Antes de dármelo, Delia echó un vistazo al expediente y censuró lo que no quería que viese. Como una carta del abuelo de Jane cuando estaba en el frente, en 1941. Cualquier detalle que pudiera revelar dónde estaban acuarteladas las tropas, Delia lo ha tachado con tipp-ex. No sé, quizá tenía miedo de que yo avisara a los alemanes.
Noventa por ciento del expediente no tiene ningún interés y tengo que hacer un esfuerzo para mantener los ojos abiertos. Me quedo adormilada leyendo la carta de Jane a la Sociedad de Mujeres Editoras, que le dieron un premio en 1998, y sólo me despierto cuando suena el teléfono.
Me echo agua fría en la cara, pero no puedo terminar el agradecimiento de seis páginas. Imposible leer tantas cosas sobre «la hermandad entre mujeres». Jane no es la hermana de nadie. Si acaso, la hermanastra perversa.
Lo único interesante del expediente es una carpeta con recibos y facturas que demuestra que Jane McNeill roba dinero de la empresa. Todas las sillas de su apartamento, las litografías de Picasso, cada masaje, han sido pagados por Fashionista. La revista paga también sus vacaciones anuales en Borneo y su chalecito en Aspen. Pagamos sus cortes de pelo, sus tintes, sus manicuras, sus almuerzos y hasta los taxis para ir al teatro. Lo único que Fashionista no paga es el exclusivo colegio de sus hijos, pero eso es sólo una cuestión de tiempo.
– Has reunido una cantidad increíble de información -le digo a Delia al día siguiente, en la cafetería-. ¿Por qué no la has usado antes?
– Lo he intentado. Pero Jane es tan escurridiza como el teflón.
– ¿Lo has intentado?
– Le envié algunos documentos a Bob Carson, del departamento administrativo, y no pasó nada. Ni siquiera levantó una ceja al ver que Fashionista había pagado por el lifting de Jane.
– ¿Jane se ha hecho un lifting?
– ¿No lo habías notado? Lo puso en la lista como un «masaje facial». Pero tú eras su ayudante. ¿No hacías tú esos informes de gastos?
Yo me encojo de hombros.
– Nunca presté la más mínima atención a lo que estaba haciendo. Jane podría haber comprado la estatua de La Libertad y no me habría dado ni cuenta. ¿Cómo te has enterado de todo esto?
– Es muy fácil, está todo en el ordenador. Pero no vale de nada. Envié una carta anónima, informando de que Jane vendía muebles de la revista y se quedaba el dinero, pero tampoco pasó nada. Les da igual. ¿Por qué crees que me interesa tanto tu plan? Ya es hora de que alguien le cante las cuarenta.
– Sí, claro.
– Yo creo que puede funcionar. Creo que podría ser, al fin, la bala de plata que se la cargue.
Delia se levanta para pedir un refresco y yo la miro, atónita. Me cuesta trabajo creer que esta chica tan discreta ha intentado defenestrar a Jane McNeill tantas veces como la CIA a Fidel Castro.