobre la tarima, hasta que los de la limpieza se la lleven. Yo no soy de la limpieza y no creo que pudiera con ella, pero me acerco de todas formas, decidida. Ya le hemos robado suficiente a Gavin.
– … y si tuviera que compararlo con algún artista del siglo XX, tendría que decir Seurat. Los dos tienen la misma limpieza de líneas -está diciendo Jane. Repite algo que ha leído en uno de los artículos de Fashionista, por supuesto, aunque Domingo en el parque no es un moderno sofá ni un elegante traje de Calvin Klein.
Aunque le irrita que le robe protagonismo, me inclino para decirle al oído que los manifestantes están esperando que diga algo. Es mentira, pero a Jane le gusta hablar ante una multitud. Hay cientos de personas fuera y, de repente, se ve en las manifestaciones de los años sesenta, a las que no acudió nunca. Se ve como Martin Luther King en los escalones de la estatua de Lincoln. Tiene un sueño.
Gavin me da las gracias con la mirada mientras me voy con Jane hacia la puerta. Los manifestantes gritan sus consignas y hay un hombre bajito y calvo que los dirige con un megáfono.
– ¡Bromas con la religión, no! ¡Bromas con la religión, no! ¡Respetad nuestras imágenes, respetad nuestras creencias, respetadnos!
El hombre hace una pausa para respirar y Jane decide que es su momento. Sube los tres escalones de la tarima, le quita el megáfono y saluda a la multitud:
– ¡Hola a todos! Mi nombre es Jane Carolyn-Ann Whiting McNeill.
Espera que la reconozcan, es lo que espera de todo el mundo, y toma las exclamaciones de la multitud por gestos de admiración.
– ¡Mi nombre es Jane Carolyn-Ann Whiting McNeill! -dice otra vez por el megáfono-. Y soy cristiana.
La multitud muestra a gritos su desaprobación. La habían tomado por uno de los suyos. Creían que iba dar un mensaje apostólico.
– Quiero hablar de arte, de verdadero arte -sigue Jane, repitiendo lo que ha dicho antes sobre Gavin Marshall-. El arte que nos hace llorar y nos hace reír. El arte que nos hace reflexionar. El arte que hace que nos lata el corazón. El arte que nos hace creer que podemos ser mejores.
Los aplausos y los gritos aumentan y ella los disfruta antes de pedir silencio con un gesto imperioso. A Jane se le dan bien las multitudes -el noventa por ciento de su éxito consiste sencillamente en aparecer- y sabe cómo jugar con la gente.
– El arte de verdad es puro. El arte de verdad no quiere ofender a nadie. El arte de verdad no usa trucos. Los trucos son para la gente que no sabe lo que es una artista. Soy Jane Carolyn-Ann Whiting McNeill y soy cristiana -dice por el megáfono, haciendo una pausa dramática.
Los gritos son atronadores y ella respira profundamente para recitar el final de su discurso, pero antes de que pueda decir: «Y esto es arte cristiano, es arte devoto y honesto y un recordatorio para todos nosotros de que no debemos apresurarnos a juzgar. Dorando la imagen es arte de verdad…», la multitud la saca de la tarima. Se la llevan a hombros. La mueven como si fuera un trofeo.
Jane se lo toma todo con una sonrisa, saludando como si fuera el Papa. Siempre ha sabido que algún día la tratarían así, como a Elizabeth Taylor en Cleopatra.
Yo observo la escena, atónita. Lo último que veo es que los manifestantes se la llevan a hombros hacia la calle Canal.